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Francisco Martínez Pocaterra

Sobre tierras yermas

En esta tierra de gracias, donde antaño crecía la esperanza abundantemente, hoy apenas crecen yerbajos, y en sus raíces, los escarabajos se sacian de muerte, de desolación. Como aquellas pestes que en tiempos bíblicos azotaron a Egipto, la revolución destruyó todo en Venezuela. No solo asoló a los museos, como ocurre con el MACCSI (cuyas puertas deben cerrar por el estado ruinoso de sus instalaciones), sino la cultura. No solo dejó caer escuelas y liceos, e incluso, la UCV, declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO, sino que asoló la educación hasta hacerla ruin y estéril… Seguir carece de sentido. Basta decir que, como los romanos a Cartago, la revolución echó sal sobre este país para que no crecieran esperanzas y sueños. Venezuela es solo tierra yerma que, como vientre viejo, no ahíja. 

El hambre y las miserias, penas que parecen arrancadas de las páginas de «La barraca» de Vicente Blasco Ibáñez, apenan la vida de millones de ciudadanos. Punzan el alma el recuerdo de otro país, que distante ya nos resulta tan distinto de este, paupérrimo, sembradío de dolor y desesperanza. Huyen miríadas a otras tierras, aun en condiciones precarias, como solo lo hacen quienes perdieron la fe. La revolución nos arrastró al portal que aconseja abandonar todas las esperanzas, esas que, pesadas, de maderas atezadas, cuidadas por feroces fieras, llevan al eterno dolor y la perdición. 

No, ¡no es solo una gestión deficiente de una casta indigente! En estas tierras, la Muerte vaga a sus anchas. Sus pies desnudos yerman el suelo otrora fecundo y sus manos, huesudas y pálidas como la rosa que decae, rozan las almas, y su aliento desgana y despoja de los colores que otrora brillaron. Desde su reinado, trae luto, el duelo, el llanto amargo que impregna con su desconsuelo a la madre, al hijo, a la pareja… La Muerte, siempre acechante, ha impregnado este desventurado país con el olor de los sepulcros. 

Si antes crecieron rosas, claveles y girasoles que fulguraban bajo la luz refulgente del trópico, el hedor, néctar para las moscas, las marchitó, y en su lugar anidaron yerbajos, y en sus raíces, los escarabajos se sacian de muerte. Ya no hay rosas ni claveles ni girasoles, solo estacas secas en tierra apelmazada.  

Sin embargo, ciegos, encandilados acaso por la luz menguante de un pasado que nos luce lejano, aun ajeno, algunos ven flores perfumadas donde solo germinan la maleza y el hedor del lodo. Con la ingenuidad de un niño, creen posible dialogar con Hades, que ha hecho de nuestro país, su reino. Asumen una bondad en aquellos sátrapas que, como el Señor del Inframundo, se regodean en las inmundicias. Envilecidos por la soberbia imperdonable, no advierten que, en este país, los sátrapas edificaron su reino de penas y desgracias.   

Ocultos tras el oropel de sus hogares, perfumados con sales y esencias, algunos, cuyas voces estridentes acallan las de otros, tal vez más inteligentes, no advierten el repugnante hedor a miserias, a desgracias, a la indignidad del mendicante que aspira a una dádiva maltrecha de harina y yuca. A esa pobreza infame que incita tropelías y delitos, que empequeñece al alma y la conduce a estados ignominiosos. Fascinados con su propia voz, desoyen el llanto silente de una población que, a diario, trastea por las calles su pesada cruz. Rodeados de esencias no sienten la fetidez de la descomposición. 

Mal pueden imaginar los necios que algún día no se rebele la bestia. Que cansados de trastear el pesado fardo de sus vidas miserables mientras otros les esputan sus lujos con la impudicia de la puta que vende sus encantos, resentimientos y rabias restañados no aviven una llamarada violenta que arrase con todo y con todos.  

Dicen en los llanos que el cielo encapotado anuncia tempestades, y sobre Venezuela pende un capote atezado, fuliginoso. Días lóbregos como el sayo de La Muerte se ciernen sobre estas tierras y vendrá la hora en la que el grito silente truene tan fuerte que derrumbe los muros tras los cuales se esconden los soberbios. 

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