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Adrian Ferrero

Sobre la crueldad

Recientemente tuve la oportunidad de asistir a la sobrecogedora visión de una pintura rusa de fines del siglo XIX, el cuadro más atacado de ese país, titulado «Iván el Terrible y su hijo» (1885) de Ilia Repin, el pintor realista más famoso de finales del siglo XIX. Antes de terminar el cuadro en 1885, el mismo Repin, refiriéndose a su cuadro, confesó: “Pintaba por ratos, sufría, estaba preocupado, corregía y corregía lo pintado, escondía el cuadro con decepción enfermiza de mis propias fuerzas, de nuevo lo sacaba e iba al ataque. A menudo experimentaba miedo. Me alejaba del cuadro, lo escondía. A mis amigos el lienzo causaba la misma impresión. Hubo algo que me impulsaba hacia la obra, y yo volvía a trabajar”. Este constituye el testimonio directo del  poder perturbador que tuvo para él concebirlo, las dificultadas que a nivel emotivo le provocó así como los síntomas que manifestó durante esa etapa, de evidente agitación y convulsión. De todas formas, que lo haya por fin concluido, esto es, que haya alcanzado una resolución satisfactoria a los conflictos que la génesis artística le presentaba, me parece que habla a las claras de que este pintor tuvo el suficiente poder de determinación para afrontar un desafío de orden tanto privado como público. Nos habla, diría yo, de una persona valiente, incluso temeraria, que incursiona por temas polémicos, incómodos, que está dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias en lo relativo a la creación. Y que también está dispuesta a afrontar los costos frente a una sociedad para la cual especularmente esa misma crueldad lo vuelve una persona tan indeseable como incómoda. De modo que no solo el creador debe vérselas con las dificultades y las angustias que conlleva su proceso de ejecución, sino con el impacto que dicha obra tiene sobre la sociedad. Esta sensación de vérselas también no solo con la concepción de una obra inquietante o, peor aún, que manifiestamente genera rechazo o repudio, podría definir los términos bajo los cuales muchos creadores y creadoras debieron vérselas con la sociedad de su tiempo histórico porque su obra suscitaba odio, repudio, rechazo, llamaba al chisme o la murmuración, situaba al autor en un lugar de protagónico rechazo. 

Cuando fue presentado en una exposición en 1885, la sociedad rusa quedó convulsionada. Inmediatamente defensores y detractores se trabaron en una serie de disturbios a los que fue necesario ponerle resguardo policial. En aquel momento el coleccionista, Pavel Tetryakov la compró para exponerla en la galería que hoy lleva su nombre, pero el Zar Alexander III prohibió la exposición, aunque luego de tres meses la decisión fue anulada. Porque este es el otro capítulo del arte: su relación con el campo del poder. ¿Cuál es el efecto que produce en quienes deciden la suerte del mundo, de un país, de una ciudad, de una comunidad?. Si para el líder poderoso la obra de arte ofende, suele someterla a censura. Esto es, la libertad de expresión se ve fuertemente sancionada y la libertad de realización fuertemente impedida.

El primer atentado  que sufrió la pintura fue en 1913, cuando el pintor y fanático religioso, Abram Balashov de 29 años atacó el lienzo con un cuchillo realizando tres cortes en el rostro de Iván y su hijo mientras gritaba: “¡Basta de muerte, basta de derramamiento de sangre!”. Después de enterarse del incidente, el conservador de la galería de Tretiakov, Gueorgui Jrúslov, se suicidó saltando debajo de un tren. Estaba muy avergonzado porque su personal había sabido mantener el cuadro a salvo. Inmediatamente Repin se encargó de restaurar la obra. Con el paso de los años y este hecho a cuestas, el cuadro fue protegido ante posibles intentos de futuros ataques. Y no se equivocaron, el 25 de mayo del 2018 sufrió un segundo ataque; Igor Podporin irrumpió borracho en la sala y sin pensarlo tomó un poste protector y rompió el vidrio asestándole al lienzo tres cortes.

Con motivo de asistir a esta pintura, reflexioné acerca de dos cosas. En primer lugar que un cuadro es la escena de un relato incompleto que debemos reconstruir (y lo haremos según nuestra propia capacidad imaginativa, cognitiva y, más ampliamente, según nuestra inteligencia). Esa escena que se desarrolla en tiempo presente supone un pasado  que la imagen de ese cuadro representa y, un futuro que tendrá lugar con consecuencias que cada quien construirá en su propio teatro, terminando por configurar al mismo tiempo su relato. No me interesó demasiado lo que afirmaban las críticas respecto del cuadro. Pese a ser crítico, sigo pensando que el sentido más profundo del arte continúa siendo la relación directa que entabla un receptor con una obra estética (para el caso pictórica). La crítica, en algunos casos, hace una lectura que corre el riesgo, incluso, de resultar reduccionista, lineal, que obtura y cierra los sentidos en lugar de hacer de la obra lo que es: un objeto polisémico. De modo que los críticos pueden hasta cerrar los sentidos de esa “opera aperta” se supone por el contrario debería serlo,  en términos de Umberto Eco. Digamos que hay una crítica sugestiva, que traza lecturas que proceden a realizar una, precisamente, apertura hacia múltiples sentidos de cualquier producción artística. Y otra que, en cambio, la confina a uno solo, es unívoca y hasta puede ser mediocre. Cuanto más pobre sea la formación de un crítico, cuanto menos informado esté respecto de la información acerca de su disciplina, cuanto más deseo tenga de ser el centro de la interpretación en lugar de poner el foco en la creación, más el efecto resulta de una pobreza alarmante. Alarmante porque la propuesta crítica interpreta una obra desde una perspectiva que se propagará, realizada con mediocridad..

La imagen del cuadro mostraba a un hombre en tal nivel de descontrol sobre sus acciones y, por lo tanto, de sus pasiones, que era capaz de pasar por sobre toda clase de límites, incluso el de desbordar su rol paterno, en este caso, y cometer un filicidio. Asesinaba a su propio hijo en un espectáculo que incuestionablemente produce conmoción en el espectador.  Estaba entonces el componente de lo inmanejable. Del sadismo. De la culpa automática de ese hombre fuera sí. Y de lo irremediable, del  no retorno: la imposibilidad de volver a la vida a un ser humano asesinado con el agravante de que fuera por mano de su padre. Y a sangre fría. Esto es: quien le había dado la vida, paradójicamente, era ahora quien se la quitaba de modo sanguinario. ¿Por qué? ¿qué de terrible habría hecho este hijo supuestamente querido para merecer semejante destino atroz al punto de ser suprimido de este mundo? ¿la vida , y la vida de su hijo tenía tan poco valor para este hombre? ¿o había en el carácter de este padre un temperamento de naturaleza tan iracunda que le impedía todo manejo de sus emociones violentas? Las consecuencias, de naturaleza incalculable, no habían sido medidas. Su acto había sido producto de un impulso irrefrenable por fuera de todo principio ético, afectivo y legal. 

Yo no dispongo de conocimientos acerca de psicoanálisis para trazar una lectura certera del episodio plasmado en una imagen pero que evidentemente representaba otra cosa para el pintor y para la sociedad de su tiempo. Quiero decir: yo no tengo los recursos ni estoy entrenado en leer imágenes desde la perspectiva de una disciplina específica a la que ese objeto estético pertenece. Pero sí  podía hacer una lectura profana. Y también podía remitirme en el campo de mi propia disciplina, las Letras y la escritura, a una línea del teatro y la dramaturgia que había sido denominada “teatro de la crueldad”. Sabía poco acerca de ella. Motivo por el cual me puse a investigar. Me gusta investigar. Soy un curioso irremediable. Y esta escena me remitió entonces a la citada escuela estética del orden de la actuación y la dramaturgia, esto es, de la intervención concreta en el orden de lo real del arte, que sospechaba podría esclarecer esta escena pictórica tan dramática. Incluso trágica, precisamente si nos remitimos en su significado literal al universo del teatro. Acudí al clásico Diccionario de teatro. Dramaturgia, estética, semiología, de Patrice Pavis (1980), tras algunas pistas acerca de este movimiento. Explicaba allí que su referente más nítido había sido Antonin Artaud en el que “el espectador experimentara un ‘tratamiento de choque’ destinado a liberarlo del pensamiento discursivo y lógico, para reencontrar una nueva experiencia inmediata en una nueva catarsis y en una experiencia estética  y ética original” (p. 481). Sin embargo, explicaba Pavis, el teatro de la crueldad no tenía que ver, al menos en Artaud, con una violencia directamente física impuesta al actor y al espectador. “El texto se canta en una suerte de sortilegio ritual (en vez de ser expresado en el modo de expresión psicológica). Toda la escena se utiliza como si fuera un ritual y como productora de imágenes (jeroglíficos) que apelan al inconsciente  del espectador; recurre a todos los medios  de expresión artística” (p. 481). Citaba como ejemplo puestas de “Marat Sade”  de Peter Weiss realizada por Peter Brook, el “teatro pánico” de Arrabal y Jodorowsky hasta a Griselda Gambaro. Yo sabía de lo triste y precursora que había sido la historia de Antonin Artaud. Había llegado al punto de perder el juicio y permanecer durante nueve años en manicomios, hasta que unos amigos habían logrado sacarlo de allí. Había sido realizador de un programa de radio que había sido censurado en Francia. Indudablemente se trataba de un creador que solía tocar zonas a las cuales la sociedad francesa (y mundial) se manifestaba sensiblemente irritable. Eran manifestaciones estéticas que llegaban al punto de ser suprimidas, eliminadas de la escena pública. Sin embargo, había dejado tras de sí, un legado magnífico. Al punto de que, entre muchos otros,  Susan Sontag le consagrara un notable ensayo. Era un artista que evidentemente había pasado por la Historia del teatro como una figura ineludible. Como se recordará, había llegado a tocar la fibra más íntima del mismísimo músico argentino Luis Alberto Spinetta.

Dado que el así llamado “teatro de la crueldad” parecía más un teatro contra la percepción del orden de lo cotidiano  convencional o, quizás, la alienación, me remití, más que a escuelas, a la dramaturgia. Y, naturalmente, mi memoria lectora me condujo directamente a Shakespeare. En primer lugar a “Macbeth”, encarnación misma del mal y la crueldad. Digitado por una esposa ambiciosa más cruel aún que él (en verdad es quien orienta e inspira sus actos)  revela sus costados más atroces, termina perdiendo el juicio, luego de haber promovido los asesinatos que asesta su marido. Y ella es quien alimenta las conspiraciones. En un momento lava obsesivamente una y otra vez lo que supone son sus manos tintas en sangre. La culpa se ha apoderado de ella bajo la forma de una alucinación, de una ilusión óptica o un espejismo. La cadena de asesinatos no podía ser sino una cadena en un in crescendo en esa espiral inevitable a la que nos conduce nuestra conducta cuando ya no le pone límites ni el tabú, ni la ética. El  modo en que afecta nuestra conducta al semejante en todos los planos de su vida cuando deja de importarnos su suerte. Por último, otra de sus  obras, “Ricardo III”, que pone en escena los constantes artilugios para convertirse en Rey de Inglaterra a este aspirante al trono, era otro ejemplo de crueldad. En particular, el de su impiedad. Teníamos aquí dos ejemplos paradigmáticos de crueldad ligadas en ambos casos a la ambición y al poder. Hay una adaptación argentina de “Ricardo III”, “Cruel”, realizada por Marcelo Savignone y Patricio Orozco. Merece una mención la crueldad que irrumpe en cierto teatro argentino: no otra cosa son los ejemplos de ciertas obras del dramaturgo, actor y director Eduardo Pavlovsky. Y, en el marco de la dramaturgia universal, con matices, si me lo permiten mencionaría también a ciertas piezas del irlandés Samuel Beckett.

Y en el territorio de la narrativa, hay varios otros: ¿qué decir por ejemplo de Crimen y castigo (1866), como un hito? ¿o de obras que narran el horror colectivo como el de las dictaduras, tal como lo hicieron de Primo Levi,  Victor Serge o Jorge Semprún? En Argentina, no solo en teatro, ha trabajado mucho el fenómeno de la crueldad la escritora Griselda Gambaro. Un ejemplo es Ganarse la muerte (1976), prohibida durante la última dictadura militar en 1977, circunstancia que la llevó al exilio. Por no mencionar a algunas otras obras universales, como las de Kafka, que son ejemplares a este respecto. Dejo de lado,  los casos de abierta violencia verbal, que resultan menos letales (si bien hay algunos contenidos en las citadas poéticas que acabo de mencionar) y en ocasiones dejaban lesiones irreparables en las víctimas, al igual que en el orden de lo empírico.

La doble definición de la palabra “crueldad” del Diccionario de la Real Academia Española es: “Inhumanidad, fiereza de ánimo, impiedad. II. Acción inhumana”. Ya vemos, palabras que conducen todas a la falta de integridad, de principios y de consideración, de reciprocidad digna hacia nuestros semejantes. Casos emblemáticos los ha habido en buena parte de los enfrentamientos bélicos, en casos de persecución por motivos raciales, étnicos, religiosos o de género. Y por supuesto de orden privado, desde violencia de género hasta casos, ya que estamos hablando de arte, de persecuciones de artistas y escritores en tiempos oscuros en sociedades totalitarias. 

¿Qué es la crueldad, además de algo capaz de causar daños de naturaleza incalculable? ¿es producto de la idiosincrasia de un sujeto o un impulsivo e irreflexivo arranque de las pasiones en un momento incontrolable? ¿es también, como lo ha estudiado el psicoanálisis, una perversión que la tiene como síntoma? ¿qué revela el agresor de sí mismo? ¿es reparable? En caso de ser irreparable ¿qué hacer? ¿cómo se planta el sujeto cruel frente al daño que ha infligido, si es un sujeto ético? ¿procura acercarse hacia la persona a la que dañó con el objeto de solicitar su perdón? ¿es posible el perdón en todos los casos? Hay ocasiones en que ciertos sujetos no han medido los alcances de su conducta. Y en ocasiones han actuado de modo inteligente y hasta sofisticado o sutil, como en varias piezas de Shakespeare, lo que agudiza más el daño porque vuelve la crueldad más ambigua, por un lado. Por el otro, un modo de la agresión más complejo. 

 En cualquier caso, no me parece que sea ni conveniente ni procedente generalizar.  Diría que la crueldad es una emoción destructiva. Puede llegar a ser físicamente violenta. Que a la víctima la afecta según la medida y el alcance del acto, de su personalidad. Y, por supuesto, el daño es siempre  proporcional al nivel de la crueldad infligida. Pero si el sujeto agredido permanece con vida (que no fue el caso del hijo del Zar “Iván el Terrible”), el daño que se le ha causado será la prueba más contundente, de la identidad profunda del sujeto agresor o que agravia. Y de lo que puede llegar a ser capaz. De ahí en más, o la Justicia o la víctima (según los casos) serán quienes decidan cuál será el desenlace de ese conflicto o de esa ofensa. De ese atentado, en realidad. Así como el rumbo que adopte la situación en los términos en que ha sido planteada por parte del oprobioso causante del suceso en el cual la crueldad se ejecutó.

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