Desde el ascenso de Hugo Chávez al poder en 1998 para instaurar su Revolución Bolivariana, el nombre del Libertador ha caído en boca de políticos, amas de casa, profesionales, estudiantes, obreros y empresarios por igual, perdiendo su simbolismo ante el exceso de simbología desparramada por todos los rincones del país. Venezuela sufre hoy un empacho de bolivarianismo; de ahí que sea pertinente devolvernos a épocas pretéritas cuando el prócer independentista gozaba de un sitial intocado e intocable.
Tiempo y memoria atraviesan el texto y la acción en el montaje sobre Bolívar, que el Grupo Rajatabla estrenó en los años ochenta en Caracas, pero no se enlazan, porque aquí el tiempo proustiano no es el que se recobra, sino el que todavía está por vivirse, pues se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. Por eso, la obrano se agota en el hecho de representar a un Bolívar que los actores volcarán hacia un presente escénico, sino que proyecta la figura del Libertador hacia un porvenir, en aquel entonces, deslastrado de las connotaciones amarillistas y populistas que tomaría en el siglo XXI.
La pieza que nos ocupa se genera desde un presente teatral actuado por prisioneros y funcionarios que, mientras ensayan una serie de episodios en torno al prócer, ejecutan con sus vidas la Historia y crean simultáneamente para ella las páginas que Simón Bolívar todavía no ha vivido.
Tal operación le exige al actor representar un doble papel cuando sale a batirse por su público en escena. Él es héroe y prisionero: arriba, uno; abajo, otro; en el centro, él. ¿Cómo efectuar entonces el cambio? ¿Cuál es la imagen que le permite sumergirse en su rol? ¿Entrar en el héroe? ¿Salir del prisionero? Se puede diferenciar así las dos tensiones surgidas cuando los funcionarios sienten que ya no se enfrentan con presos, sino con héroes. Esa imagen es justamente la del antihéroe, pues él está a medio camino entre ambas tensiones. En Bolívar, esto cumple una doble función: faculta al actor para mudar de personaje y muestra el lado por donde el Liberador se desgarra, porque ser hombre es el único punto frágil en el que el héroe puede quebrarse. En Aquiles es su talón, el cual es, como en el mismo prócer, intensivo y a corto plazo. Ambos avanzan allanando cualquier accidente del terreno porque son héroes, como diría Fernando Savater, “de piñón fijo”.
Bolívar se alza, atraviesa Los Andes y culmina la primera Campaña de Nueva Granada (1913) en poco tiempo, pese a la falta de fe de José Antonio Páez y de Francisco de Paula Santander y la negativa de Santiago Mariño de acudir en su auxilio. Tras seis escasos meses de haber tomado Cúcuta, regresa a Venezuela proclamando la Segunda República, aún con el fracaso de no haber podido liberar Nueva Granada y unificar ambas naciones.
Al ser héroe “de apisonadora”, no se doblega ante ese intento fallido —¿no se frustra, acaso, la primera tentativa griega para llegar a Troya desde Aulide?—, pues sabe que después podrá lograrlo, porque, en el héroe, la gloria no es ambición, sino destino. Pero su impaciencia no le permitirá aguardar, inactivo, los nueve años frente al sitio de Troya. La Puerta, en1814; su partida a Jamaica, en 1815, buscando evitar una guerra civil; el paso por Haití; la nueva expedición a Venezuela, en 1816, para luchar contra Morillo; el repliegue a Angostura, en 1817; Calabozo, en 1918, donde derrotará al realista finalmente, son las incursiones de Aquiles allanando el terreno para la victoria de Boyacá, en 1819, y la formación de la Gran Colombia a fines de ese mismo año. Incursiones fundamentales con el objeto de fijar un presente infinito, en el cual el héroe se vuelve inmortal por ser el único tiempo en que hace casa la memoria bajo la figura del poeta. Con este personaje, Bolívarcataliza los enfrentamientos entre funcionarios y héroes, y entre funcionarios y prisioneros, además de asegurar el presente continuo a lo largo de toda la producción.
La figura del poeta aparecerá en casi todas las escenas donde se inserta tal itinerario, desmitificando ambas realidades. El fusilamiento de Manuel Piar, el cuadro de los Generales, los encuentros de Bolívar con su maestro Simón Rodríguez, Manuela Sáenz y Antonio José de Sucre resaltarán a través de aquel personaje la figura del antihéroe. Con ello, el protagonista destruye al ídolo, pues el héroe es la porción divina del hombre; lo que lo acerca a los dioses y a la mitología y también, peligrosamente, al mito y a la adoración, a ser el dios de estampita en el que se ha convertido desde la llegada del chavismo al poder.
Quizás por ello, Bolívar rechazó siempre ese tiempo: “El presente no existe para mí—confiesa en una carta a María Teresa, su esposa, a los diecinueve años de edad—, es un vacío completo donde no puede nacer un solo deseo que deje alguna huella grabada en mi memoria. Será el desierto de mi vida”. “No permitirás que me transformen en un mito”, le pide también a Manuela en la obra, aun cuando reconoce que eso no estará en sus manos, ni en las de Sucre o Samuel Robinson. Y lo sabe, porque mientras ellos vivan el ser centro carecerá para Bolívar del lastre de la tragedia. Lo trágico vendrá después, del pulso de quienes ordenarán erigirle estatuas —una en cada plaza— a fin de hacernos olvidar al héroe a fuerza de obligarnos a mirar al ídolo; algo que la política venezolana reciente ha llevado hasta lo grotesco, al apropiarse de su cuerpo —desacralizando su tumba, exponiendo sus huesos a las cadenas televisivas y alterando digitalmente su rostro—, y mucho peor, prostituyendo su palabra.
Pero no es nuevo este tratamiento de la figura del héroe en las producciones del Grupo Rajatabla. En otras obras también ha estado latente la intención de hacer quedar al héroe en evidencia; mostrarlo, no por el costado de las hazañas —la otra posibilidad de despojarlo de su armadura—, sino por el de su reflejo. De ahí que el personaje del Erudito les prohíba a los prisioneros “pensar en los espejos”. Antes fueron Federico García Lorca y José Martí, y también troyanos y griegos lucharon por la posesión de sus cadáveres. Cuando el cuerpo deja de respirar, el héroe ya no está; queda su imagen en el vidrio, inerte y susceptible de ser moldeada al gusto de quienes emborronan la Historiao son especialistas en “tachar de las páginas los hechos que no debieron suceder”.
Ambas posibilidades marcadas, más con tinta que con un pedazo de tiza, sobre un suelo distinto al que sostuvo entonces la rayuela del Rajatabla, es decir, la cuartilla, cual pavimento desgastado por el tránsito incesante de una bibliografía muy extensa y, en gran medida, prescindible, alrededor de la existencia y obra del Libertador, que afortunadamente no se corresponde con un volumen teatral similar. Quizás porque la literatura pareciera ser una actividad más accesible al momento de escribir la Historia, por exigir un enfrentamiento menos verídico con sus protagonistas. “Con su presencia, los actores me convencen, una y otra vez, para horror mío, de que casi todo lo que he escrito hasta ahora sobre ellos es falso”, reconoce Franz Kafka en sus Diarios,del mismo modo en que Proust conservará hasta el final, frente a su cama-escritorio, un retrato de Sarah Bernhard, por otorgarle mayor veracidad que a su propia Berma.
Y si cito repentinamente a estos dos antihéroes es para decir que la validez de la visión de Simón Bolívar en la producción de Rajatabla proviene de su capacidad para hacérnoslo creer factible de error, a través de la escenificación hacia el futuro de los episodios más controversiales de su existencia. ¿Ordenó fusilar a Piar porque necesitaba consolidar su autoridad ante los demás generales y acabar con Mariño, más poderoso que este, hubiera puesto en su contra a parte de sus propios ejércitos? ¿Es la influencia de Manuela Sáenz más ficticia que real, al haber entrado en su tiempo después de los años cruciales de 1813 a 1820? ¿Podría ser catalogado, a la luz de los teóricos de hoy, como imperialista, fascista o comunista?
Al ser interrogado en torno a ello, Bolívar se refugia en la figura de Gérard de Nerval, al admitir su deseo de haber querido ser poeta y no estratega. Algo lógico, porque no puede olvidarse que, como buen romántico, el Libertador antepuso el sueño a cualquier otra realidad, con lo cual no solo rozó la verdadera inmortalidad, sino que extrajo de este la fuerza para llevar a buen término todas las empresas que pudieran parecer descabelladas: libertar a América del dominio español y crear la Gran Colombia.
Sin embargo, la realidad que descubre al abrir los ojos se le impone. El joven Werther se suicida y Bolívar se vuelve prisionero de su sueño cuando Argentina consiente la secesión de Bolivia, y Páez y Santander propician la tripartición de la Gran Colombia en 1826. Aquí, el hombre fracasa. El peso de haberse sabido siempre escogido para arrear a toda su gente y lograr la independencia lo derrumba. Solo Sucre estará allí; él será quien, como hijo de un mismo Zeus, tome el ejército que el Libertador le entregó poco antes de la Batalla de Ayacucho —al Santander arrebatarle a este el mando de los ejércitos de Colombia— y venza.
Bolívar no olvidará este gesto. Por eso, tampoco aceptará la inmortalidad que se le ofrece, mientras Cástor, tras haber sido asesinado en Berruecos, en 1830, deba permanecer en el infierno. Zeus permitirá que se turnen para poder estar ambos entre los dioses, pero no así la Historia, pues sus artífices no serán quienes la escriban. Ellos ya no son de este mundo y otros podrán modificarla a su antojo.
Simón Bolívar queda, pues, abandonado de todos tras liberar a la América española del yugo europeo; quizás porque, como escribió Rufino Blanco Fombona, “le sobró genio y audacia; pero le faltó vida y sobre todo le faltó pueblo”. Una realidad que, en la dramática encrucijada actual donde se encuentra Venezuela, se torna mucho más mordaz, pues la esclavitud del hambre y el miedo con que el Estado mantiene subyugado al pueblo, le impide alzarse contra su verdugoy reestablecer la democracia perdida hace ya dos décadas.
Cuál mejor espejo que elQuijote:su lectura preferida al final de su vida mortal en San Pedro Alejandrino, para enfrentar al héroe y comprobar que su reflejo es la imagen del Caballero de la Mancha. Frontera absoluta entre delirio y sensatez. Su última demostración de rebeldía: la confesión, a Sancho, de su locura.