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Silvina Ocampo: la voz irreverente (II)

Me propongo desarrollar en esta segunda parte de mi trabajo algunas hipótesis de lectura en torno de las cuales considero que son los puntos más destacables que la poética de Silvina Ocampo despliega en su dimensión creativa más insular.

Me referiré en esta sección entonces a las dos únicas novelas que ella escribiera por su cuenta (una de ellas póstuma) y no en colaboración. Motiva tal decisión el hecho de que un abordaje en profundidad de las mismas permitirá realizar un cotejo más interesante a mi juicio respecto del que suele ser más frecuente, centrado en su producción cuentística o lírica, las dos vertientes dominantes de su escritura, por las que es más conocida. De este modo, tendremos la oportunidad de apreciar a una Silvina Ocampo cultora de un género por el cual no ha sido quizás apreciada, ni tan estudiada en los abordajes críticos. Menos aún consagrada. Así, un panorama más completo respecto de su poética se abrirá en lo relativo a las investigaciones sobre su imagen de escritora y su poética.

“Los grandes escritores son los que no entienden lo que escriben; los otros valen poco”. Esta frase metapoiética pero formulada en clave casi humorística, propia de la crítica o la teoría literarias, incluso, no está extractada de un libro de ensayos o artículos para adultos, de un tratado de estudios literarios que Silvina Ocampo hubiera podido leer o acaso escribir en algún momento de su vida; ni tan siquiera de una entrevista a un escritor o escritora agudos. Es una de las primeras frases de su novela La torre sin fin. Ya desde las primeras páginas de su novela juvenil, Silvina Ocampo pone en evidencia la prodigiosa confianza y respeto depositados en el lectorado juvenil, sellando un inicial pacto de lectura. Según sus palabras, este se trata de un público que ella consideraba “el más exigente”. Lo sabemos: el lectorado infantil y juvenil es el menos complaciente con los escritores. Cuando algo no le interesa, no le sirve para sus inquietudes, no le gusta o incluso (aunque pueda parecer mentira) no le parece bien escrito, bosteza y prescinde del él. No tiene ni temores ni escrúpulos ni reparos en hacer ninguna clase de ridículo o de cometer una infracción al cerrar sus tapas, porque la lectura, para el público infantil es otra forma del juego. Lo lúdico y la dimensión intelectual están tramados porque para ellos son efectivamente lo mismo o, al menos, en esos términos deberían darse idealmente. El niño lee jugando y juega leyendo.

Precisamente Silvina Ocampo, que debe de haber padecido en su rígida educación con las institutrices típicas de las clases acomodadas de su generación en Argentina, interviene haciendo circular versiones de la infancia donde los protagonistas son niños audaces, corren riesgos, peligros y no temen ser imaginativos ni acometer empresas que les resultan arrojadas e inesperadas. En la bizantina discusión entre “literatura para adultos” y “literatura para niños o infantil”, Ocampo pareciera hacer propias las palabras del teatrista y escritor argentino Hugo Midón: “no existe una literatura para niños y adultos, existe una literatura, apta para todo público”.

La torre sin fin, fue publicada y distribuida en España en 1986, tal como lo señalé, por la Editorial Alfaguara con ilustraciones de Gogo Husso. El libro pasó desapercibido tanto allí como en Argentina, donde ningún otro editor manifestó interés por sumarlo a su catálogo. Agrego a lo ya señalado, que posiblemente la indiferencia hacia el libro haya tenido que ver con la circunstancia de que la variante del español rioplatense de Ocampo, si bien no conlleva obstáculo alguno para ser leído por un público ibérico (como no lo son los libros españoles para los argentinos en tanto y en cuanto son traducciones de libros extranjeros como cuando son de autores oriundos de esa nación), no obstante la variación lingüística podría haber llevado (sospecho) a que el público mostrara alguna clase de reticencia. Una autora argentina que escribe literatura juvenil en España diera la impresión de ser una figura ejemplar de lo que los lectores no suelen tomarse demasiado en serio cuando en su país desembarcan propuestas estéticas mucho más atractivas a sus ojos o bien las locales que gozan de prestigio.

Este libro construye un lector ideal sin subestimarlo, invitándolo a crecer, a indagar, a curiosear, a investigar sumiéndolo en los meandros de los misteriosos senderos del universo, tanto el empírico como el onírico o el fantástico. La novela, ya desde su título, sienta las bases por analogía de un cosmos sin fronteras ni físicas ni metafísicas.

Escrita bajo la advocación expresa de Lewis Carroll, y sus tan celebradas Alicias (de hecho Alicia aparece no sólo como intertexto literario implícito sino como personaje de la trama de la novela), La torre sin fin es didáctica en un sentido por completo distinto del que suelen serlo los libros para el público juvenil en general. Lejos de las pedagogías de la virtud o el castigo o de mensajes edificantes, el libro, sin insistir, distingue, a partir de sus procedimientos constructivos y sus contenidos, la buena de la mala literatura, trazando un límite aleccionador de modo elocuente. Para ello, dispersos por aquí y allí, hay frases, pistas, indicios, bajo la forma de nociones formativas para un lector joven. Por ejemplo, la narradora indirectamente señalará que el libro alternará en ocasiones la primera con la tercera persona (sin solución de continuidad y sin transiciones) y que las palabras cuyo significado pueda ser complejo o desconocido, serán escritas en itálica (“macabra”, “discernir”, “aviesamente”, “baldaquín”, entre varias otras). Es decir, Ocampo no niega el universo adulto y su modo de hablar a partir de esa complejidad. Pero brinda soluciones paratextuales y metatextuales para que un lector inexperto o que se está iniciando en la aventura de internarse en los libros lo haga con acierto, munido de la información para realizarlo. Y la autora lo hace mediante enunciados elaborados. Aclara que la mencionada distinción obedece a la necesidad de separar lo inteligible de lo ininteligible, y que se trata de una invitación para que los lectores se sumerjan en los diccionarios y se consagren a las búsquedas de los significados. Quien invita a investigar un significado, propone un peregrinaje, promueve el gesto y el hábito de la curiosidad (la picardía, la travesura, la transgresión, el descorrer velos e indagar en los sentidos ocultos, por qué no decirlo), allana el camino al señalar que hay soluciones concretas para dilemas que parecen no tenerlas, y más aun, invita a salir del tejido de un libro para entrar en otros. De modo que ese dispositivo textual diseñado por Silvina Ocampo condensa desde la misma literatura (y no desde aclaraciones, consejas, directivas u órdenes) una serie de estrategias a partir de las cuales contribuir a formar lectores inteligentes, a iniciarlos gratamente en el mundo del conocimiento, la imaginación narrativa y las bibliotecas.

El libro trabaja con figuras que verosímilmente comparten con los tradicionales las de orden maravilloso, pero realiza una suerte de adaptación a la situación al español del Río de La Plata. Lo mismo ocurre con la literatura de autores como Lewis Carroll, Oscar Wilde, James Barrie, entre otros ingleses o irlandeses. Es decir, construye cuentos maravillosos modernos, según concepciones de la niñez contemporáneas y no arcaicas o de anacrónicas versiones (por lo general victorianas), que terminan siendo conservadoras, repitiendo un orden literario establecido sin ser innovadoras ni de concepción novedosa. Además de fijar el sentido en ciertas estructuras cerradas y unívocas, impidiendo recorridos diversos por otros itinerarios que alumbren y asombren desde perspectivas también sensibles. Y que sea capaz de desplazarse por el sentido desde lo concreto hacia construcciones del pensamiento abstracto en todo caso como una operación a la que solo la buena literatura es capaz de formular desafíos.

Asimismo, si bien la novela es rica en el despliegue de imágenes visuales, colores, contornos, formas (difusas y claras, lo que produce un efecto de refracción, donde la incertidumbre o la seguridad de los contornos se desdibuja), logra hacer confluir sus dos vocaciones: el lenguaje pictórico y el lenguaje poético en un mismo acontecimiento estético. De hecho tanto los personajes de Leandro, el protagonista, como del Diablo, pintan o son pintores más o menos dotados. El lector pondrá en juego las competencias de decodificar desde el lenguaje y desde los códigos propios de las artes plásticas el mundo interno que la novela ensaya y construye. O, en todo caso, de la representación literaria de esos códigos. El despliegue plástico adopta matices espontáneos en la escritura de Silvina Ocampo. No constituye un trabajo esforzado sino que naturalmente forma parte de su poética. De modo que esta amplitud de recursos se muestra maravillosa para una mente infantil ávida de estímulos de todo orden, no solo del verbal e intelectual. Mediante el código verbal el niño o el joven se sumergen en el universo de la plástica y en la problematización de la mímesis y la representación.

El protagonista de la novela luego de la visita a su hogar de un personaje de apariencia siniestra que resulta ser el Diablo, se encuentra mediante la intervención del Diablo mismo bruscamente confinado en una torre cuyas puertas conducen a otras puertas. A lo largo de esa suerte de eventual claustrofobia que comienza a experimentar como un estado que se desprende de los sucesos, vemos que la acción tiene lugar en un espacio cerrado y al mismo tiempo interminable, al estilo de los laberintos o, más aún, de los castillos góticos del siglo XVIII británico. Por allí irán desfilando una corte de personajes tanto humanos como animales, que le revelarán algún aspecto de la condición humana. Leandro tiene el poder de que lo que pinta se vuelva real. De modo que, mediante el artificio de la pintura, queda plasmada la manera en que el arte en general, mediado por un trabajo hábilmente realizado por manos diestras, es cierto, hace irrumpir en el orden de lo real algún tipo de forma u objeto a la que se le otorga significados sociales mediante condensaciones de sentido. Lo que se escribe o se nombra pasa de inmediato a existir, como un conjuro o un hechizo, afirmación que dialoga con algunas corrientes del pensamiento filosófico e incluso religioso más atávico. Incluso el arte, planteado en estos términos, sería una prefiguración del ser, anticiparía la realidad de futuros seres, su condición previa de existencia. Así, arte y ontología se entrecruzan para conformar una trama que los vuelve inseparables y les confiere a los jóvenes la posibilidad de pensar el dibujo y la pintura como una fuente de lo que puede existir y no solo algo que se puede hacer. Pintar no consiste solamente en crear representaciones inofensivas del mundo sino el mundo constatable mismo, lo que lo vuelve más terrible, más peligroso, pero también más providencial y hasta más seductor, porque es capaz de salvarnos de tragedias o de amenazas. También de ocasionarlas, por supuesto.

El texto, siguiendo una sintaxis onírica, por momentos llegando al nonsense, (de allí la invocación a Lewis Carroll) se vuelve perturbador, pero nunca angustiante. En este sentido, Silvina Ocampo de modo inteligente introduciendo en el universo infantil nociones axiológicamente connotadas de modo negativo no las hace llegar jamás a un punto intolerable para un niño y que en él puedan provocar una ansiedad angustiosa. La novela logra hacer que el joven sucumba (siempre con encanto) al universo de una cierta confusión de certezas o convicciones cuyas premisas jamás se había propuesto problematizar.

Luego adopta múltiples recursos para narrar: diálogos, cartas de amor, descripciones. También, como no podía ser de otra manera en un texto de estas características, acontecen hechos insólitos, aparecen personajes mágicos (pero no milagrosos, porque no corresponde a un cosmovisión religiosa) o bien personajes ordinarios con atributos prodigiosos, situaciones o escenas temidas (debidamente conjuradas merced a algún tipo de intervención que limita el posible malestar o la complicación). En una habitación contigua a la que está Leandro, por ejemplo, él ha logrado confinar a una serpiente y a una araña pollito y encerrarlas bajo llave.

Y si por fin Leandro, no sin esfuerzos, sale de la torre (quizás para penetrar en otro espacio no menos interminable como, bien mirado, puede serlo el propio mundo), lo hace transformado, nutrido de experiencias, del contacto con nuevos seres, objetos, personas y las emociones novedosas que comparte con los lectores que tuvieron la dicha de acompañarlo escalón por escalón, puerta a puerta, a través de una temporada que ni siquiera al cerrar el libro, lo sabemos por nuestra historia de lectores, deja de seguir resonando bajo la forma de un eco incesante.

La segunda de sus novelas, de carácter póstumo, La promesa, recién se dio a conocer en 2016. La obra resulta desconcertante narratológicamente y, por otro lado, se inscribe en una cierta tradición universal. Además de un abordaje narratológico y de contenidos de ella, me pareció relevante hacer un trabajo acudiendo a fuentes porque se trata de uno de los libros a la luz del cual todo el corpus de la autora debió ser revisado. Al develarse sus archivos y encontrarse con esta obra, se entabló un diálogo que hizo revisar la mirada que se tenía de Silvina Ocampo como la cuentista y poeta por excelencia más cercana al grupo que lideraba la figura de Borges, quien la consideró efectivamente la voz poética femenina más importante de su generación.

Pero sumerjámonos (valga el pleonasmo, como se verá) en la así definida como novela, La promesa, cuyo título fuera variando a lo largo del tiempo (según sucesivas variantes redaccionales). Se trata de un mecanismo narrativo para nada renovador ni radical, salvo por el conjunto de dibujos que emanan de su pincel de escritura: historias dentro de una historia central. Ocampo aquerencia una tipología literaria narrativa como la de las Mil y una noches o los Canterbury tales de Geoffrey Chaucer. Referiré sintéticamente su argumento para ser más ilustrativo. Una mujer, para el caso la narradora, cae de un barco, en tanto se mantiene a flote o, vagamente, en una balsa, y refiere una serie de historias, guiándose más por los personajes que las protagonizan que por las historias propiamente dichas organizadas en su devenir. Encabezada cada breve parte de la novela con un nombre propio y su correspondiente apellido en itálica, en ocasiones repetidos hasta lograr una sobresaturación de temas, Ocampo traza una constelación de imaginación narrativa en la cual no están ausentes ninguno de los rasgos propios de su ficción: nombres y apellidos absurdos, ambiguos o infrecuentes. Otros que combinan nombres con apellidos de modo irreverente, muchas veces aluden a contenidos de sus caracteres o a la trama que será narrada, escenas de crueldad infinita o candidez extremas (o ambas mezcladas), caprichos, anomalías, inocencia, transgresiones a toda ley social que pretenda universalizar tanto el género, la clase social u otras categorías de la organización cultural normativa.

Quien promete (tal es el origen del pacto narrativo de esta estructura desde su afán titular), se compromete a dar cuenta de un universo de expectativas trazadas previamente o de un regalo. Un juramento exige de su consumación mediante la comunicación, de una complicidad. En este sentido, la novela se torna fragmentaria, dispersa, difusa, disipa sus límites como tal. Por momentos llega a ser errática. Existen esos instantes en los que la narradora alude a la circunstancia del marco de los relatos enmarcados. Esos párrafos nos recuerdan que estamos leyendo una novela y no un mero libro de cuentos engarzados. Esto es: son indicaciones metanarrativas. Ahora bien: Ocampo promete una novela. ¿Cumple con esa promesa y, en algún sentido, con esa consigna? ¿al comprometerse cumple con ese quehacer? Mi respuesta es: sí y no. A la vez. Por un lado escribe una anti-novela: no hay finales inesperados o sensatos, ni siquiera efectistas; tampoco previsibles. No está presente un narrador o narradora nítidos (pero sí una dominante) sino un conjunto de ellos, dispersos; no existen capítulos salvo la indicación sucinta de nombres propios y apellidos que como una notación van pautando la división del relato mayor y que, unidos, darán, sí, la idea de conjunto. Por otro lado, se inscribe en una tradición altamente fecunda en Oriente tanto como en Occidente, según la cual ese contrapunto arborescente o, mejor dicho, acumulativo y que pierde sus contornos, regresa a la savia y revitaliza a la especie, en este caso literaria. La serie no forma un argumento sino que atomiza una trama que en cambio está armada como una sumatoria de cuentos, que es lo que me parece sería más preciso afirmar. Y en esta dispersión la así llamada novela decae en tanto que género, al menos en su acepción convencional. Salvo que se tome a La promesa como una gran innovación en este terreno narratológico, no le encuentro un principio constructivo consolidado ni rasgos de adscripción que puedan, por lo tanto, suscribir su pertenencia a ese género en su vertiente más familiar. En todo caso, Ocampo, mediante una operación desfamilizadora, opera sobre el género de modo corrosivo.

Abordando el costumbrismo, los espacios claustrofóbicos (zoológicos, piezas, salones, sótanos), las travesuras, las golosinas, las relaciones humanas más ambiguas pero también más ricas en matices, en su ruptura con el sentido común, sus personajes, cumple asertivamente lo que ha prometido. Y lo hace, esta vez sí, desde un ángulo no obstante novedoso en lengua española. Ocampo juguetea con la tontería, la hilaridad, el nonsense, los detalles más macabros en los contextos más inocentes (lo que importante una vez más un oxímoron desde el plano retórico narratológico). La promesa es un intento de una tozuda cuentista por alcanzar una zona de la experiencia narrativa prácticamente desconocida por ella en su práctica escrituraria pero anhelada o largamente acariciada. Lograda con prudencia de escritora consumada y bajo una forma incongruente respecto de la habitual, satisfactoria en su sentido más pleno, sí se muestra como lo que es: una autora intrépida. La mejor lección de su poética.

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