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Siempre Nueva York

Mucho ha cambiado la dinámica urbana desde que llegué a Nueva York en octubre de 1987 para quedarme, tras una estancia de dos años y medio estudiando en una universidad en mitad de los campos de maíz de Illinois. Fue aquel un momento de transición, entre la capital industrial surgida de la postguerra, donde la vida estallaba desde los barrios étnicos y gentiles, a la del agresivo capitalismo actual que ha buscado borrar la memoria local para erigir una metrópolis híbrida y globalizada.

Casi la mitad de mi vida ha transcurrido entre sus calles, que recorro aún hoy buscando los restos de aquella en la cual me sumergí al echar ancla. Como un arqueólogo urbano, analizo los restos aún visibles de locales, pertenecientes hoy a las grandes cadenas transnacionales que una vez fueron cines, teatros, librerías, diners, carnicerías, pescaderías, pastelerías o fruterías. Muchos de ellos, negocios familiares donde te saludaban al entrar y sabían exactamente qué irías a comprar antes aún de haberlo verbalizado.

Hoy Nueva York es una inmensa y astronómicamente costosa vitrina, donde la vida se exhibe y se retira a una velocidad vertiginosa. Por eso anotar fracciones de esa vorágine nos permite capturar instantes en el tiempo, a fin de asegurarnos de que lo vivido no era solo un espejismo, especialmente cuando la ciudad se reconstruye cada vez más como la simulación de lo que una vez fue.

En tal sentido, caminar ahora por el mercado de la carne cerca del río Hudson y la calle 14, implica toparse con hordas de jóvenes veinteañeras entrando a las boutiques, restaurantes y hoteles de moda. Arquitectura retro enmarcando los estilettos en minifalda sobre las piedras que, por décadas, sólo toleraron el peso de los camiones frigoríficos, prostitutas, y el deseo de hombres en vía hacia los bares de cuero y clubs de sexo.

Pasear por Times Square también se constituye igualmente en un ejercicio de simulaciones controladas, donde el plástico y el neón de las cadenas comerciales han arrasado con la piedra y el mármol de los cines en que prácticamente se originó este arte. Aún los teatros han perdido el nombre de los actores que crearon allí personajes inolvidables, para enarbolar el logo de las corporaciones con cuyo dinero se ha remodelado, con materiales baratos, lo real que muchas veces esas mismas corporaciones contribuyeron a destruir.

Esto es así pues lo que ha animado la vida de Nueva York desde el advenimiento de este milenio es, fundamentalmente, la vida de los suburbios. En el pasado, la gente escapaba de ellos para mudarse a la ciudad, hoy viene aquí para transformar la vida urbana y adaptarla a su forma de vivir suburbana. Y es que desde los años sesenta, esta y otras ciudades norteamericanas entraron en un proceso de deterioro que no obstante atrajo a artistas, actores, escritores, entrepreneurs de la noche, y generaron, como el París y el Berlín de entreguerras, un tejido cultural de gran riqueza y diversidad que el empuje de Walgreens, K-Mart, Chipotle y Starbucks ha aniquilado.

Estaciones de metro, como la de la calle 72 y Broadway, cafeterías como E J´s luncheonette en el Upper East Side, nuevos lofts, en el West Village, o las calles del South Street Seaport buscan reproducir sintéticamente la piedra, el cobre y las maderas del pasado, a fin de vender a las nuevas generaciones una ilusión de tradición y autenticidad, pero deslastrada de lo que hace real una ciudad, es decir, la fricción humana e industrial con todo lo que ello conlleva. Se busca, para los neoyorkinos de hoy, el look urbano aunque con la quietud y el carácter puramente residencial de los suburbios donde la mayoría de ellos crecieron. Por eso presionan a las autoridades para que acaben con todo aquello que produzca ruido, olores o tenga que ver con lo auténtico; y frecuentemente se destruyen detalles históricos en los edificios, como añadir balcones metálicos en fábricas reconvertidas, para que los inquilinos puedan disfrutar del suburbano entretenimiento de las parrilladas al aire libre.

Barrios de gran tradición cultural se ven invadidos por una identidad artificial, cónsona con la mentalidad corporativa, que acuña nuevos nombres como Nolita (North of Little Italy) para especular con el valor de las propiedades; o conservan el del pasado (Hell´s Kitchen) buscando contrastarlo con los nuevos hoteles y edificios de lujo, puestos a ampliar el abismo entre una minoría de ilimitado poder adquisitivo y una mayoría modesta que acaba siendo desplazada. Se borra entonces el carácter multicultural de los vecindarios y hoy en el Village, el Lower East Side, SoHo, TriBeCa la única diversidad racial está constituida por las nannies caribeñas o afroamericanas empujando carritos de rubios bebés, y por los asiáticos y mexicanos que en sus bicicletas llevan la comida china, el sushi y las pizzas hasta viviendas cuyos ocupantes parecen extraídos de los prados de Scarsdale o Westchester.

La sensibilidad suburbana que se ha apoderado de Manhattan ha convertido la isla en un gran centro comercial para turistas, al tiempo que museos y teatros montan espectáculos de entretenimiento masivo acompañados por la venta de mercancía tipo Disney. Asimismo, las enormes camionetas sustituyen a los elegantes autos del pasado, los retro-bars ocupan antiguos clubs populares, farmacias y ferreterías son suplantadas por CVS y Home Depot, ancianos y niños que se sentaban en los portales son borrados por parejas paseando a sus perros, y la ropa elegante da paso a la deportiva, con lo cual la ciudad parece un gigantesco suburbio. Además, el auge tecnológico aísla a los jóvenes en sus casas, impidiéndoles desarrollar sus habilidades para socializar, y públicamente exhiben hoy un comportamiento más torpe que el de los muchachos pueblerinos veinte años atrás.

Todo ello siempre en aras del progreso, no es sino la excusa del poder económico para enriquecerse a costa de la gente que, forzada a actualizarse constantemente, ve cómo su café con leche a 50 centavos se ha transformado en el latte a 5 dólares, el popsicle a 10 céntimos es la dove bar de cuatro dólares, los dungarees obreros a 10 son los Guess jeans a 200 dólares, y la cafetería del barrio ha dado paso al espresso bar quintuplicando en la metamorfosis sus precios.

A pesar de tantas mutaciones, Nueva York sigue siendo la ciudad más sola del mundo, la diferencia estriba en que esas soledades ni se drogan ni fuman ni beben ni tienen tanto sexo como antes. Manhattan es demasiado caro y complaciente. La gente que motorizaba la diversión más ingeniosa en los clubs y las extravagantes fiestas se ha esfumado. Es, sí, más segura, al menos por ahora, si bien el terror internacional que se ha cebado con Gotham tiene ya otros nombres y otros propósitos.

Pero la ciudad que nunca dormía, sin embargo, por el estrés, la larguísima jornada laboral sin lugar para los legendarios almuerzos del pasado, y el consumismo exacerbado, cae rendida antes de los postres. La música que colectivamente se disfrutaba en Studio 54, The World, Area o M K es hoy una cajita con audífonos colgando del cuello y bailar no es más la promesa de un cuerpo encontrado al azar en el desenfreno de la noche.

En mis paseos de flâneur por esta urbe, suelo detenerme frente a algún negocio anodino e irrelevante, visualizando ahí lo original y particular que tuvo ese mismo espacio años atrás. Si tengo suerte, el entramado de un mosaico, la voluptuosidad de una cornisa, el intrincado trabajo artesanal de un techo, sobreviven cual restos flotantes de un naufragio, entre lo genérico de los productos allí expuestos. Entonces ese Nueva York particular vuelve a cobrar sentido ante mí, brindándome un instante de oro tan fugaz como inmediato, pues la ciudad no está ya para contemplaciones, elucubraciones, descansos o tanteos. Exige el paso rápido y ágil a fin de sortear a los incontables turistas detenidos en mitad de la calle y a los viandantes parando en seco en medio de una congestionada escalera del metro para manipular sus celulares.

La enajenación tecnológica ha venido acompañada por la falta de curiosidad de la mayoría hacia todo aquello que no se refleje en su pantalla, perdiendo consecuentemente la oportunidad de interactuar con el entorno y abandonarse al azar de un encuentro fortuito o una mirada cómplice, con lo cual la gente navega entre el concreto completamente aislada de lo que ocurre a su alrededor. Un alrededor que solo cobrará sentido cuando quede atrapado en una fotografía y se difunda en las numerosas plataformas virtuales, absorbiendo lo mejor de sus horas consignadas, futuramente quizás, en la escritura de algún autor todavía por abrir los ojos al mundo.

La mía, por su lado, se nutre hoy de todas estas transformaciones, tensiones y conflictos, en una labor de sintonía y distancia conmigo mismo y con la ciudad más entrañable. Por eso los textos hilvanados hoy entre sus rascacielos, tienen tanto o más que ver con la intuición y el afecto, que con la reflexión y el análisis, al interior de un mundo en perpetua disolución, resurgimiento y cambio, cual ingredientes sintomáticos de esta contemporaneidad.

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