Los ensayos habían transcurrido en absoluta armonía. Trabajar con él era no sólo un aprendizaje sino un honor. Descubrí que el gran actor reposaba en el alma de un hombre fuerte y generoso, sensible y honesto, complejo, turbulento. Nunca tenía dinero para almorzar, siempre le pagábamos la cuenta entre todos. El trabajo fue cordial, alegre, agradable… hasta que llegamos al día antes del estreno:
– Lupe, no imaginaba que tenías el talento que tienes…
– Me honras, Alexander. Yo te admiro mucho.
– He aprendido a respetarte y a quererte. Por eso te tengo que decir que mañana lo que habrá detrás de la cortina, será gente, público. Ya no será lo mismo. Cuando la sala se llena yo salgo a matar. Y te lo tengo que advertir.
Él pagó esta vez. Los dos almuerzos. Yo estaba desconcertada, más aún, me dio miedo. No sabía qué esperar. Me miró afilado, el trance había comenzado.
El estreno bello, los aplausos suntuosos, nada que temer. Y así siguieron las funciones, en sana paz. Hasta que el director, que nos había dejado huérfanos por un tiempo, volvió de visita y se sentó en el patio a ver la función.
– Lupe, ¿qué le pasa a tu personaje? Habías construido una mujer espléndida de gestos largos y anchos. ¡Estás enjuta! Como si te hubieras encogido…
Fue entonces cuando me di cuenta de que Alexander me había estado cercando, reduciendo cada vez más el espacio que le es vital a todo actor sobre la escena para propagar su invención. Y sobre todo este personaje de gestos largos…
No sabía qué hacer. ¿Hablar con él… reclamarle… pedirle una explicación? No, él me lo advirtió, la explicación me la había dado de antemano. ¡Cómo no me di cuenta! Me sentí decepcionada, traicionada… tonta. Llamé a Tania:
– Lupe, los problemas de la escena se resuelven en escena, no en el camerino. ¿Tú personaje no usa un cigarro en la mano con una boquilla larguísima?
– Si…
– Pues úsala, que para eso la tienes. Exprésate en toda la extensión de tu brazo, prolongada en la boquilla, el cigarro… Si él se quema la retina, será porque se acercó demasiado.
Me armé de valor y sin mirarlo me extendí en escena, todo lo que daba, recuperé la gestual del personaje y él supo esquivar el golpe, acomodarse a mi dignidad restablecida.
Al terminar la función, me visitó en el camerino;
-Carajita, ¡por fin! ¡Yo pensé que no te ibas a dar cuenta nunca!
Y se rió con su carcajada esplendorosa. Nos abrazamos. Y aun le agradezco a Alexander y Tania lo que me enseñaron: la honestidad en el teatro es hasta las últimas consecuencias, porque es en el arte, dando y dando, que las peleas se dan peleando.
Es muy triste descubrir que hay gente que no lo vive así, que envejece en el oficio sin comprenderlo. Que cuando llegan a ser dueños de teatros dejan de hacer el teatro que los llevó hasta allí y no se comportan según el código ético que rige el oficio. Porque un teatro que se presta a llevar agendas ocultas en disfavor de los artistas, no se distingue de la policía represora de dictadura cuando simplemente aparecer en la agenda telefónica de algún militante podía llevarte a la cárcel. Que un teatro te cierre las puertas por razones distintas al teatro que haces, es así de abominable. Más brutal aun si las razones no se esgrimen de frente, corren entre bambalinas, a oscuras. Pero los problemas en el teatro no se resuelven entre bambalinas, ni en la oficina mientras la escena descansa en silencio ¡No! Se resuelven en la escena, simplemente porque en escena… no se puede mentir.