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Adrian Ferrero

Sexualidad y prejuicios: el daño evitable

No soy yo el que insiste en abordar este tema de modo machacón sino las preocupantes noticias de los diarios y la realidad empírica que me rodea que confirman cotidianamente la necesidad de una intervención de señalado énfasis, fundamentada, indicando una inmadurez social alarmante. Es un tema sobre el que he reflexionado a fondo y luego dialogado con expertos, quienes han leído mis artículos o han acordado conmigo en los puntos y enfoques con que suelo abordarlos así como el tono que adopto para hacerlo. Quiero decir: ni enfadado ni distante. Sí de un descomunal asombro por la sorprendente actitud medieval en que se empecinan grupos o neoconservadores o de trasnochadas personas en torno de temas que deberían, a esta altura de la civilización, estar ampliamente superados. Me siento interpelado por el asunto que abordaré a continuación sencillamente porque la condición humana desde el punto de vista ético me resulta de urgente de atención. En todos los planos. No solo el del género. Por otra parte, soy escritor y crítico literario. Tengo un doctorado en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). No soy sociólogo o una persona especialista en ciencias sociales. Me manifiesto preocupado por la igualdad de género en el caso de las mujeres también. Pero no me quedo ni en la mera queja ni en la inconducente reciprocidad de una posición agresiva frente a las actitudes beligerantes de los emergentes, lo que la jerga ha decidido denominar patriarcado. Mi mirada es la de un observador crítico acerca de un estado de cosas imperante alrededor de un fenómeno que dista muchísimo de haberse revertido.Quien piense lo contrario es un ingenuo o no presta atención al universo social en el que está inmerso. O, en el colmo, actúa desde la desaprensión. Por otra parte, salta al vista porque resultan sintomáticos o los silencios o las irritaciones sensibles a este tema. O bien los vacíos, ataques o despreocupación del semejante a que se somete a las personas que afrontan estas problemáticas de raíz, sin eufemismos ni tangencialmente. En efecto, afrontar asuntos considerados tabús tiene un costo. En ocasiones alto. En lo personal, al no considerar que incurro en ninguna clase de falta o de comportamiento improcedente más que el de realizar, eso sí, un desenmascaramiento de posiciones que estimo retrógradas para una sociedad saludable, esa sociedad emite mensajes hostiles hacia quien denuncia un estado de cosas ilegítimo. Pues así acontece en el presente caso. Y castiga procurando hacer callar al que pone en evidencia dicha ilegitimidad. A quienes, de modo desafiante, hacen astillas la doctrina que les fue impartida. El sujeto en rebelión lo hace de muchas maneras. Desde ejerciendo la discriminación, haciéndolo víctima de un supuesto desprestigio, evitando que intervenga en la esfera pública con declaraciones importantes en razón de la revelación de datos confidenciales. O bien declarándole la guerra echando a rodar rumores o chismes sobre la persona insurgente. En lo personal no temo estos procesos, que no resultan inesperados. Son la repercusión inmediata del agresor que se ve puesto en evidencia, visibilizando su comportamiento arbitrario. Pero daría un paso más allá: agraviante.

Hay un significativo título de un tipo de libros de ensayos del extraordinario escritor argentino Héctor Tizón, No es posible callar (2004). Pues a mí me sucede exactamente eso mismo. En la medida en que se produce un discernimiento en torno del acontecimiento problemático o traumático. En tanto es detectado en sus causas o sus razones que no tienen fundamento atendible, esto es, son sinrazones, ideas recibidas de modo completamente incuestionable. En tanto ponen el acento en una dimensión de los seres humanos tan primordial para que se realice como sujeto de cultura. En tanto son razón de desdicha e infelicidad, de depresión, de angustia y melancolía. . En tanto son factor de enfermedad privada y social. En tanto atomizan a una sociedad y la ponen en confrontación. En tanto son fuente de conflictos internos y externos para los sujetos, sumiéndolos en una ansiedad nerviosa. En tanto no sirven para que las personas vivan en plenitud, digo con Héctor Tizón: “no es posible callar” en lo relativo a muchas causas, sobre las que ya me he pronunciado. Esta es una más, entre tantas.

El Diccionario de la Real Academia Española (RAE) define la palabra “prejuicio” como “Opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal”. Y lo opone a la palabra “conocer”, que significa “Averiguar por el ejercicio de las facultades intelectuales la naturaleza, cualidades y relaciones de las cosas”. El Diccionario de uso de María Moliner (Madrid, Ed. Gredos, 1981), un diccionario de referencia para todo trabajo intelectual competente en lengua española, define la palabra “prejuicio” como “Juicio que se tiene formado sobre una cosa antes de conocerla”. “Generalmente tiene sentido peyorativo, significando ‘idea preconcebida’ que desvía del juicio exacto”. Y como segunda acepción, en un sentido más amplio, agrega: “Idea rutinaria sobre la conveniencia de las acciones desde el punto de vista social, que cohíbe obrar con libertad” (pág. 877). Estas definiciones puestas en directa relación con las sexualidades alternativas, que se despliegan, de modo incesante, sobre la superficie social, me parece que dejan a las claras cuál es el punto de vista que rige sobre ella. Circulan discursos sociales (opinión social en definitiva) sobre ella, que son las que hacen trazar determinadas hipótesis y atribuciones a sujetos o prácticas sociales y sancionarlas. Este punto me parece clave.

Como ya me he pronunciado en lo referido al tema, tomaré unas notas parciales, pero significativas, que permitirán profundizar en una cuestión que, desde mi punto de vista, para una sociedad con ideales demócratas y pluralistas, ávida de tolerancia y paz resultan ya no digamos graves, sino preocupantes en lo relativo al trato hacia el semejante, en este caso, los homosexuales, tanto femeninos como masculinos, bisexuales, o casos transgénero. Respecto de este último tema no tengo la menor competencia. Sí remito, para tal estudio de caso, al magnífico libro de la psicoanalista argentina Silvia Bleichmar, quien acompañó durante un proceso incluso jurídico a un caso perteneciente a lo que se suele denominar transgénero. El libro se titula Paradojas de la sexualidad masculina (Bs. As., Ed. Paidós, 2006) y no aborda solo un caso sino el tema de la identidad masculina como fenómeno a desentrañar. Si bien el tiempo histórico ha modificado en grado sumo las condiciones de la sociocultura y concretamente las jurídicas, las políticas gubernamentales en torno del género, entiendo que el abordaje psicoanalítico no ha perdido vigencia y hasta puede haberse agravado según los contextos lo demuestran.

La infancia suele ser un edén bastante parecido a la indiferenciación entre varones y mujeres en lo relativo a la hostilidad por cuestiones de género, excepto que exista violencia o abuso por parte de adultos. Pero entre pares pareciera que así sucede. No obstante, en términos normales, si bien sabemos que el género comienza a construirse desde el ingreso del sujeto al orden de lo social, al mundo de la cultura, su cultura aparentemente no vive una etapa erizada de conflictividades como sí lo será de modo mucho más pronunciado y elocuente la adolescencia. La edad de las grandes preguntas. También de las grandes dudas. Y de las grandes decisiones. La infancia diera la impresión de ser más apacible. El interior de la vida de alguien perteneciente a las sexualidades alternativas suele ser en ocasiones paranoico, por el destrato al que está permanentemente sometido. En todo caso sí está atravesada por tensiones que tienen que ver con la competencia por el amor y el favor hacia el padre y hacia la madre, con distinta intensidad. Están los celos. Algunos psicoanalistas hablan de envidia del pene. Pero en la medida en que la sociocultura es la que comienza a inscribirse en los sujetos y a regular y administrar el deseo, no la desestimaría como fuente en la que se empiezan a incubar las primeras conductas homófobas, los primeros síntomas y comportamientos. Lo que dará por resultado la así llamada homofobia producto de, o bien la educación en hogar, o bien de asistir a otros espacios, a ámbitos escolares o de esparcimiento (como los clubes o lugares formativos), fenómeno que se desenvuelve en la sociedad en la cual este estado de cosas está ligado a conductas colectivas de naturaleza intolerante. Quiero decir: no se trata de un comportamiento aislado sino de un síntoma social. En tal sentido, resulta natural, espontáneo que imitativamente los niños y las niñas repitan lo que ven, oyen o, por el contrario, civilizadamente se les inculque desde pequeños el respeto al semejante: a sus ojos “el distinto, el diferente”. ¿Cuál es mi punto de vista? No existe una regla universal. Dependerá de la ideología, más o menos íntegra, más o menos inteligente, más o menos tolerante, del nivel de prejuicios, de educación (tanto de modales como de nivel cultural), de recelo y de la experiencia social en la que esos mismos adultos que ahora son padres y forman a sus hijos hayan tenido a su vez durante su crianza y educación. O bien en su capacidad para problematizar la que recibieron, desmantelar prejuicios con la intención de ser sujetos con sistemas de ideas abiertos y, sobre todo, la de ejercer el pensamiento crítico. La empresa y la aventura de no quedar cautivos del sentido común, los lugares comunes, las ideas heredadas, las ideas recibidas sino más bien tomar distancia de ellos: la mejor iniciativa, la mejor lección. Los habrá educado, de modo respetuoso, atentos a no ser hostiles con quienes manifiesten o bien conductas o bien una cierta mímica que los vuelva de inmediato objeto de mofa, descalificación, burla, estigmatización y, por último, una sensación de que deben ser agraviados y denigrados. Este así llamado “distinto” percibe la exclusión desde una posición de vacío, esto es, una en la que se lo coloca como lo que ya no es a sus ojos: un semejante. Sino materia degradada, un sujeto despreciable, carente de todo atributo valioso, incapaz de asimilarse exitosamente al ámbito comunitario, por lo general el de sus pares y, por este mismo motivo, él se exilia o bien en una soledad producto de una ansiedad angustiosa o bien se lo neutraliza para toda actividad social: deportes, salidas, distintos tipos de actividades de esparcimiento, experiencias de intercambio simbólico desde el diálogo hasta otras formas de comunicación con el semejante.

Condenado a este ostracismo según el cual al sujeto se le deniega toda clase de derecho a ser él mismo, el sujeto inhibe y padece sus inclinaciones espontáneas. Ello lo conduce a una represión que lo torna infeliz. Padece ser él mismo. Considera que del modo que él es, no debería ser. Considera que está fuera de lugar, no en una saludable cultura en el seno de la cual preservarse, realizar intercambios, consagrarse al juego o al deseo. Así las cosas, se considera actuando la transgresión de una ley social que debe ser acatada. Para que su identidad de género pueda ser configurada y su subjetividad construida exitosamente. Siendo la anulación de su libertad subjetiva y objetiva la consecuencia más clara de estos asaltos simbólicos y en ocasiones violencias materiales, golpizas o hasta abusos de que es objeto por parte de sus pares o bien de los adultos. A ello ya me he referido. Pero puede repetirse durante otras edades, además de la infancia.

Los colegios tanto primarios como secundarios operan como espacios claustrofóbicos por dentro de los cuales los sujetos están confinados sin poder más que permanecer de modo obligatorio padeciendo todo tipo de humillaciones, en particular cuando no están bajo la vigilancia o la mirada amparadora de preceptores o profesores que, salvo contadas excepciones, están en condiciones de neutralizar dichas faltas de respeto al semejante siendo denigrado. Algunos de los homosexuales manifiestan depresiones incluso agudas porque no tienen la menor motivación para asistir a los colegios sino que los viven como infiernos, por los insultos o agravios. Otros, intentos de suicidio. O porque se los hostiliza hasta la destrucción psíquica. Los colegios son el lugar, precisamente, infernal, en el cual serán martirizados sin su correspondiente Purgatorio, promesa de una fe secular que garantizaría una eventual salvación y realización. Cautivos de ese infierno el padecimiento será atroz, mucho más si residen en ciudades chicas, donde la persecución se propagará de puertas afuera de inmediato. Llegados a estos extremos intolerables incluso, se producen casos de adolescentes que llegan a manifestar síntomas psicopatológicos por estos motivos. El resultado, como era de esperar, es una mayor exclusión y una mayor estigmatización. Incluso hay mujeres heterosexuales perfectamente capaces de burlarse u hostilizar a un varón homosexual. No es patrimonio del varón heterosexual la persecución del homosexual. Al no ser su objeto de deseo el homosexual es su objeto de menoscabo. De ataque brutal. Cosificado en su condición de sujeto desubjetivado, el homosexual pierde su condición de sujeto en su plenitud y realización. La ética no lo salva, aun teniendo arraigadas convicciones respecto de dicho sistema axiológico connotadas por lo general de modo negativo y de principios. Porque en esta suerte de micro sociedad en la que se convierten las aulas, en las que imperan líderes por lo general heterosexuales carismáticos, de gran ascendente, en una mayoría aplastante, el homosexual está a merced de una patota (como se denomina en Argentina) o grupo verticalista encabezado por un cabecilla bajo la forma de una corporación que imparte órdenes y regula el destino de los miembros de dicha comunidad. En particular de quienes aspiran a su destitución, que no pertenezcan a ella, humillándolos. Bajo estas condiciones desventajosas las humillaciones serán múltiples, aun tratándose de una persona con un comportamiento solidario, que colabore con el semejante de múltiples maneras, tanto con varones como con mujeres, por ejemplo, en el universo escolar en el plano del rendimiento. Al varón se lo feminizará. A la mujer se la someterá a la humillación de asignarle atributos viriles, denegándole su condición femenina, circunstancia que nuevamente tiene su punto culminante de un poder destructivo sobre la naturaleza identitaria y, muy en especial, de la construcción de su subjetividad.

Un homosexual naturalmente es raro que se entrene en los deportes que practican los heterosexuales porque es excluido de ellos, motivo por el cual no es capaz de aprenderlos excepto que tenga hermanos o padres mayores que se presten a dicha práctica. Su performance suele ser inaceptable. Suele ser inadmisible. En tal sentido, les espera el destino de la discriminación de toda práctica deportiva o una torpeza en ellas que nuevamente será causal de humillación cuando la practique por obligación en los colegios, por añadidura siendo que los docentes son evaluadores de su rendimiento. Por lo general de escaso o nulo brillo.

Las habladurías cundirán por todo el establecimiento educativo, llegando esa información a profesores y directivos, en virtud de que en ocasiones se requiere la intervención de los padres para neutralizar estas conductas lesivas. También de gabinetes psicopedagógicos que dudo mucho alcancen a revertir la condición inexorable de una angustia crónica que le espera al sujeto homosexual. Esa que padece desde que ingresó al establecimiento, que lo acompañará a lo largo de toda su vida con la infelicidad encima. ¿Es posible cambiar esta suerte de fatalidad? Lo dudo mucho. El homosexual será siempre una figura disfuncional al sistema de sexo/género heteronormativo que rige a la sociedad, la occidental al menos, motivo por el cual no tendrá más que experiencias persecutorias, de humillación (como dije), de burla, de acoso, de escarnio, de ofensa o de abierta agresión, que estarán a la orden del día. A ver. Están la agresión verbal, simbólica y la agresión física. Ambas pueden y hasta se dan en los hechos en el caso de los homosexuales de ambos sexos y de los bisexuales también. No digamos los casos transgénero. Directamente son de un nivel de repudio de naturaleza inadmisible en su punto culminante que suele terminar en abiertos atentados hacia su integridad física, incluso. El sujeto que avergüenza a una sociedad no merece poseer su integridad física. Más bien ella se ve sometida a una constante amenaza. En una suerte de reincidente agresión, padecerá persistentes ataques.

El costo de ser homosexual se paga muy caro en la sociedad de nuestro presente histórico como se pagó desde tiempos inmemoriales. Se somatizan enfermedades, se padecen trastornos psicopatológicos, se resquebraja el sistema psíquico al punto de llegar a dramáticos casos psiquiátricos en que se debe acudir a medicación psicofarmacológica para permitir que ese sujeto pueda permanecer contenido en el seno de la sociedad sin ser despedazado psíquicamente por este grupo de contrincantes del cual es víctima en total situación de minoría desventajosa. Así están planteadas las cosas. Guste o no guste. Se lo apruebe o no. Se lo asuma o no. Se lo acepte o no.

Se comienzan a experimentar síntomas de naturaleza persecutoria, pánica, paranoica, hasta que es posible llegar a la locura o a casos graves de enfermedad psiquiátrica sin retorno. Incluso al suicidio exitoso o acaso su intento que puede ser evitado o asistido a tiempo (lo que no significa que el sujeto no sea reincidente). Si el homosexual es contenido por una familia que lo acepta en su completitud pese a no pertenecer a ese sistema heteronormativo expulsivo tendrá la posibilidad de dar un paso decisivo para consolidar su identidad de sujeto que se asimile a la sociedad haciendo caso omiso (o relativamente omiso) y buscando su camino vocacional en el seno del cual insertarse, realizarse en tanto luego se resolverá su vida privada de modo más o menos exitoso según el azar o elecciones más o menos felices que adopte. En ocasiones se dan casos de personas que realmente destacan de modo brillante pese a los reiterados boicots de los sujetos estigmatizantes. Y en otras se tratará de personas que conquistarán un espacio laboral más o menos digno con el que podrán a lo sumo ganarse la vida, sin dejar de sufrir humillaciones jamás. La pérdida del reino, diría nuestro escritor argentino José Bianco según el título de su conocida novela homónima, que irrumpió como un diamante cuando nada nuevo se esperaba de su producción literaria. Lo cierto es que esta suerte resulta de orden ineluctable para el homosexual femenino o masculino, así como de otros de distinta condición.

Los modelos que la sociedad entroniza como los ganadores, triunfadores, victoriosos son heterosexuales. De allí su denominación de heteronormativa. Si por añadidura cuentan con una vida de Don Juanes plagada de conquistas, ese inventario de éxitos los investirá de una potencia simbólica tanto entre sus pares respecto del sexo opuesto, en el que, en muchas ocasiones, producirán una atracción instantánea. El homosexual jamás logrará alcanzar tal status porque cada una de sus historias amorosas será ocasión de burla, de ocultamiento, de vergüenza, consideradas clandestinas, en falta, connotadas axiológicamente de modo negativo dando por resultado el ser consideradas síntoma de inmoralidad, atribuyéndole a una opción sexual un flanco moralizante. En efecto, mantener relaciones homosexuales está considerado una falta grave, por más que los tiempos han cambiado a mi juicio no lo han hecho en absoluto. El chiste soez, la burla, el chisme, el rumor, la mirada despreciativa prosiguen en la misma medida en que lo hacían desde que surgió la persecución victoriana. Históricamente considerada una perversión en la medida en que no responde al coito tradicional varón/mujer. El sujeto denigrado suele emigrar a las grandes urbes, en las cuales le sea garantizado el anonimato necesario para evitar ese infierno, será un ciudadano sin pertenencia originaria, en el seno de una sociedad que lo desconoce, aspira a destituirlo de su condición de sujeto, porque no proviene de ella, sin raíces: es un desarraigado. Será un desolador asistente a su patria, de su pueblo, de su ciudad, de su tierra originaria. Habitará un universo social en el que se sentirá un extranjero, no podrá hablar o en el mismo idioma o del mismo modo, motivo por el que experimentará una fuerte y consternadora emoción de pérdida y extrañamiento al mismo tiempo que un relativo alivio por su invisibilización. Una paradoja a mis ojos verdaderamente cruel. No obstante, hay un dato que sí me gustaría señalar. Y es su confinamiento en ghettos. A este punto ya me he referido en otro artículo preliminar, pero el homosexual se recluye como los locos metaforizados en áticos o en manicomios, en fronteras o espacios circunscriptos, en ámbitos cerrados, en sociedades endógamas, en barrios específicos habitados por personas de su similar condición. Lo que, francamente, me parece un comportamiento que poco redunda en beneficio de una sociedad que aspire a progresar en asimilación e integración a los ciudadanos tanto femeninos como masculinos en lugar de su atomización. Ese ideal no se logra. No es un logro. Habrá entonces barrios gays, habrá boliches gays, habrá otros espacios en los cuales la inclusión sea posible para no percibir la alteridad como un peligro y pensar al vecino como un igual, no como una amenaza que se podría sentir imaginariamente según la experiencia vivida como un acoso.

Francamente si asistimos desde el punto de vista ético, estos comportamientos heterosexuales son profundamente inmorales con el semejante. Lo desprecian, axiológicamente lo connotan de modo negativo, lo inferiorizan, de hecho procediendo mediante distintas estrategias de destrucción de su subjetividad. Y, por otro lado, la tan mentada caridad, el amor al prójimo, se vuelve una hipocresía devenida falacia según una ecuación indefendible, en este comportamiento de exclusión del semejante. De distorsión más completa respecto de su falta de comprensión. De modo que nada bueno puede esperarse de llegar a este mundo siendo homosexual, bisexual o transgénero salvo una suerte de maldición que acompañará sus días de modo ineluctable.

La mímica del homosexual en ocasiones (no en todas, hay homosexuales perfectamente viriles) puede resultar afeminada. Motivo por el cual se lo asimila al sexo opuesto manteniendo sin embargo su condición de varón. Primera paradoja. Así, solo se puede esperar para él el destino de ser una parodia a los ojos de un heterosexual. Es por ello que ríen de él. Es como el caso del Quijote con las novelas de caballería inmediatamente precedentes. El Quijote juega con el humor, a partir de un patrón argumental que desvía de un original en crisis (las novelas de caballerías que cundían por entonces se desintegran como especie literaria) hasta desvirtuar sus propiedades atributivas inherentes desviándolas hacia el humor paródico. Las novelas de caballerías, serias, de pronto se ven en situación de haberse convertido en una comedia, en connotar situaciones burlescas y este Quijote protagonista de una historia que confunde realidad con imaginación, confunde, en el homosexual, realidad con deseo. Desea ser un género que su cuerpo y sus pasiones o atracciones no habita. En ese caso puntual de don Quijote. Deseo de ser un guerrero cuando en realidad se es un “hidalgo de triste figura”, según reza el clásico más importante de la lengua española.

La intolerancia llega a límites que pueden, como dije, ir desde la escena en una fiesta, en la calle, en una reunión social, en la llegada incluso a una reunión familiar en la que no será precisamente el sujeto homosexual bienvenido (con o sin pareja) sino una figura a la que en primer lugar resulta anormal e indeseable. Será el distinto, será observado de inmediato, ni bien ingrese a la reunión, con mirada sancionadora, con desaprobación, con chistes o risas, será el blanco al que se dirijan la miradas, será el fantasma irracional temido, al que la superstición le asigna pestes, le otorga la propiedad transitiva de ser un individuo profundamente fuera de lugar en donde esté. No encaja como la pieza de un puzzle social que pertenece a otro juego que no es con el que está realizando tentativas en ese momento.

Hay infinidad de motes que designan al homosexual. Desde los más despreciativos insultantes hasta los más jocosos. También en lo referido acerca de sus preferencias en lo relativo a sus prácticas sexuales, que engendran sonrisas o risotadas. Nombres que denotan y se inmortalizan repitiéndose hasta el agotamiento. Se generalizan, pasan a formar parte de la jerga heterosexual de modo cómplice. Entre esos dos polos oscila la escala con la que se los descalificará. O por la risa desorbitada. O por el insulto más agraviante. Y entre esta dupla el sujeto homosexual (varón o mujer) se siente profundamente denegado en su condición de persona. Son sujetos socialmente marcados. Se los prepara para un Calvario por dentro del cual naturalmente sufrirán hasta el fin de sus días.

Las mofas en lo relativo al modo en que practican sus relaciones sexuales todos sabemos que están a la orden del día. No me referiré a ese punto ya devenido socorrido lugar común. No se espera de un homosexual una persona amistosa, que puede ser amiga, manifestar fidelidad y virtuosismo sino que sistemáticamente goza de la sospechosa atribución de que aspira a conquistar al macho heterosexual o a la mujer de la casa cuyo hogar visita o en el que está pero quien de inmediato, ni bien lo detecta, lo destituye de su condición de sujeto y de su condición social. Lo confina al aislamiento, a la soledad (otra vez), a la discriminación, a la muerte desde el punto de vista de lo creativamente propositivo en la que atañe al vínculo vital, por ejemplo, de un diálogo o un intercambio favorable. Puede incluso llegar a destratarlo con sus modales en medio de una reunión social. O marcharse de la reunión o alejarse de él hasta el límite de la mayor distancia posible. Existe una disidencia abierta hacia el homosexual.

Entronizado como sujeto ganador, el heterosexual exitoso, una vez que ha formado una familia ahora sí está tranquilo, es un padre de familia, finalmente puede darse por realizado. Al homosexual, en cambio, le espera un camino de exclusión en función de su discapacidad para procrear. Esto es: propagar la especie.

Suelen ser considerados la vergüenza de una familia. Aquello que debe ser ocultado, sepultado, disimulado, solapado, no se lo invita a reuniones sociales, a fiestas y si se lo invita padecerá miradas suspicaces, sancionadoras, miradas que lo evaluarán, susurros y murmullos en voz baja, como si hubiera cometido un delito por su tal condición. Cundirán bromas desopilantes y se lo apartará, se lo arrinconará hasta que opte por retirarse. El homosexual no tiene derecho a asistir a esa fiesta. Esa es la ley social. Es un descastado aún de la familia a la que pertenece. No en todos los casos. Pero en los que las generaciones más adultas se manifiestan más intolerantes. De modo que este indeseable visitante procederá por evitación y dejará de asistir a dichas reuniones familiares. Aun cuando se lo invite con la mejor de las buenas voluntades. Pero él está al tanto de que el grupo asistente, salvo honrosas excepciones, lo desprecia, no lo admite en ese lugar. No lo respeta. Es una presencia poco grata. Indeseable. No pertenece a la corporación de los heterosexuales. Por fuera de la sociedad, solo le resta recluirse dentro de sí. O en los citados ghettos con sus mismas prácticas y el mismo deseo.

Se organizan reuniones gays o bien existen boliches gays, como dije, excursiones gays. Ahora bien: ¿Es conducente para una sociedad mantener apartado a un grupo de sus miembros por el mero hecho de ser una minoría que simplemente se distingue, en los hechos, por manifestar otro objeto de deseo pero ninguna otra diferencia ni ética ni de trato social? Al menos que se pruebe lo contrario. En todo caso, en el homosexual sí se modifica su conducta vincular en lo relativo a su objeto de deseo. Pero no en su capacidad de amar o de sentir o de pensar o de reflexionar. Su inteligencia sensible es la misma. Permanece tan intacta como en un heterosexual.

Los comportamientos atávicos, supersticiosos, irracionales, siembran sobre estos sujetos una sombra de duda acerca de su condición ética, connotando sexualidad con ética. Se les atribuye una determinada esencia asociada a principios asociados al vicio. Y, en el colmo, con conductas delictuales. Si son personas honradas, les resultará completamente incomprensible este comportamiento ligado a la exclusión de la sociedad, a su estigma producto de una ética intachable. ¿Qué pena deberían purgar si se comportan socialmente y éticamente de modo irreprochable?

Un momento. No estoy planteando que todos los homosexuales son buenos y todos los heterosexuales sean malos. Cuidado con esto. Eso sería una generalización simplista e ingenua de mi parte. También profundamente injusta. Hay heterosexuales que perfectamente aceptan a los homosexuales y mantienen relaciones y vínculos incluso muy profundos de amistad o afecto hacia ellos. Por otro lado, la condición ética no depende de la identidad sexual. También hay homosexuales que se burlan de ciertos heterosexuales. Y homosexuales de ética dudosa, como sucede en toda persona en general. Pero la condición persecutoria por lo general llega del lado de los heterosexuales. La confrontación, el chiste vulgar, el escarnio y la gesticulación imitativa insultante suele provenir de ese origen.

No percibo francamente asomo de cambio, pese a algunas conquistas como la legalización del matrimonio gay o bien ciertas leyes que puedan amparar al homosexual de eventuales ataques de inescrupulosos o de expulsiones de su trabajo. Será siempre el enemigo al que corresponde suprimir en un campo de batalla en el que se le declara una guerra sin cuartel. Y de naturaleza cruenta.

En lugar de una sociedad líquida, fluida, como quiere Zygmunt Bauman, sin estructuras fijas, estables, rígidas, que sean en cambio flexibles, dinámicas, nos encontramos frente a una sociedad profundamente destructiva, con roles y relaciones que no se distienden. En la cual el semejante no es concebido como tal sino ya no digamos como un adversario, lo que sería algo no tan dañino, como sucede en los deportes, sino como el enemigo al que en una cruzada sin cuartel hace falta desmantelar, devastar, arrasar en su subjetividad y físicamente. El homosexual no socializará, en ocasiones, ni con sus pares, ni con personas con quienes comparte espacios formativos o laborales.

Hermanos, cuñadas, incluso los mismos padres son perfectamente capaces de repudiarlo. Será un entorno, por lo general, profundamente hostil. No hay comprensión sino su opuesto: incomprensión. Estas mismas personas pretenderán (metaforizando mediante una imagen del universo vegetal) expulsar del árbol genealógico al homosexual, que no tiene arraigo y debe cortar de raíz su imagen pública. Árbol genealógico al que ni consideran siquiera merece pertenecer. Otra clase de destierro, una nueva aún. Me inclino a creer que más patética por ser intrafamiliar.

Los estudios, si uno acude a Universidades sólidas y a maestros y maestras con formación permiten comprender tan solo algunas dimensiones y tensiones del sistema. Ello no es sinónimo de dejar de padecerlo. Se padece el incalculable poder destructivo de los sectores homófobos y se comprende su incalculable poder plagado de estupidez y tontería. De prejuicios. La escritura si uno la ejerce con inteligencia, la investigación sirven de modo superlativo para alcanzar una incierta asimilación, así como un entendimiento; sin embargo, si uno se interna en el universo de los estudios de género, para discernir estos fenómenos en su origen, su statu quo, su insistencia, su propagación y manifestación perpetuas. Pero hasta en las Universidades hay mofas hacia profesores según los autores o autoras que estudien, si ellos son o no homosexuales y si manifiestan una mímica afeminada. No existe justificación ni fundamentación alguna para la tal amenaza al universo social que se les atribuye. Algunos incluso han realizado aportes de naturaleza sustantiva a determinados campos del saber, no solo a los estudios de género. Sino que han desplegado sus estudios hacia otras zonas de la experiencia social.

Triste panorama este de asistir al espectáculo del sufrimiento destructivo. Susan Sontag, la autora estadounidense, escribió un libro conmovedor que tituló Ante el dolor  de los demás. No tiene que ver con la sexualidad y el género estrictamente hablando pero me sirve. Se hace cargo de las imágenes de la guerra, preocupada como siempre estuvo por la escalada armamentista pero también por los registros visuales y audiovisuales en el arte y en la realidad empírica, constatable, relativa a las confrontaciones. Precisamente uno puede asistir a este dolor, a este sufrimiento destructivo que no pareciera revertirse en modo alguno.

Simultáneamente, el sujeto homosexual tiene escasas posibilidades de Una autorrepresentación y de autodesignación en la literatura que, una vez más, la escritura, cosa curiosa, antes no era cosa de mujeres, pero pocas veces lo fue también de homosexuales. La poética fue históricamente “cosa de hombres”. Es cierto que hubo libertinos o bien casos escandalosos. Y hubo casos excepcionales como los de Rimbaud y Verlaine que sacudieron a la sociedad de su tiempo histórico. Se reconoció mucho más tarde su valor estético fuera de serie, de atribución genial. Antes ha sido sometido a sanción. Los gays que escriben ficción suelen, salvo honrosas excepciones (pienso en los argentinos Manuel Puig o Leopoldo Brizuela, para remitirme a casos de mi país), no gozar de popularidad, del favor ni del prestigio de los heterosexuales, incluso superando a aquellos en talento y en laboriosidad. En muchos casos se inician campañas de desprestigio contra ellos o boicots. Discurren ampliamente los chismes. Si abordan el tema homosexual sus libros son considerados tabú. Ello acarrea inmensos perjuicios hacia sus personajes que, muchas veces, deben disimular sus verdaderos intereses o bien cajonear novelas valiosas. Si narran el drama homosexual, serán expulsados de bibliotecas, probablemente las librerías disimularán estos libros en los estantes más lejanos a la mirada pública. Naturalmente en las escuelas, probablemente todo espacio de circulación bibliográfica por exclusión los rechazará de sus estanterías. De modo que la singularidad de su voz resulta inaudible en el universo de los textos. ¿Es un rumor, es un susurro, es un llanto de angustia o agonía, es un grito, es un quejido de dolor? Brizuela compiló, prologó y anotó en su antología Historia de un  deseo precisamente relatos en los que el deseo homosexual resulta tener el protagonismo.

Eso no significa que no hubiera escritores homosexuales que hayan producido ficción. Precisamente son los que se encuentran en esa antología de casos argentinos tanto varones como mujeres, organizados por Brizuela según una cartografía a la que él sí le encontró coherencia interna y la dotó de ella, con un Prólogo iluminador para comprender y plantear un debate. Si tenemos en cuenta que dicha antología es de 2000, resulta interesante ver cuándo ingresa el tema a la esfera pública planteando una agenda y una discusión literaria pendiente y abierta. Lo más interesante de esta antología, desde mi punto de vista, es que es pluralista y está integrada por autores y autoras tanto heterosexuales como homosexuales. Brizuela evoca como figura precursora en el campo de las poéticas gays el caso Oscar Wilde. Una figura que fue polémica. Un coloso que enfrentó a la sociedad victoriana pero que pagó un costo alto por una opción transgresora en el seno de la Inglaterra y la Irlanda de por entonces con, en los hechos, desafiarla. Desde la cárcel de Reading hasta una muerte como un paria en París, a solas.

Las cosas están planteadas según estos términos. Aquél que se atreve a desafiar al Patriarcado se arriesga a pagar costos, en ocasiones altísimos, según los casos. Las reglas son claras y el poder, por sobre todo, castiga. Sanciona al cuestionador a sus reglas unívocas. Está la estereotipia del homosexual, del invertido, amanerado, una figura completamente paródica, anómala, sintomática. El rostro visible de la homosexualidad. Es esta misma fisonomía la que viene a confirmar la figuración que el homosexual, metaforizado en esa pieza literaria, comienza a encarnar en la vida cotidiana para los heterosexuales como la figura desfigurada además de desangelada, naturalmente, como no podía ser de otra manera. O la de la mujer virilizada. Los recuerdos son tan dramáticos en esos libros de los pocos que he leído, en tanto que testimonio dejan perplejos por el nivel de sufrimiento destructivo que el homosexual padece en la representación literaria que reenvía a la serie social o bien el signo al referente. Desde las escenas de un dolor traumático, hasta las del escándalo o bien las de la persecución sin pausa y sin cuartel. Una guerra sin cuartel hacia ellos y, naturalmente, el chisme vulgar a propósito de esa otra opción sexual que no corrobora las prácticas sociales ortodoxas.

El homosexual debe ser eliminado, debe ser castigado, sentir dolor y así se eliminará su voz de la esfera pública. Su voz amanerada seguramente se considerará el prototipo de sonido frente al cual el heterosexual se manifiesta como un atacante. Anonadado por este impacto emocionante, de shock, del repudio, al homosexual solo le queda el silencio, la soledad, la incomprensión o el emitir ese aullido que en un cierto momento estalla como un estruendo. Como un trueno en medio de una tormenta de verano. Llamo entonces a la reflexión para no llegar a esos límites intolerables del sufrimiento destructivo para los homosexuales. Ese sufrimiento del que solo es capaz de salir huyendo mediante la autoeliminación o bien el encierro y el aislamiento más completos. Se trata entonces, de pensarnos como sociedad de modo pluralista, tolerante, comprensivo, capaz de escuchar(nos) con atención al sujeto que nos interpele como un interlocutor, cualquiera sea su identidad sexual. Pero no que esto devenga en un slogan que termina por convertirse en una suerte de jingle publicitario. Sino que tenga efectividad en los hechos. Pasar a la acción si uno conoce a alguien de esa condición ejercer el respeto que considera merece la talla de una persona en su condición de sujeto íntegro a menos que demuestre lo contrario, esto es, ser sí, rechazado por no responder a una ética proba.

Y como para cerrar, eso sí, diría que escribo este artículo para reflexionar sobre lo irracional que moviliza y desata los mecanismos del repudio y los mecanismos de defensa ofensivos. La falta de escucha tan penosa. El ocultamiento. La estigmatización, sean racionalizados, puestos en cuestión bajo su dimensión sin fundamento. Que esa credulidad que el heterosexual no percibe porque forma parte del lugar común del cual se encuentra cautivo y que le impide desarrollar el pensamiento crítico, sea puesta en cuestión. Y escribo sobre temas tan acuciantes porque considero que estas innecesarias violencias físicas y simbólicas en el seno de bien entrado el siglo XXI, muestra una civilización que parece no haber aprendido nada en más de dos milenios. En todo caso escribo porque me resulta interesante producir conocimiento y desarrollar el pensamiento abstracto pero también el crítico en lo relativo a asuntos que no permiten la convivencia exitosa en el seno de una comunidad en la que fácil sería que ello se revirtiera. Me interesa que exista menos sufrimiento destructivo evitable. Me interesa una sociedad en la que el semejante si es ético también sea reconocido como tal en su excelencia y en su virtud.Y si quienes lo agravian tienen capacidad de argumentación para demostrar lo contrario pongan las cartas sobre la mesa. No la sinrazón del prejuicio, como afirmación la Real Academia Española (RAE). Sino el juicio fundado. La hipótesis comprobada. No la habladuría. Sino la contundente argumentación fundamentada.

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