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Ser o tener: Kentukis, de Samanta Schweblin

En su novela anterior, Distancia de Rescate (2014), Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) nos alertaba sobre el peligro de los agroquímicos, construyendo una ficción estremecedora alrededor de la figura de una madre y esta distancia permanentemente pensada como la máxima posible para rescatar a los hijos de cualquier peligro. En Kentukis (2018), nos advierte en una suerte de distopía futurista sobre la amenaza de una tecnología que se encuentra ya a la vuelta de la esquina.

El Kentuki que da título a la novela es una especie de peluche de unos 30 cm, que funciona con un doble propósito: por 279 dólares una persona compra el objeto y lo mantiene en su casa, mientras que otra adquiere por la misma cantidad de dinero una clave de acceso, lo “despierta” y dirige remotamente desde cualquier otra parte del mundo. El artefacto, cuyos distintos modelos varían entre conejo, cuervo, panda, topo o dragón, cuenta con una base de carga, rueditas, videocámaras en los ojos, y, lo que resulta ser lo más perturbador, carece de audio, y es incapaz de emitir sonidos, más allá de unos recurrentes chillidos, imposibilitando la comunicación directa entre uno y otro lado del muñeco. Quien es kentuki, denominado “amo”, maneja el muñeco a distancia. Quien tiene un kentuki, el “usuario”, lo deja deambular a su alrededor. O lo traslada a distancias acotadas, como para que siempre se pueda volver a tiempo para recargar las baterías, ya que si éstas se agotan, se pierde la conexión para siempre.

Cada Kentuki representa una posibilidad y también un avatar que tiene como premisa la idea de espiar y dejarse espiar. Así, nos encontramos por ejemplo con estos, en principio, simpáticos peluches en un asilo de ancianos, con el objetivo de entretener a los abuelos, relación que termina en una suerte de suicidio propulsado por el “amo” imposibilitado de escoger un destino más interesante o menos cruel para su animalito. Otro Kentuki cae en una comunidad artística de Oaxaca, sin saber que terminará siendo parte de una instalación, o el “amo” y el “usuario” que terminan enamorándose a través de los ojos del peluche, e involucran indirectamente al dueño de casa en un intento de comunicarse y conocerse.

Los “amos” y los “usuarios”, agotada la novedad del animalito deambulante y la observación pasiva y muda, pronto comenzarán a diseñar estrategias de comunicación que van desde un simple pestañeo hasta otras alternativas más complejas, con tablas ouija, alfabetos dispuestos en el suelo, números telefónicos escritos en un papel, etc. Con el tiempo los Kentukis formarán parte de la vida cotidiana, pasearán con sus “usuarios” con el afán de mostrar un poco más de sus vidas cotidianas al “amo” que observa, se los ubicará como atracciones en los escaparates de las tiendas, e incluso se organizará un grupo anarquista de resistencia y liberación K en contra de la explotación comercial de los mismos. Las posibilidades son tantas como “amos” y “usuarios” disponibles, desde la utilización de uno para intervenir en un secuestro alertando a la policía desde un lugar remoto, hasta descubrir un vacío legal que le permite a un “amo” activar múltiples Kentukis, empezar la interacción con distintos grupos familiares e individuos, y vender los códigos ya establecidos a “usuarios” que busquen determinados destinos.

La presunta inocencia de los Kentukis, expresada en sus distintas alternativas, los convierte rápidamente en juguetes para los niños. Algunas familias adquieren varios ejemplares para entretener a los hijos o, cual mascota de la culpa, para llenar un vacío en la casa de un padre divorciado. Los nuevos “usuarios” toman a los peluches con naturalidad, para aburrirse pronto, mientras éstos permanecen en las casas como mascotas olvidadas, merodeando aún con cierta autonomía. En un paso más de la normalización de la presencia de los Kentukis, ya adoptados de manera global, se consagran cementerios y ceremonias de enterramiento para artefactos defectuosos o acabados, forma humana del duelo que ocurre con la domesticación y naturalización del objeto.

La relación que se establece entre ambas terminales del Kentuki, en principio armónica, puesto que uno actúa como voyeurista mientras que el otro se deja mirar, pronto comienza a tomar ribetes peligrosos, como cualquier relación humana basada en un presunto anonimato. Lo que comienza como un juego va tomando otros ribetes, y somos testigos, a través de las varias tramas abiertas por los distintos personajes y sus circunstancias, de la manera en que se habita paulatinamente lo oscuro del goce humano, de las relaciones de dominación y sumisión, de odio y xenofobia, de chantaje sexual, e incluso pedofilia. Así, la novela –la institución literaria- propone una vez más una serie de preguntas éticas relacionadas con los fines de la tecnología: ¿es ético, moral, legal, el uso del Kentuki? Y, sobre todo, preguntas que resultan relevantes en nuestro mundo hiperconectado: ¿hasta qué punto se desnuda la intimidad? ¿qué se muestra y qué no? ¿qué sabe el otro de mí a través de, por ejemplo, los posteos en las redes sociales? Y quizás la más estremecedora: ¿qué se está dispuesto a dar a cambio para ser aceptado?

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