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Gustavo Gac-Artigas

Sensaciones tras ponerme la segunda dosis de la vacuna

La noche anterior a la cita: angustia, hubo una tormenta a comienzos de la semana anterior y durante dos días los centros de vacunación permanecieron cerrados. Quizás aplacen la cita, pensé, y si la aplazan no se sabe por cuánto tiempo, y el virus campea por las ciudades de América.

Interrogantes: no hay suficientes vacunas, quizás no alcancen para aplicar una segunda dosis a todos los inscritos; no hay una política clara sobre esto, a decir verdad, no hay una política clara sobre nada; están llegando más vacunas, pero no aún en el número necesario, ni a la rapidez necesaria, ni a los barrios donde más se necesitan.

En la madrugada comenzó nuevamente a nevar, no era una nieve agresiva sino liviana cual copos de algodón, de aquellos con los que adornábamos el árbol de navidad en mi infancia. En mi país no teníamos blancas navidades, comenzando el verano contábamos con las motas de algodón para imitar la nieve y gordos viejitos pascueros sudando al interior de sus disfraces.

Con mi esposa nos pusimos doble máscara –con el Covid nunca se es lo suficientemente precavido– y encaminamos nuestros pasos hacia el consultorio donde nos pondrían la segunda dosis de la vacuna. Estaba abierto. ¡Eureka!

Poca gente, muy poca gente esperando su turno. Nos alegramos. Me alegré, pero luego me embargó un sentimiento de tristeza: poca gente, muy poca gente, ¡y tantos necesitando vacunarse!

Mientras la aguja desgarraba mis carnes para dejar entrar el bendito líquido sentí alivio, cada gota era protección. Mientras la enfermera retiraba la aguja, al sentimiento de alivio sumé el de vergüenza, me había alegrado, ¡y otros esperando!, me sabía algo más protegido, ¡y otros esperando!, me sentí afortunado, ¡y otros esperando!

¿Valía más mi vida que la de otros?, ¿cuál es el precio de la vida humana?, ¿quién tiene derecho a determinar quién vive y quién muere?

Me había precipitado a hacer una cita para recibir la primera dosis apenas entramos en la franja de los que podíamos acceder a una vacuna, acceder cuando estuvieran disponibles, acceder cuando pudiéramos encontrar un lugar que nos diera cita. Tuve suerte, nos dieron la primera cita para el día siguiente al que nos habíamos inscrito.

¿Suerte? No fue suerte, teníamos los computadores prendidos, habíamos escogido el lugar donde pensábamos que tendríamos más posibilidades de rápidamente lograr una cita, en el segundo que se abrieron los cupos, entramos.

Y no nos equivocamos, logramos los primeros cupos, ¡y tantos esperando!

En Nueva York hay 500 mil hogares sin acceso a la red, 500 mil que ni siquiera tienen derecho a esperar que los llamen, ¡y yo lo llamaba suerte! Esa desigualdad contra la que he luchado toda mi vida, ¡y yo la llamaba suerte!

Cuántos más están dejados a su suerte, esperando que se abran centros donde no haya que pedir cita, esperando que haya suficientes vacunas incluso para ellos, los desfavorecidos de fortuna, esperando que alguien los inscriba, esperando tener la suerte de sortear el coronavirus mientras van al trabajo, de sortearlo en sus habitaciones atiborradas, de sortearlo en el transporte público, esperando la vacuna, esperando que llegue a tiempo, esperando que llegue a ellos, esperando.

Me consolé pensando, si me infecto de seguro termino ocupando una cama en un hospital, una cama prácticamente sin sentido, antesala de mi muerte, y haciendo perder un tiempo precioso, espacios preciosos, mientras otros esperan. Me consolé, estoy liberando una cama en urgencias, y cerrando los ojos no quise preguntarme sobre el valor de cada vida humana, no lo hubiera podido resistir.

Rumbo a mi casa pensé, en Nueva Jersey, al día de hoy, 11 de febrero, alrededor del 9.9% de la población ha recibido al menos una dosis, y de ellos un 2.9% ha recibido la segunda vacuna; en Nueva York, 9.4% han recibido al menos una vacuna y 3.2% la segunda.

En los Estados Unidos alrededor de 33.8 millones, alrededor 10% de una población de 332 millones, han recibido al menos una dosis de la vacuna y 10.5 millones de ellos, el 3.2%, ha completado la segunda fase. 23.3 millones han recibido la Pfizer, y 10.5 millones la Moderna. Dado que el último mes la cantidad de personas vacunadas ha triplicado se calcula que para julio la mitad de la población habrá sido al menos parcialmente vacunada, y que para diciembre se alcanzaría la meta del 90%.

Cierto, a esas cifras hay que añadir a quienes, tras haber sido infectados, han adquirido una cierta inmunización dependiendo del grado de exposición al virus y su reacción, fuerte, leve, asintomática, pero no se sabe a ciencia cierta por cuánto tiempo, ni cuán eficaz esta inmunización sea. Sin embargo, recordemos, cada nuevo infectado es una nueva posibilidad de evolución para el virus, recordemos, seamos precavidos, no se conocen las secuelas de la enfermedad, recordemos el viejo adagio: más vale precaver que curar.

En el mundo 135.5 millones de personas en 90 países han recibido al menos la primera dosis de la vacuna, se arrancaron 135.5 millones a las fauces hambrientas del virus, ¡me alegré!

¿Dónde están los afortunados del mundo?, me pregunté, y la respuesta me aterró. El 75% de los afortunados viven en los 10 países más ricos del mundo, en los países que concentran el 60% de la riqueza del mundo. Y en esos países, ¿quiénes se vacunaron los primeros?, ¿quiénes están mejor protegidos?, ¿quiénes tuvieron mejor suerte?

¿Suerte?

¿Y los míos dónde están?, 130 países, aquellos donde viven 2.500 millones de personas, no han tenido acceso a la vacuna, y no han comenzado a vacunar. ¿Mala suerte?

Un 2% de la población mundial ha recibido la vacuna, y la pandemia es global, necesitamos que entre un 70% a un 90% de la población se vacune para detener su propagación, para ralentizar su mutación, nos dicen los expertos.

70 a 90% en los Estados Unidos, 70 a 90% en el mundo del que formamos parte y al que queremos regresar tras cuatro años de pesadilla.

Necesitamos producir más vacunas, necesitamos vacunas eficientes en nuestro cuerpo y en el cuerpo de quienes nos rodean, eficientes para preservar nuestra salud mental, eficientes para preservar la familia, eficientes para permitir el regreso al funcionamiento de la sociedad. Necesitamos distribuir más vacunas y distribuirlas mejor para que pese a la desigualdad imperante llegue a los más expuestos, los pobres de la tierra, los desprotegidos de la tierra, los Juan Verdejo sin suerte de la tierra, aquellos que, al morir, o al vivir, no son noticia, aquellos que en este mundo son solo porcentaje, y ello no solo pensando mezquinamente en la seguridad de los afortunados de fortuna, o en la economía, sino pensando en ellos, los míos, la mayoría.

Ayer me puse la segunda dosis de la vacuna y me sentí mejor protegido, y no sé por qué, más desgraciado.

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