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Jeronimo Alayon

Selección de poemas inéditos (VIII)

Del libro ¿Recuerdas cuando soplábamos las nubes?,
de mi heterónimo Évangéline Longfellow

Para mi hija Katherina,
que sabe el lenguaje de las nubes.

UNA PUERTA EN LA NEBLINA

Hoy tú y yo en una nube nos caímos.

El aire y las nubes a las escondidas juegan
entre remolinos de estambre blanco.

Una golondrina se desvanece
en este paisaje de humo.
Tú y yo por su nombre la llamamos.
¿Cuál nombre prefieres tú?,
y la golondrina reaparece
transformada en gavilán.

La fría y húmeda brisa,
con su disfraz de nube,
nos esconde a ambos
en su cofre de algodón.

—¿Soplamos las nubes, papá?

Y en un huracán a dos corazones,
una puerta abrimos en la neblina
para ver el sol de Geremba.

 

LA LUNA EN TU CORAZÓN RETOÑARÁ

La luna en su trono azul se ha sentado.
Las nubecillas, sobre su cabeza,
parecen una cabellera anciana.
La brisa agita su melena de señora elegante
y del cielo caen pedazos de luz.

Tú recoges un trozo de luna
con tus manitas de cristal.
Pareces otra luna en mi jardín.

La hora de dormir llega
y tus ojitos de persiana inquieta cierras,
con un gajo de luna contra el pecho apretado.

Yo te miro.
Sé que la luna en tu corazón retoñará.
Esta noche, pequeña,
la luna en sueños te visitará;
a pasear con ella saldrás por pasillos de nubes
y laderas de algodón.

Un día, pequeña,
en tu trono azul despertarás,
enamorada del sol.

 

ÍCARO

Se llamaba Ícaro y las nubes amaba.

Él y su padre, Dédalo,
con sus alas nuevas,
del laberinto escaparon.

Ícaro las nubes amaba.

Voló tan alto que los algodones besó,
la danza del viento bailó y el sol abrazó.

Sus alas se derritieron;
de cera quizás eran,
tal vez de chocolate.

Ícaro cayó;
y las nubes amaba tanto
que en su caída se hizo niebla.

 

ESCUELA DE NUBES

Hoy a la escuela las nubes han venido
y su formación en fila han hecho
sobre un patio de adoquines azules.

No es una formación cualquiera,
pues se listan verticales hacia lo alto.

En altura van de primeras los cirros,
delicadas señoritas que visten sedas blancas
y transparentes con pliegues meticulosos,
como una escultura de Fidias;
más abajo los cúmulos están,
de esponjosa y algodonosa humanidad,
ataviadas con su gabán gris y blanco;
por último, las de más baja estatura,
se hallan los estratos, nubecillas ahumadas
que un tul de húmeda y fría niebla gustan de vestir.

Cuando amanece, las primeras en entrar a la escuela,
acompañadas del sol, son los cirros
vistiendo el dorado uniforme de la mañana.

A la hora del receso los cúmulos en tropel llegan,
con su alboroto de rebelde muchachada
y con sus juegos llenando todo el azul del patio.

Al final de la tarde, su aparición hacen los
traviesos estratos, por las ventanas entrando
y mojando todo a su paso con su risa de llovizna.

Todo, sin embargo, en grave expectativa se torna
cuando al aula celeste entra el maestro,
un muy alto cumulonimbo,
con voz de trueno y mirada de relámpago,
vistiendo su toga gris oscuro.

Y cuando la hora del canto llega,
la melodía del viento entona un coro de
altocúmulos, con sus voces de copos de algodón,
aunque no falta el travieso nimbostrato
que en su tormentosa adolescencia desafina.

Y hay días en que los azulejos de la escuela
lucen su serena profundidad,
sin el alborozo de las nebulosas de algodón.
Entonces viene a hacer su trabajo el sol,
meticuloso bedel que con su luz ordena todo.

Todos, un día, seremos nubes
y a su escuela iremos,
seguros de merecer su más alto oficio,
el de la líquida generosidad…

 

PREGUNTAS

—¿Las nubes tienen papá y mamá?
—Sí, pequeña.
—¿Y también se mueren?
—Sí. Al jardín de nubes se van.
—¿Y las nubecitas solas se quedan?
—No. Con otras nubes se juntan
y en pueblos de algodón se convierten.
—¿También tú te irás al jardín de nubes?

Callo un rato.

—Un día… sí… dentro de mucho…
y columpio de agua seré en la brisa.

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