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Si se menea la mata, se cae la flor

A pocas horas del despegue, siento una tristeza que es normal. Es normal que me duela dejar Venezuela, mi casa y mis cariños, mi teatro que es de aquí y el de mis compañeros de lucha, porque el teatro es una lucha siempre pero más aquí y ahora… es normal que dejar mi azul cobalto de trópico radiante de nubes frondosas y danzantes, me entristezca hasta sentir que perderé el camino por andar bajo otro cielo…

Pero también es normal que tenga ganas de ir al cine, sin miedo al asalto, que me provoque caminar por las calles hasta que se me cansen los pies, que no quiera dejar de sorprenderme en la estrambótica tranquilidad de algún museo, ¿es normal que quiera irme, entonces?

¿Es normal que me ponga triste porque me voy, aunque así escapo de la ausencia de los que ya no están? ¿Que prefiera no estar cerca y así olvidar la imagen de guerra de Chechenia que sucedió en El Junquito… si lejos puedo ensayar el olvido de la gente comiendo en la basura y recuperar mi inalienable libertad de andar sin miedo?

Entre triste y contenta, abatida y liberada, empaco mis sís y nos, mis quiero pero no puedo, mis puedo pero no me dejan, aunque no estoy de acuerdo, da igual, mi tierra de siempre, que no es la misma, con el corazón apretado porque no entiende decisiones ni escucha razones.

Venezuela con una inflación de anales mundiales que ahoga y aun dicen que falta, vaticinando un estrambótico 100.000%, ¿quién entiende esos números, esos dineros, esas balas, esos muertos? Venezuela es un limbo, un incierto, una presión acallada a cuenta de días mejores por-venir, que insiste más allá de lo que se puede soportar. Y aunque la agonía de vivir en la oscuridad, es mucho mayor cuando sucede en un país de luz tropical, todos necesariamente se entretienen en el sálvese quien pueda. De todas formas, no se alcanza a ver más allá del minuto, de la comida del día. Y si logras escapar, eso tampoco te salva de la herida de dejar atrás lo que quieres.

Pero no todo es malo ni queja. En la televisión se ven las noticias buenas del bravo pueblo que ahora sí encontró gloria y justicia. Y son muchas las mansiones de grandes ventanales, muros de mármol, y sofisticados sistemas de seguridad en Altamira norte. Un paisaje de prosperidad que solo confunde a los tontos que viven de su trabajo. Las palmeras ondean en coro, la brisa es la de siempre, en las faldas del Ávila esplendoroso, crecen las mansiones sin escrúpulos como si fuera monte. Pareciera que hay gente que sigue viviendo feliz y contenta a pesar de todo o justamente por eso. Con sus carros blindados y escoltas, sin riesgos, y con plenos derechos de gozarse este trópico por encima de una mayoría que padece. Y no es lamento. Es solo retrato de lo que sucede. Y si alguno piensa que eso de andar con escolta no es vida, lo que es mortal es andar sin escolta por estas calles. Estas calles que cambiaron de dueño. No hay inocencias, apenas cae el sol, también se va la gente. Tampoco quedan las manadas de perros sonreídos que cruzaban cualquier avenida con el desparpajo ciego que da el deseo, todos detrás de una perra. Ahora si de pronto frenas de un golpe en plena avenida, es porque cruza en mitad de la luz verde, un grupo de muchachitos, de 12 años el más vivido. Una niña de incipientes pero definitivos, turgentes, puntiagudos senos, camina embutida en un straple blanco floreado, minifalda probable regalo de una señora de oposición de las que se apiadan de los niños indigentes, compañeros de pasadas marchas. Lleva la niña el pelo recogido en un moño alto, en espléndido desorden, y la sonrisa amplia de cuando se sabe en absoluto comando, dueña plena de la situación, en sus manos la voluntad de sus compañeros varones, uno de ellos, la prensa por la cintura en eufórico orgullo. Dueña de la avenida Miranda, de Caracas, del país, esa niña, a esa hora, era la dueña del universo. La felicidad no mira si viene carro. La felicidad es eterna mientras dura… en el cruce de la Rómulo Gallegos con Los Dos Caminos, unas pocas cuadras más allá, en el mismo atardecer, otro grupo de niños más pequeños, más numeroso, se carcajean, se encaraman, ríen y corren al borde de la avenida que se vacía de otras gentes y se llena de penumbra. Es el final del día que sucede temprano, y ellos disfrutan de la libertad que les da no tener nada que perder. La Venezuela del jolgorio sin límite de tiempo, sin regaños ni fastidios, mientras los árboles de mango florean anunciando generosas cosechas. Y si no fuera por los mangos pues será otra cosa. Pero esa felicidad de ser dueño de la vida y el espacio que se ocupa, no se las quita nadie a menos que sea a punta de pistola y ¿para robarles qué? Si a Venezuela le robaron la inocencia hace rato.

Que mortificación, esos niños en la calle, que envidia, esos niños en la calle. Sí pero no, es verdad, pero tampoco. De verlos me fue fácil pensar en mis amigos, imaginar que todos los que tengo y quiero tanto, tantos regados en las ciudades del mundo, si todos estuviéramos aquí, en Caracas nuestra de nuevo, la felicidad, una felicidad parecida, una felicidad perdida, podría devolvernos la alegría que… Fue un aliento de un instante, un imaginar inofensivo. La soledad que impone la distancia de los afectos es irrevocable. En este país de orquídeas, ¿qué se puede llegar a imaginar en esta vida que logre superar la dulce belleza y contundente realidad de una orquídea entre los canales de la autopista? Las venden los buhoneros, orquídeas de verdad, verdad, de todos los colores, magníficas. No es sino cuando llegas a tu casa, que descubres el engaño, al mínimo meneo, la orquídea se desprende de la planta. Te sientes terrible, torpe, por el daño irreparable de la flor desprendida hasta que descubres que la orquídea que adornaba la planta que compraste en la calle, no había nacido de esa planta sino de la astucia engañosa del vendedor que la incrustó entre sus ramas, con una pericia que era muy difícil sospechar que no era que la mata estaba floreada sino alterada. Digamos que es una estrategia de mercadeo: una mata de orquídea floreada, se vende rápido; una sin flores, solo atrae a los que tienen tanta fe en el futuro que son capaces de una espera que no es corta. Y de ese tipo de gente que cree en el futuro, queda cada vez menos en el país. De forma que no es viveza del vendedor sino falta de clientes con visión de porvenir. De todas formas, ya todo el mundo sabe que esas orquídeas que venden en la calle, si meneas la mata, se le cae la flor. Así que este, como tantos otros, es un negocio de corta duración. Mientras no se riega la voz, mientras cobro y me pierdo. Que es lo que todos quieren, cobrar y perderse, como si olvidar fuera posible.

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