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Karl Krispin
viceversa magazine

Scarlett Única

En algún momento pensé que los labios de Angelina Jolie eran irreemplazables. Hasta que Scarlett Johansson asomó sus acolchados de colegiala recién graduada del Prep School, sus ojos de fiordo y quizás un atlético brassiere que jamás habrá usado para decirnos que había llegado a atraparnos con el primer vértigo al que nos sentenció. Desde las silenciosas entresonrisas y palabras perdidas en los vestíbulos del Tokio de Lost in translation (Sofia Coppola, 2003) con que conquistó al planeta, pasamos por las terrazas de la costa de Amalfi en que interpreta a la atribulada Lady Windermere de Oscar Wilde en A good woman (Mike Barker, 2005), atrapada entre un mundo de dandies y abanicos en el que el dinero es cosa de todos los días. Realiza en Girl With a Pearl Earring (Peter Webber, 2003) el papel de modelo del pintor de pintores: Jan Vermeer que sucumbe a todos sus aretes de perlas. Una de sus actuaciones memorables la encontramos en la igualmente memorable A love song for Bobby Long (Shainee Gabel, 2004) compartiendo roles con John Travolta y la incomparable ciudad de Nueva Orleáns. Apareció luego su interpretación soberbia, Match Point (Woody Allen, 2005): la cúspide entre los calores de Eros, con la lluvia que le moja su ambicionado cuerpo de diosa vikinga y su figura deslizándose como una serpiente peligrosa entre las sábanas de los apartamento de Londres.

Hasta el año 2005 había acumulado roles en 22 películas, cifra de la que se ufanarán probablemente sus profesores del Lee Strasberg Institute donde estudio arte dramático. Para los coleccionadores de su “trivia” informo que mide 1,63 y nació en Nueva York el 22 de noviembre de 1984 del matrimonio de un constructor danés y una americana con ascendencia polaca. Prefiere a los demócratas y apoyó a John Kerry en las últimas presidenciales estadounidenses. Su nombre Scarlett le fue puesto por su madre (actualmente, su agente) en homenaje al personaje que Vivian Leigh representa en Lo que el viento se llevó. Este premonitorio nombre quizás causó que desde los tres años, como afirman sus biógrafos, manifestara su deseo de convertirse en actriz. A los 14 años le tocó el honor de ser descubierta por Robert Redford quien le dio un papel en el filme El hombre que susurraba a los caballos de 1998. El propio Woody Allen ha dicho sobre ella: “lo tiene todo para ser una gran actriz y que es difícil ser divertido ante una mujer joven, sexualmente irresistible, hermosa y más aguda que uno mismo».

Parecemos atestiguar la gran revelación del momento. Su rostro nos persigue por igual en un comercial de Calvin Klein como retratada desnuda por Annie Leibovitz en la portada de Vanity Fair junto a Kira Knightsley. Es la sensación del momento y todo parece indicar que no será un simple capricho de los realizadores del cine porque entre sus incontables virtudes figura plantarse frente al celuloide para dejar una marca inclonable en todo lo que se propone. Quizás sea única en este mundo en que todo parece darle igual a todos los iguales. De allí que se haya hecho imprescindible para persuadirnos de que su sorpresa sigue siendo un antídoto para la estupidez que a diario nos arrincona.

Ante esa mirada zigzagueante es imposible retroceder. Lo que sugiere incansablemente lo construye desde la sensualidad inasible que sólo ella conoce y maneja. Esta mujer se convertirá aceleradamente en un mito indestructible. Los directores del séptimo arte se la disputan con codicia como si nada se hubiese dicho hasta su aparición porque frente a las luces parece iluminarnos a todos. Es de la raza de las Garbo, de Caterine Deneuve, de Julie Christie, de Marilyn, de María Félix. Su estirpe es la del gran cine porque además combina talento, belleza, misterio y frescura para derrochar entre sus contemplantes. Posee una belleza estremecedora sólo capaz de ser descifrada con la coartada de poseer las claves de su alfabeto encriptado. En síntesis es más que una revelación: es la epifanía total.

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