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Adrian Ferrero

Salud mental y autorrepresentación mediática

Me proponía trazar una serie de reflexiones tramadas con episodios autobiográficos, para nada exhaustivas, en las que cruzara la trama de los medios de comunicación de masas con la enfermedad mental. En efecto, entre 1995 y 2021 produje una serie de textos, todos muy heterogéneos, en torno de la salud mental, en directa relación con cinco episodios de diversa gravedad ligados a una enfermedad psiquiátrica que padezco, no deteriorante y que tiene tratamiento, pero a la que hay que estar atentos. Si la primera manifestación de la enfermedad tuvo lugar en 1992, la última la tuvo en 2009. Había pasado mucho tiempo histórico cuando yo me senté a escribir los últimos textos, esto es, los que hablaban de la enfermedad en primera persona (recordemos, el último episodio databa de 2009 y la escritura era de 2021). Eso por un lado. Por el otro, ya no publicaba esos textos en el diario más importante de mi ciudad, La Plata, en la que había nacido y toda la vida residido, sino en NY en dos oportunidades y en la provincia de Mendoza, en Argentina, en otra. Se trató entonces en el primer caso de un diario. En el resto en una revista online y en un semanario, culturales independientes, de los cuales uno fuera de Argentina.

¿Por qué yo el 13 de octubre y el 3 de noviembre de 2021 tomé la decisión de publicar en una revista de NY, ViceVersa Magazine, y simultáneamente realizar una amplia difusión mediante redes sociales en mi país y mi ciudad (y en dos Facultades de mi Universidad en las que trabajaba o había trabajado, de la Universidad Nacional de La Plata), de sendos extensos artículos sobre la patología? ¿Cuál sería la reacción de los lectores que tendrían acceso a esos medios de masas, incluso de otros países o ciudades? ¿Medí yo acaso el alcance de lo que estaba haciendo? Sí, efectivamente lo medí. Y lo que hice fue deliberado. Estaba interesado en que se supiera que padecía un patología, en primer lugar, siendo escritor. No por exhibición en absoluto. Sino por una honestidad que consideré imprescindible. En segundo lugar, que tal circunstancia no impedía mi capacidad de decir ni de expresarme por escrito. En tercer lugar, de que el impacto de mi discurso fuera lo suficientemente amplio como para generar un efecto potente. Es aquí en donde interviene el primer punto en el que sí me gustaría poner el acento. Era importante para mí poner al descubierto una realidad sustraída por lo general de los medios. O de la mayoría de ellos. O suplantada por la  presencia de expertos más que por pacientes. Los medios no solían abordar por miedo, seguramente, a no ser leídos o a ser leídos con temor, con recelo por parte de sus lectores. De modo que a mí eso me tuvo sin cuidado. Fui en tal sentido alguien más pendiente de afirmarse, de autorrepresentarse, de autodesignarse en lo que tenía para narrar y decir, que en medir consecuencias que estimé completamente irrelevantes. No era el punto que el discurso fuese temido. Sino que se tratara de un discurso que generara expectativa. Interés, polémica no por hacer ruido sino para dar pie a un amplio debate que consideraba pendiente.

De mis 22 años a mis 50 años yo había recorrido un largo trayecto a través del cual mi biografía se había afirmado mucho. Mi escritura se había consolidado de modo notable. Me había doctorado. Había realizado una carrera profesional académica de diez años sumada a una carrera como colaborador de medios de prensa cultural desde 2018 en adelante. No había dejado de estudiar. No había dejado de leer y formarme. Había seguido publicando en dos revistas académicas. Me sentía lo suficientemente fuerte como para ser alguien que podía hablar de la patología mental en primera persona sin temores. De hacerlo de modo influyente. De hacerlo espontáneamente. Y, por lo tanto, esa misma naturalidad y esa misma seguridad transmitírselas al lector. Hablar de la locura no era sinónimo sino que de cordura. Y hacerlo con altura más aún. 

Desde el momento en que se había desencadenado la enfermedad hasta esta etapa en la que se podría hablar de una estabilidad subjetiva y emocional, mi trabajo intelectual no se había detenido jamás. En la segunda nota, procuraba desentrañar de qué modo el paciente, originalmente designado bajo la categoría de “caso”, con su respectiva “historia clínica” o “relato psicoanalítico” por parte de la psiquiatría, la psicología y el  psicoanálisis, en ese caso era heterodesignado por la ciencia médica o psicológica. Y, en los peores y más deleznables, por el chisme. En mi caso hubo algunas personas que fueron claves, en primer lugar una Psiquiatra, doctorada en Medicina por la Universidad Nacional de La Plata, de excelencia que hizo un seguimiento de mis procesos terapéuticos tanto como de mis escritos en un sentido testimonial. Lo hizo de un modo tan pormenorizado que me entusiasmó a narrar y publicar desde ese punto de vista nuevos escritos, en el sentido de dar cuenta de mi experiencia como paciente psiquiátrico así como de sus estigmas. Conversamos mucho acerca del problema de la estigmatización de los pacientes con enfermedades psiquiátricas y la necesidad de revertirla con urgencia. Este fue el punto clave que a mí me condujo a tomar la decisión definitiva de sentarme a escribir, publicar y difundir esos escritos. La idea, en primer lugar, de que alguien tenía que hacerlo. De que alguien tenía que hacerse cargo de esa realidad social que generaba la marginación del paciente. En la imaginación popular las personas con enfermedades psiquiátricas eran potencialmente una amenaza. Eso era literalmente un disparate. Muchas vivían solas. Se solventaban. Tenían relaciones de pareja estable. Hijos a quienes cuidaban de modo exitoso 

Me resultaba importante afrontar la opinión pública, escribiendo sobre temas considerados tabú. No es empresa sencilla hacerlo. Sin embargo, asumí esa responsabilidad, asumí esa decisión. Hubo una convicción diría que me permitió sobreponerme a toda clase de temores, pudores o miedos que pudieran atentar contra la empresa. Una editora diestra, de confianza en empresas temerarias como Mariza Bafile, compañera en el arte del riesgo, fue el engranaje definitivo que terminó de urdir esta trama.

Si la enfermedad se había manifestado por primera vez en 1992, y mi primer artículo había sido publicado en el diario en 1995, eso ya señalaba un poder de determinación de intervención en la esfera pública al que yo no estaba dispuesto a renunciar. Menos aun siendo escritor y menos aun siendo Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. En este presente histórico, ya doctorado en Letras desde 2014, más afirmado en mis conocimientos (además de en mis puntos de vista y saberes respecto de las enfermedades mentales en general, con lecturas sobre el tema) y con una vida que definiría en términos de saludable, me sentí con la suficiente capacidad para dar un paso más allá ¿Por qué no afrontar la enfermedad desde el relato, la narratología, la ciencia del relato, esa parte de mi disciplina que se aboca al estudio sistemático de la narración como una forma comunicativa? Toda enfermedad adoptaba una narrativa. Esta no era una excepción. Y convenía hacerse cargo de ella en primera persona del singular. Esto es lo que resultaba impactante para todo el mundo. Es lo que yo quería que resultara impactante porque tenía toda la intención de revertir el estigma. Sencillamente porque el estigma era infundado. Y el estigma volvía desdichadas a muchas personas. ¿Por qué consentir el sufrimiento pudiendo evitarlo?

El punto de inflexión lo marcó indudablemente el año 2021. Fue evidentemente un año de seguridad con la escritura y en la escritura. La práctica, el ejercicio del periodismo cultural en la misma revista ViceVersa Magazine desde abril de 2020 con frecuencia semanal, siendo un columnista estable, me confirió un ritmo de producción pero también de exigencia que me permitió hablar con libertad acerca de muchos temas de común acuerdo con su editora. Por lo general sobre literatura. Nada más lejos de esta problemática de la locura que mis notas en ViceVersa Magazine. De hecho publiqué solo dos temas vinculados a la salud: sobre la pandemia y sobre salud mental.

Había habido una progresión respecto de mi escritura acerca de mis trabajos sobre la enfermedad en primera persona. Una arqueología, distintas mapas geológicas de una superficie que se profundiza: La Plata (1995), Mendoza (2021) y NY  en dos oportunidades etapas cercanas la una de la otra (ambas de 2021). De una órbita local, a otra  provincia distinta de la de Buenos Aires, la enfermedad se había proyectado hacia un alcance internacional, incluso del otro extremo planetario.

Me detendré ahora en los dos artículos de octubre y noviembre en NY. En el primero, trazaba todo un largo recorrido a lo largo de mi vida, en sentido diacrónico, en el que ponía en diálogo textos preliminares con ese en particular. Ese artículo, titulado “Locura y desapego: patchwork para una autobiografía textual”, provocó revuelo porque resultó completamente inesperado, sobre todo en La Plata. Donde todos me conocían. Y sabían que tenía una patología. Respecto del segundo artículo, “Una narrativa del sujeto: las repercusiones sobre el artículo ‘Locura y desapego’ permitía decir otras cosas. Los psiquiatras fueron mucho más porosos a interesarse por él, al igual que el público en general o parte de él, que los psicoanalistas. Los psicoanalistas fueron refractarios a devoluciones concretas sobre ambos artículos, ni siquiera me hicieron saber si los habían recibido. Tal circunstancia resulta sintomática. Definitivamente. Otras personas ponderaron mi “coraje” o mi “valentía” (estoy reproduciendo las palabras de estas personas). El texto no se viralizó. Más bien opuso o generó resistencias. Venía a tocar zonas erizadas de conflictividad social, hacia las cuales la comunidad suele manifestarse particularmente sensible. Experimenta resistencias. Y los lectores las sintieron evidentemente a la hora de hacerlos circular. A esto quería llegar. Y es el punto que me parece clave para comprender la ingeniería social por dentro de la cual funcionamos las sociedades al menos en Occidente, tanto las desarrolladas como las que están en vía de desarrollo. Tal como está organizada la sociedad, en el seno de la cual trabajamos y realizamos intercambios y en la cual estamos inmersos, crea un contexto que, en mi caso, había resultado de exclusión y no inclusivo; y no porque no hubiera realizado todo un desempeño profesional o de estudios, sino porque la enfermedad era generadora de estigma. Aún seguía suscitando reticencias, aun cuando había sido revertida hacía rato su sintomatología. El hecho de haber atravesado por estadios agudos de la enfermedad me volvían potencialmente alguien al que no convenía acercarse o que daba miedo (quizás incluso la sociedad no estuviera preparada para prestarse a leer esa clase de textos). Yo era, por lo tanto, alguien impopular que se había atrevido a contar una experiencia públicamente que hubiera debido ser callada o acallada porque debería darme vergüenza el padecerla. Pues yo no la sentía en absoluto. Y no consideraba legítima tal consideración. Me comporté de modo inclusivo en lo relativo a mi posición respecto de mi intervención discursiva en la esfera pública, un discurso coherente, expositivamente claro, vincularmente saludable y no admití ser tratado desde la exclusión. Consideré que mi palabra autorizada por una experiencia que me respaldaba, no hablaba de modo libresco, motivo por el cual estaba doblemente reforzada. Por los argumentos, el universo de las ideas. Y el universo de la ideología. Ideas que estaban claras y no eran las de un alienado.

Hacía rato que tanto desde esta revista como desde redes sociales yo venía haciendo publicaciones en las que me hacía cargo de la experiencia de la salud mental en Argentina y en el mundo. A lo largo de la Historia, de lo que investigaba y de lo que veía en torno. De hecho había cerca de mí enfermos psiquiátricos que mentían u ocultaban su patología mental. Mis notas sobre estos temas fueron realizadas desde la poética (la literatura, el ensayo) como desde las artes plásticas. La literatura era un territorio en el que me sentía cómodo para explicarme o traducir mi situación a través de voces, formas, textos literarios canónicos (o no). Por otra parte, la escritura de mis artículos respondía menos al paper de un médico, naturalmente, que a la nota de opinión de un escritor. Este punto es importante. Diría que es clave. Da una idea del enfoque, la forma, el lenguaje y este abordaje que desde una “narrativa de la enfermedad” yo estaba interesado en plasmar. No era un enfoque, como es natural, desde la clínica médica. La literatura venía en mi auxilio para, mediante figuraciones, metáforas, metonimias, sinécdoques, personificaciones entre otros recursos, yo pudiera dar cuenta de lo que había tenido lugar en mi vida, en primer lugar. En segundo, lo que había sucedido como un desprendimiento de la publicación del primer artículo y del segundo en la sociedad, al menos en las redes sociales y en los medios en los cuales habían aparecido. De todo lo que me había tocado vivir a lo largo de mi vida como persona. Lo que había visto vivir a otros en mis mismas o parecidas circunstancias.

De modo que si yo tuviera que rastrear estos hilos que se habían venido gestando y que hicieron eclosión, luego de un estado de latencia incómoda, recién en 2021, cuando ya tenía 50 años, era porque evidentemente había habido una serie de hitos previos, de procesos en mi vida que me habían hecho sentir respecto de la enfermedad con capacidad de reflexión acerca de ella y pronunciarme públicamente, o bien tomar distancia de sus repercusiones porque me sentía ajeno a la opinión adversa que pudiera generar en la opinión pública. Se trata en efecto de una experiencia que no era grata, naturalmente. Pero hacía falta objetivarla. Me había puesto a meditar en profundidad y sin concesiones en torno de la necesidad de darla a conocer. De dar a conocer que yo la padecía (de lo que muchos ya estaban al tanto pero no conocían detalles). Sumergido en meditaciones acerca de sus condiciones sociales, su discriminación, el abandono al que solían confinar a quienes las padecían amigos y parientes, la negación a aceptarlas, la hipocresía que cundía en torno de ellas, el disimulo, la incapacidad de nombrarlas, la necesidad de ocultarlas por parte de sus protagonistas, el silencio que las rodeaba como un anillo hasta ahorcar a sus protagonistas, la relación entre situación laboral y enfermedad mental (un capítulo problemático que yo mismo había padecido con una Unidad de Sanidad dependiente de la Universidad Nacional de La Plata en la cual, por solo citar un ejemplo, los médicos psiquiatras ni siquiera eran capaces de presentarse y hasta a veces no nos trataban bien sino de modo impaciente). Todo ello se daba de patadas con un medio de comunicación de masas, que visibiliza las experiencias privadas hasta potenciar e instalarlas en la esfera pública. Todo esto me puso a pensar seriamente frente a la necesidad precisamente de adoptar la posición inversa: la de mostrar abiertamente una realidad que no había razón por la cual un enfermo debiera padecer en silencio sino nombrarla. Debo aclarar, en este punto quisiera ser transparente, que como durante toda  mi vida yo había tenido un alto rendimiento intelectual en todos mis trayectos formativos, tenía altas calificaciones, había asistido a muchas actividades formativas formales y no formales, había tenido buenos trabajos, venía de una familia que en la ciudad de La Plata gozaba de buena reputación profesional porque estaba muy vinculada a la Universidad Nacional de La Plata desde mi abuela en adelante, tenía un alto rendimiento en mis actividades, había realizado múltiples actividades, había desarrollado la carrera académica durante diez años, ganado becas y subsidios, llegado a mi doctorado, en fin, había pasado por muchas pruebas que no me predisponían a ser considerado precisamente un individuo incapaz. Pero sí un individuo que en función de que había padecido una enfermedad mental quedaba estigmatizado. Donde existía el prejuicio existía el estigma. Y la ciudad de La Plata es una ciudad chica, donde cunde el chisme, la realidad es deformada, si hay malicia las cosas se agravan. Y se multiplican.

Nuevamente acudiré a una metáfora. Una constelación de sentidos. En efectos, unidades planetarias, órbitas en torno de las cuales mis textos comenzaban a gravitar, a impactar en la sociedad produciendo toda clase de efectos tanto primarios como secundarios pero también de múltiples sentidos. Ya no era aquel joven arrojado de 1995 de un diario, ya no era el de 2021 de una provincia de Argentina, ya no eran únicamente los dos de 2021. Eran una constelación de sentidos. Configuraban una totalidad, hacían sistema. Cada uno ocupaba en ese sistema un lugar irreemplazable y al ponerse en diálogo con los otros cuatro, ese acto de cotejo los resemantizaba.

Todas estas circunstancias se fueron atando simultáneamente con lecturas de psicoanálisis que yo había venido realizando, en particular en los últimos años, en torno del corpus de la psicoanalista argentina graduada en la Universidad de Paris VII bajo la dirección de Jean Laplanche, Silvia Bleichmar. Haber escrito dos artículos sobre ella, uno más ambicioso, que salió primero en La Plata, luego en NY, en una versión revisada y ampliada, en revistas de periodismo cultural. Y un artículo más breve, sobre una dimensión de sus teorías, que apareció en un Semanario de Buenos Aires. Naturalmente que no se trataban de los artículos de un experto. Sino de un lector profesional de otra disciplina, humanística en mi caso, de un profano en ese campo del conocimiento, que sabía cómo expresarse bien por escrito porque se había formado en esa tarea, que había ejercitado con frecuencia el pensamiento teórico, el pensamiento abstracto. Y que entendía de lo que hablaba un psicoanalista cuando se expresaba. Aunque no fuera en un sentido técnico estrictamente disciplinario desde el punto de vista sistemático y semánticamente específico. Pero sí podría decir que había un reconocimiento conceptual de categorías o marcos de referencia. Yo era alguien que se manifestaba sumamente interesado en esta psicoanalista, en su compromiso social y político con el país, apreciaba su seriedad académica, su claridad expositiva, al mismo tiempo que emprender un diálogo con ella por el que me sentí profundamente interpelado en el orden de su pensamiento y su sistema de ideas. 

Hubo un aprendizaje de psicoanálisis en mis psicoterapias, en particular con personas que tenían capacidad teórica, además de que se  prestaron en mayor medida a convertirse en interlocutores para que yo interiorizara conceptualizaciones en virtud de mis intereses. No solo vinculadas a mi patología. No todos estaban interesados o se mostraron atentos a hacerlo. Quizás por su marco terapéutico. 

Hubo una asignatura en la carrera de Letras, la correspondiente al área docente, Fundamentos Psicológicos de la Educación, en la que sí leí a bastantes psicoanalistas o psicólogos, si bien no todos me interesaron por igual y en muchos casos se trató de capítulos sueltos. La Bibliografía consistía en un ancho cuaderno con capítulos de libros de psicólogos fotocopiados. De modo que también por ese otro lado hubo aportes.

Yo era y soy un intelectual. Había sido un académico durante diez años de mi vida profesional. Había seguido publicando en revistas académicas. Había sido un investigador. Era importante para mí seguir aprendiendo para entenderme. Para entender los accidentes por los que me había tocado pasar y que me habían conducido precisamente a esos espacios.

Los libros de la escritora norteamericana Siri Hustvedt fueron un punto culminante en mi vida. Ella, que había padecido un problema neurológico que la hacía moverse o temblar descontroladamente en situaciones de exposición social, como conferencias o exposiciones, en un momento de su vida, sin embargo no perdía un ápice de su tono de voz en sus conferencias. Y tampoco perdía un ápice de su lucidez o concentración. Terminaba sus exposiciones (o quizás las interrumpía, eso no me quedó en claro), sin que esos movimientos afectaran su rendimiento intelectual en situaciones de exposición pública. De modo que ella se había embarcado en una larga y apasionante investigación multidisciplinaria sobre todo en torno de las neurociencias luego de frustrados tratamientos en función de la patología neurológica que la había afectado. Este libro recuerdo que me sacudió. Y mucho. Se titula La mujer temblorosa o la historia de mis nervios (2010). A continuación escribí para la citada revista de NY un artículo sobre uno de sus libros de ensayos aproximadamente hacia 2013, Vivir, pensar, mirar (2012). En él había algunos ensayos sobre neurociencias. En otros sobre literatura o filosofía.

Se publicó un extenso artículo sobre todo el corpus ensayístico de Siri Hustvedt el 10 de noviembre de 2021 en la revista de México, Vagabunda Mx, que consiste en tres libros. Dos compilaciones de ensayos. Otro, el citado al comienzo, en un largo ensayo que era un libro.  Los titulé “Matices en los ensayos de Sirid Hustvedt: entre la virtud y la objeción”, haciendo notar mis disensos con ella. Pero subrayaba (y lo hacía de modo elocuente, con énfasis, con nitidez), el modo como ella no eludía su patología neurológica públicamente y la volvía objeto de reflexión autobiográfica y multidisciplinaria en particular, lo que me pareció digno de ser emulado. Conjeturo que fue ese el envión que yo definitivamente necesitaba para dar pie a que mi propio trabajo de escritura en torno de la enfermedad psiquiátrica, a fondo, diera comienzo desde los medios (si bien ya lo había hecho, como dije, en aquel remoto 1995, pero ahora tenía otros recursos). Para que de modo culminante terminara la serie de notas con las que inicié este artículo: una serie. Pensé que sería esencial tomar esta iniciativa también por una cuestión de ética hacia mis semejantes en similares condiciones pero que no se atreven a hablar de la enfermedad públicamente o no pueden o no saben cómo hacerlo: era un imperativo ético. Finalmente, sería un abierto combate contra los estereotipos y clichés de una sociedad exitista para la cual aquellos que no alcanzan la saludable vida exitosa de una familia heterosexual, un automóvil, una casa propia y un buen pasar, somos perdedores. Lo cierto es que le gustara o no a la sociedad existían en ella patologías psiquiátricas. A una me había tocado padecerla a mí. La había visto y seguía padeciendo, producto probablemente de seguirle el juego y no hacerle frente de modo definitivo, embestir contra los estereotipos y los atentados a la libertad de ser, de pensar, de vivir. 

Y en lugar de hacerlo a través del formato de la investigación científica, comencé por un punto de partida más modesto: la divulgación y los primeros testimonios. Lo cierto es que es aquí el punto que me interesa tocar. Y consiste en cuando las ciencias de la salud o el relato de la enfermedad psiquiátrica, la narración psiquiátrica, se cruzan con el orden de lo mediático. Tanto a nivel gráfico como digital, en particular con las redes sociales y la publicación, por supuesto. Pienso en tal sentido que lo mediático viene a traer aportes sustantivos no solo por su capacidad de propagación, de difusión, de divulgación. Sino porque permite instalar en la esfera pública asuntos de esta índole como parte de una agenda pendiente a desarrollar, de temas a discutir en profundidad, en un lenguaje democratizado, accesible, no hermético, que no se rige por una jerga cerrada, de expertos. Sino del que son capaces de leer muchas personas más con solo contar con las elementales capacidades de saber leer, escribir y pensar. 

Los últimos dos artículos que publiqué, los más importantes, en NY, significaron movimientos (precisamente) profundos en mi familia, entre mis tíos y primos, mi hija (que los aprobó), en la ciudad, en mi entorno, cuyas repercusiones de naturaleza que desconocía. Yo deseaba que así ocurriera porque sabía que todos estaban al tanto (o buena parte de todas esas personas de mi ciudad) de modo que útil resultaba que lo estuvieran del todo, que se sacaran las dudas, que supieran que yo asistía a lo de una Psiquiatra, que tomaba medicación, que consultaba bibliografía sobre el tema, que investigaba, que me había formado como investigador, que consumía medicación como otros la toman para la diabetes o los cálculos renales o se practican cirugías graves que los paralizan o los dejan con graves secuelas. Ahora sí, todo el mundo que me rodeaba ya estaba al tanto de que por mi parte no temía que hubiera un conocimiento (discreto, sin efectismos, por cómo había sido manejado) pero que sí reconocía una historia, estas “napas” geológicas profundas de las que hablo, hasta ahora por fin habían podido llegar a una superficie en la que había sido capaz de escribirlas. No se trataba de una tarea fácil debo decir. Sabía que en la ciudad de La Plata era importante esclarecer cada instancia de la enfermedad, paso por paso. Exponer sus detalles porque existía una gran confusión. Aunque ello ocurriera sin concesiones. También agradecer a las personas o instituciones que me habían acompañado en circunstancias difíciles durante esos trances, empezando por mi familia y algunos académicos o la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata, que se manifestaron comprensivos y desprejuiciados, haciéndole llegar el artículo incluso a la Decana de la Facultad, su máxima autoridad. 

La misión de estos textos, de inclusión en medios masivos y en redes sociales, si bien carecían de una profundidad académica y adolecían de brevedad (en algunos casos, en otros eran más extensos), sí me permitieron dar a conocer abiertamente una enfermedad en torno de la cual había murmuraciones pero poco se sabía. Yo estaba interesado en que también quedara en claro que quien padece una enfermedad psiquiátrica no está condenado al silencio. A la incapacidad. A la discapacidad. Es capaz de una vida productiva y afectiva provechosa. Sana. Públicamente había asumido la enfermedad. Eso hacía que los responsables del estigma estuvieran atentos a que el estigma en contra de mí no sería efectivo. Es más. Mi principal interés consistía precisamente en combatir el estigma. La realidad terminó dándome la razón. La trama perversa de malicia, desinformación (de mi prójimo, que en muchos casos había especulado con ella), manipulación, discriminación, subestimación y blancos en los datos, tenía un límite. Un límite que puse yo. Por otra parte, había verdad, claridad, veracidad y una única versión oficial a través de un vocero que refería lo acontecido en mi vida respecto de este avatar biográfico que me había tocado transitar. Para el cual no había hecho la menor causa para que ocurriera ni darle pie. Simplemente me había tocado. Ese vocero era nada más y nada menos que su protagonista, autodesignándose.

El sujeto hacía públicamente acto de presencia, revelando su patología en medios de comunicación masiva. Dejaba ese ejemplo a su hija y lo hacía extensivo a su familia así como a otros enfermos que estuvieran o hubieran estado en similares situaciones. Nada debían temer. Tenían sus derechos. Tenían el derecho a la palabra. No tenían por qué callar. No tenían por qué ocultarse. No tenían por qué temer la exposición de su patología. El mundo es cierto, en muchos casos, les sería hostil pero el asunto era qué hacía uno con ese mundo. Si aceptaba que fuera desconsiderado con él. O si tomaba el toro por las astas y lo afrontaba. Afrontar no es sinónimo de actos de heroísmo o mesianismo. Sino de no temer y hablar con naturalidad y con valentía, en donde le tocara estar, bien plantado, de su patología como otros lo hacían de las suyas, entre tantos otros temas de los que se podía hablar, que serían orgánicas, estimo yo, para no ser de las discriminadas. Esas personas que quizás tuvieran familiares con una patología sobre la que sentían debían callar o que se sentían muy solas en tales circunstancias, no debían hacerlo. La humillación era mucha para sobrellevarla. Había dejado de ser tal para, en buena parte de los casos, devenir todo lo contrario: admiración o aprecio por el coraje demostrado a la hora de dar a conocer una única versión. La misión estaba cumplida. Y el precedente dejado por escrito.

El enfermo al escribir se legitima como productor cultural. Realizando una exposición ordenada, racional, cronológica, argumentada, con hipótesis interpretativas claras, con lecturas de la realidad fundamentadas, no puede sino ser respetado. Habrá personas que no leerán sus notas. Habrá personas que no prestarán atención a sus textos. Pero sí generará interés entre muchas otras, incluso enfermas de otras patologías, como el cáncer. O habrá personas que sabrán que se está hablando del tema de la salud mental en los medios.     

Este capítulo de la relación entre enfermedad mental y medios masivos es uno que no desestimaría para revertir prejuicios, estereotipos y clichés. Pero me parece eficaz si es realizado en primera persona y no solo por expertos en la materia, que se refieren a las patologías desde la enunciación del experto “sano” hacia la sociedad “sana” que escucha para prevenir o informarse. Objetiva al paciente, lo heterodesigna y, naturalmente, para él ese paciente constituye la alteridad que él no es sino en todo caso previene o sana. Y en algunos casos a personas que sí padecen patologías y prestan atención a esos discursos sociales sí se dirigían y eran escuchados. A los televisivos no siempre les otorgué crédito, debo confesarlo. Eran personajes mediáticos. Y diría que considero óptimo para que a esta altura de la Historia, dichos medios de comunicación de masas (que se potencian con la proyección de la dimensión digital y de las redes sociales) puedan ser aprovechados de modo exitoso para revertir el estigma que sobre los pacientes recae. También me parece sumamente importante que de estos temas hablen los pacientes, como dije, con motivo de que el enfoque y el encuadre de la enunciación sea otro, no desde la visión de los especialistas, que lo objetivan como caso psiquiátrico. El paciente debe ser un productor cultural. Un enunciador. Que los testimonios sean realizados en una primera persona del singular, potencia el discurso. Lo vuelve más verosímil y eficaz. La voz se manifiesta segura, firme, no vacila. Es importante que dé los datos verdaderos por los que le tocó atravesar, pero en modo alguno debe victimizarse. Sí es importante que señale de qué ha sido víctima en virtud de padecer su enfermedad. Aquí sí entra a tallar el estigma. Todo ello, en este presente de la enunciación, concretado, como mínimo para un grupo amplio de personas, queda revertido, revisado y puesto en cuestión. Demos por descontado que habrá gente que seguirá pensando por igual lo mismo acerca del tema. Pero habrá otra que cambiará puntos de vista al ver y escuchar. Son los que tienen capacidad de escucha.

Leído por mi Médica Psiquiatra (siempre tan respetuosa de mi persona, respetuosa de mi dignidad, con modales, considerada, abierta al diálogo franco, en una posición de horizontalidad en la relación Psiquiatra/paciente) en cada artículo que le llevaba, ella escuchaba una voz que decía que también la interpelaba desde espacios enunciativos distintos. Ella, atenta siempre a la escucha, actuaba, no solo desde su práctica clínica, sino desde otras que tenían que ver con conexiones y redes sémicas que trazaba. De pronto, cierto día, cuando ella mencionó una frase, una invitación a la autodesignación, un puzzle se armó, las piezas de ese rompecabezas cobraban un sentido definitivo. Las napas geológicas desde sus zonas más profundas, cuando se había manifestado la enfermedad en 1992, emergían, llegaban ahora a una superficie en la que se escuchaba un reverberar de las primeras palabras de por entonces pero resignificadas y ahora sí, plenas de sentidos. Palabras que también podían leerse en un napa. En una hoja de ruta. Por otro lado, en la metáfora de la constelación de sentidos, las órbitas gravitatorias de los distintos planetas, esto es, los distintos textos, configuraran, reenviándose los unos a los otros singulares significados y sentidos, se resignificaban, se resemantizaban. Y, diría, finalmente, que se cerraba una etapa que miraba al  pasado congelada en una estatua de sal, como la mujer de Lot, en la Biblia, o estaba paralizada en el presente y comenzaba a mirar hacia el futuro. Un futuro cargado de dinamismo, estudios, investigaciones, renovada escritura, vitalidad, acción, una más potente intervención en la esfera pública, también desde varios foros. Su escucha era una instancia diría, por sobre todo, para mí no solo como paciente sino ante todo como persona desde un punto de vista ético, transformador. Y que ser leído por una Médica Psiquiatra doctora en Medicina por la misma Universidad por la que yo me había doctorado, era ser leído sobre todo por una profesional humanista, no solo una profesional del campo de la clínica médica. Ella había leído artículos de mi autoría testimoniales vinculados a la estigmatización social de la enfermedad psiquiátrica y a la relación entre patología mental y sociedad.. No solo era un honor sino un reconocimiento. Un privilegio. La ciencia médica procedía desde la inclusión hacia el paciente. Dando el ejemplo.

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