La sociedad que conozco, la que palpo en el día a día, es la de la ciudad de La Plata, una ciudad chica, de Argentina, pero importante a nivel nacional. Es en ella en la que percibo los contextos mediáticos (en sus diverso soportes), los espacios en los cuales se desarrollan las reuniones sociales (con los protocolos que supone una pandemia). Resulta evidente que de los temas a los que me referiré no se habla. Diera toda la impresión de que la sociedad no está preparada o, mejor, no está dispuesta a hablar abiertamente del tema de la patología mental más que de modo descalificativo, eufemístico o mediante el chisme y el rumor. Por otra parte, uno no escucha que sea un tema de la agenda de la política. Más bien las personas con alguna clase de problema de salud mental quedan completamente invisibilizadas.
La pregunta que inmediatamente se desprende de tal situación contextual es ¿Por qué? ¿qué hay de temido, de vergonzoso, de incapacitante que haga que una persona con una patología mental, con un buen tratamiento no pueda hablar de lo que le sucede? ¿no pueda referirse a que está asistiendo a consulta con un Médico o Médica Psiquiatra, que consulta también con su Psicólogo o Psicóloga y que consume, supervisado por un profesional, psicofármacos? ¿qué es lo tan temido para no poder verbalizar algo tan natural y espontáneo como un problema en la vesícula o una enfermedad en orgánica, por ejemplo, en el hígado o una lesión muscular o fractura en un hueso? Evidentemente algo huele a podrido en Dinamarca. Y no me gusta. También los motes que se le atribuyen (a esta entre otras patologías) al enfermo mental (o a la sociedad que lo margina), adjudican producto dicho sea de paso, de una patología que no eligió. No solo lo hacen sufrir los efectos de esa enfermedad, sino padecer la segunda parte que le toca: la de la sanción social. Con su consiguiente sufrimiento destructivo.
En lo personal tomé la decisión, luego de una serie de artículos sobre salud mental en algunas obras literarias (la especialidad en la que estoy doctorado por la Universidad Nacional de La Plata, Argentina, en la carrera de Letras) y en torno de algunos casos paradigmáticos de la Historia del arte hacer pública mi patología mental porque consideré que por algún lugar correspondía empezar. Era un tema a propósito del cual cundía el silencio más absoluto. Una enorme desinformación. Y elegí hablar en primera persona de una enfermedad que en lo personal no me avergüenza ni siento que me menoscabe. Simplemente esa una enfermedad como cualquier otra con la cual se convive del mejor posible. A uno le toca padecerla, motivo por el cual uno toma los recaudos del caso, se atiende en lo posible con buenos profesionales, no bebe alcohol, yo tomé la decisión de no manejar automóviles por las dudas que mis reflejos pudieran fallar o bien me distrajera y para ello sí conviene ser prudente, entre otras medidas.
De modo que no temo hablar de la enfermedad sencillamente porque no la considero un delito ni un crimen ni menos aún un dato de existencia constatable que revista una falta ni leve ni grave respecto de mis semejantes. No considero a los problemas de salud mental el resultado de una acto de irresponsabilidad (al menos en mi caso), sino de una lesión neurológica. Los habrá de otra génesis. No es una lepra contagiosa que ponga en riesgo a ninguno a mi prójimo porque he tomado todas las precauciones para que ello no suceda. Hay actividades que no realizo cuando requieren de suma precisión pero me resisto a la autoestigmatización. Puedo perfectamente cuidar a mis sobrinos y puedo perfectamente estar con mi hija, como lo hice siempre desde muy pequeña. Ahora es una joven que sabe perfectamente qué hago, qué no soy capaz o no es conveniente que haga, por qué sucedieron como sucedieron ciertas cosas que nos han pasado como familia en la medida en que me ha tocado a mí el hecho de ser el que padecía la patología. Ahora bien: estoy doctorado en una carrera dificilísima para la que hay que leer y procesar mediante el pensamiento abstracto una cantidad de bibliografía francamente abrumadora. Y escribir y estudiar para estar actualizado de modo permanente. También mi hija dijo que se sentía orgullosa cuando leyó una serie de mis artículos acerca de salud mental porque siempre me vio afrontar sin vueltas, sin demasiados rodeos y sin temor el prejuicio de la mano de la hipocresía. A mis ojos se trató siempre de una enfermedad que no tenía nada de inhabilitante ni de penoso. Menos aún inspiraba lástima. Lo vio tanto de pequeña como de joven. Jamás fui prejuicioso. De modo que mi posición desde la perspectiva de esposo y padre no fue la de subestimación hacia nadie sino más bien todo lo contrario, la inclusiva. Dato demostrado en los hechos. Salvo por mi familia directa hubo un número escaso de personas que se acercaron a mi casa cuando tuve alguna clase de descompensación. Pero me bastaba la fortaleza de los míos en tal caso. Cuando uno viene lidiando con una enfermedad durante ya varios años, uno aprender a controlar y prevenir posibles episodios nuevos. Conoce, se informa y, sobre todo, actúa. Mi posición fue intervenir en la esfera pública. Si esta clase de discurso irrumpen en ella, automáticamente habrá reacciones diversas, como es obvio. Cada cual pensará y se pensará de un modo distinto en relación con la patología devenida alteridad. Quiero decir: habrá personas que pensarán la patología como alteridad temida. Otros como alteridad inspiradora de lástima o conmiseración. Los habrá indiferentes. Los habrá quienes están dispuestos a leer y escuchar. Permeables al cambio, esta es la posición más, a mi juicio, más acertada. También la más certera.
Trabajé toda la vida. Trabajo. Trabajo por demás en verdad. Porque soy exigente. Me gusta exigirme. Me gusta probarme. Me gustan los retos. Me gustan las investigaciones creativas en el campo de las artes, las letras y los estudios. Soy riguroso. Perfeccionista. Me gusta recorrer el camino más difícil, no el que primera tenemos la mano o el simplista. No tengo ganas únicamente de cumplir con una obligación. A lo que me dedico, la escritura, la lectura, la crítica literaria, noticias de opinión sobre diversos temas afortunadamente, todo ello es mi vocación. De modo que trabajo con pasión. Eso le confiere al trabajo una fortaleza y una contundencia producto de una formación que uno adquiere luego de muchos años de trabajo en la Universidad y también como autodidacta o en otros espacios de educación no formal. Me refiero, entre otros, a los talleres de escritura. Si tengo tiempo libre lo uso para formarme, informarme, para estar con mis seres queridos, vivo comunicado con mi hija y con mi familia. Salvo unos pocos amigos fieles, otros se apartaron de mi vida (dato sintomático al momento de escribir el presente artículo). Esto por un lado. Por otro lado, las cosas cambiaron cuando hice pública la enfermedad en los medios y en las redes sociales. Hubo gente con la que estaba vinculada de modo cotidiano que literalmente “se hizo humo”. Se esfumó. Prácticamente huyó. Y hubo gente que me hablaba de que sobre ella también se había ejercido el prejuicio por distintas enfermedades, pero aludían en particular a la mental. Gente toda muy distinta y de diversas edades pero que mantenían en el orden del secreto esa realidad con la que lidiaban cotidianamente. Hubo casos de personas que me habían confesado que eran discriminados por otras razones, no vinculadas a la salud mental y cuando leyeron alguno de la serie de artículos sobre salud mental a los que he hecho mención, dejaron de entablar contacto conmigo.
Me considero lo suficientemente responsable y solidario como para que quien me necesite no dejarlo solo. Sé lo que es estar solamente acompañado por la propia familia. Con un hermano de una enorme grandeza que debió hacerse cargo, entre otras muchas cosas, de acompañarme a tratamientos de la ciudad de La Plata a Buenos Aires además de cuatro episodios (más uno leve) que requirieron en cuatro casos internaciones que no fueron largas pero supusieron luego una reinserción. Tal circunstancia exigió de mí una fortaleza por momentos titánica pero que naturalmente fue una batalla que di y volvería a dar. Tengo la fortaleza que me dan el amor y múltiples sentidos para vivir, para progresar, sentir la potencia de la vida, avanzar de modo incesante con la intención de progresar. La salud mental es un tema que me resulta convocante. Sencillamente porque me resulta un asunto pendiente. Esto es: me parece imprescindible reflexionar. En el medio produje libros, gané becas, obtuve un Subsidio de mi Universidad, publiqué muchos trabajos en el extranjero. Y si digo esto es para ubicar en un contexto, precisamente, a la enfermedad. No se trata, como nos pretende hacer creer el sentido común, de una problemática que paralice o incapacite al sujeto que la padece. A lo sumo lo condiciona.
Así como Susan Sontag decía que el verdadero arte es el que pone nerviosa a la gente, a mi juicio los verdaderos artículos sobre salud mental son los que ponen nerviosa a la gente.
En primer lugar, las enfermedades mentales es consenso popular que son sinónimo de locura irremediable. Y eso no es cierto. En verdad, si son atendidas por profesionales competentes con terapias adecuadas, logran buena parte de ellas incluso revertirse.
La enfermedad mental es lo temido. Por lo tanto de inmediato supone exclusión. Lo que logra que las personas enfermas se sientan más solas. Cada vez peor. Cercada por el factor social, diría que la enfermedad hasta se agudiza. Porque la socialización se ve afectada notablemente. Pero si a una persona prejuiciosa le sucede de tener un familiar o persona de su círculo más íntimo con alguna de estas enfermedades, sustraen ese dato de la vida pública. Porque el pensamiento que teme a la enfermedad mental es profundamente irracionalista, atávico, supersticioso, no tiene fundamento de ninguna clase. Es profundamente inmanejable por el pavor que engendra, o bien, en los peores casos, por la penosa inhabilitación con la que se aspira a la neutralizar una voz disidente. Por supuesto que tuve a una editora a mi lado, a Mariza Bafile que apostó a mí. La mía es una voz que seguramente provocará perturbación en la esfera pública. Porque cuestiona a un mundo de una sospechosa transparencia que en verdad es encubre una notable opacidad. El discurso racional de un paciente competente en una disciplina (y en una disciplina para la cual el pensamiento abstracto, teórico y especulativo resulta principal) echa luz sobre esa opacidad y hace notar que tal transparencia es pura apariencia. Vivimos en un mundo de aprensiones según el cual mostrar un flanco vulnerable, como la enfermedad mental resulta intolerable para los exitistas. Lo mismo sucede con otras enfermedades temidas, como el cáncer u otras patologías infectocontagiosas, como el HIV.
No obstante, el ser humano es vulnerable. Y lo es en grado sumo. Desde problemas cardíacos, respiratorios, de hiper o hipotensión, de diabetes, en fin, toda clase de patologías las personas se descubrirán falibles, frágiles. Al igual que cualquier enfermo mental que incluso se recupera y es capaz de producir discurso racional. Y publicar. La persona que padece una enfermedad mental es perfectamente capaz en muchos casos de ejercer su profesión siendo posible pasar por encima de los prejuicios. Un paciente con una enfermedad mental que responde a la sociedad mediante una contestación racional desestabiliza un conjunto de relatos, de experiencias, de creencias demasiado arraigadas y demasiado naturalizadas. Pero pone en cuestión esas premisas a partir de las cuales la sociedad ha pretendido o confinarlo, o discriminarlo o descalificarlo. Yo he visto todo esto a lo que me refiero. En mi caso he podido en todas las oportunidades en que me fue posible sostener una voz. Siempre recuerdo los autores que en las internaciones que tuve llevé en mi mochila para leer en las salas de lectura o antes de irme a dormir.
El prejuicioso es también muy vulnerable. Atento al lenguaje como soy, por lo general con las herramientas del Análisis del discurso que aprendí en la Universidad en mi formación de grado, soy además naturalmente escritor y periodista, me he tomado la libertad, si me lo permiten, de armar una sumaria lista que pondrá nerviosas a algunas personas porque suelen usarlas cotidianamente para desprestigiar o descalificar a quienes padecen patologías mentales. Pondré por escrito en lo que sigue aquello que ellos ponen en su boca. Le escuché a una diplomada con un “Master” en una Ciencia, en una reunión social la frase verdaderamente ofensiva: “más solo que loco malo”. Pronunciada delante de mí, se trataba de una expresión grave. Pronunciada tan luego delante de alguien que padece una patología mental que si bien es crónica, no es deteriorante y tiene un tratamiento exitoso. Pero vamos a las cosas. La lista (como la del mercado) dice así: “Colifa”, “chiflado”,”lunático”, “loco”, “perdió el juicio” (en su doble acepción jurídica y mental connotando axiológicamente de modo negativo al paciente/agente, como me gusta llamarlo a mí), “tiene pajaritos en la cabeza”, “tiene un desorden mental” (en su acepción ligada al caos y a una pérdida, implícitamente de la cordura, que lo marca axiológicamente bajo la forma de una derrota), “alienado”, “demente”, “anda mal de los nervios”, “está mal de la cabeza”, entre otras. Ahora bien ¿parecen pocas? A mí en lo personal me resultan tan despectivas, tan inhabilitantes, deshumanizantes, el indicio más claro de la exclusión social, del denegamiento de su condición de sujeto íntegro y de desprecio hacia el semejante no considerado un igual. Sino un anormal en lugar de adoptar una posición o conducta propia de un sistema abierto de ideas. El uso de estas expresiones devenidas lugares comunes denotan ignorancia. Es una forma manifiesta de estar cautivos del relato mediático o bien el lugar común, de la trampa del sentido común. Ello es lesivo contra la condición ética del sujeto. Ya generalizado, esta clase de pensamiento disgrega al enfermo de la sociedad. Genera disturbios en la socialización. Y se tornan insoportables formas de transitar la enfermedad mental.
Este punto resulta alarmante además de grave. Porque que una sociedad que se dice desarrollada, en la cual existe tecnología de punta (al menos en los países del Primer Mundo), donde hay instituciones científicas y humanísticas prestigiosas que investigan como el CONICET (Comisión de Investigaciones Científicas y Técnicas en Argentina), todo ello debería ser indicio de que se está a la vanguardia del pensamiento crítico, no a la retaguardia. De modo que todas estos son claves para entender que evidentemente hay instituciones en el país para pensar la patología mental, para darle espacio a la reflexión sobre ella desde perspectivas tanto humanísticas como científícas. Igualmente pienso que sería de utilidad que ello ocurrieran en los espacios de la educación superior como las Universidades. Ahora bien: estos contextos formativos y de producción de conocimiento científico ¿están produciendo conocimientos en torno de una apertura para la revisión de la patología mental en el orden social? ¿Están reflexionando en su origen, en la renovación de los puntos de vista sobre ella, en una crítica de discursos sociales más retrógrados? No lo sé. Es una pregunta que en virtud de la excelencia es de estos espacios de producción de conocimiento científico es de esperar así esté ocurriendo.
Uno escucha a diario en el orden de lo mediático oír hablar de enfermedades ligadas a trastornos de la alimentación, de la obesidad pasando por la bulimia o la anorexia. De las enfermedades ligadas a deficiencias cardíacas, a la infertilidad o esterilidad (que no son lo mismo), el stress (sí, de eso de sí se habla, resulta ser menos temido). Luego de una batalla que dieron algunos colectivos ligados a minorías sexuales exigiendo sus derechos y ejerciendo presión manifiesta además de que se volvió imperiosa la prevención, el HIV (con una resistencia que aún perdura), comenzó a ser un tema más debatido (pero también estigmatizados sus enfermos y definitivamente tema tabú). Y luego, el cáncer es el otro gran ausente de las pantallas además de las enfermedades mentales, en particular, salvo el enfermedad de Parkinson o el Alzheimer. Jamás las Neurosis, la Psicosis, la Esquizofrenia, el Trastorno Bipolar, el Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC), entre otras. ¿Por qué la divulgación científica, particularmente a través de contextos mediáticos se llama a silencio en estos casos? Mi hipótesis consiste en una doble trampa. Por un lado, ella misma es víctima de prejuicios. Circunstancia que los vuelve asuntos que provocan emociones temidas a quienes padecen una enfermedad mental. Por propiedad transitiva, hablar de ellas, sería fuente de pérdida de rating. La enfermedad mental no solamente no vende. Tampoco es un tipo de patología que sea admisible en los trabajos, en los espacios recreativos, en reuniones sociales. Y ello redunda una vez más, en dejar en soledad al paciente.
Los expertos en salud mental (en especial los mediáticos), se limitan a hablar de un abanico de patologías muy acotado, que ampliaron en razón de la pandemia al ser consultados por los medios quienes se abalanzaron sobre ellos tras la búsqueda de la pócima mágica o la primicia. Se estaban haciendo cargo de una demanda y de una experiencia social, ahora sí. El pánico de los medios probablemente a perder audiencia es mucho peor a la vez. Porque la sociedad está necesitada de apartar a estos fantasmas. De que los medios instalen en la esfera pública una agenda según la cual de esta clase de enfermedades se comience a hablar socialmente con naturalidad. Y que el enfermo también pueda presentarse públicamente cuando así sea necesario. En el caso de la pandemia, el factor aglutinante generó que hiciera falta compartir las patologías que comenzaban a aflorar y antes no se manifestaban.
Ahora bien ¿por qué no instalar como agenda pública la salud mental mucho antes y respecto de temas que no tuvieran que ver con la pandemia, que los agudizó o los desató de forma en ocasiones descarnada? Personas que jamás habían manifestado problemas de salud mental de pronto comenzaron a padecerlas.
No puede haber una empalizada llena de resistencias según la cual los problemas mentales no sean abordados por profesionales competentes en la esfera pública. Y si yo lo hago siendo paciente y no Psiquiatra o Psicólogo es porque conozco de cerca esa realidad por haberla atravesado (esto es, me respalda la experiencia empírica además de diálogos con los mejores profesionales de Argentina con los que me atendí). Haber leído alguna bibliografía respecto de la patología mental por parte de autoridades también en mi caso ha sido fundamental. Y he conocido profesionales sumamente distantes o despectivos. Otros respetuosos o muy respetuosos también, eso es cierto. En ocasiones se sorprenden de ver a alguien que padece una patología mental pero a la vez que trabaja, investiga, estudia, escribe (en mi caso), produce incluso en ocasiones en mayor medida que alguien que desconoce esta clase de enfermedad.
La enfermedad y sus metáforas, tituló la gran ensayista y escritora, además de cineasta Susan Sontag al abordaje que realizara del cáncer, la patología que padeciera y la hiciera sufrir tanto bajo tratamientos y síntomas inhumanos . Como antecedente recupera la tisis o tuberculosis, antes incurables pero ahora sí capaz de ser prevenidas y hasta erradicarlas. Mi posición es otra: la del testimonio y la de la reflexión a través de él en torno de lo que veo, oigo, lo que palpo en la sociedad. Lo que me pasa cotidianamente. Y lo que veo no me gusta. La enfermedad “debe permanecer oculta”. Desde el momento en que uno la hace pública quedará al margen de la sociedad, que lo expulsará del universo del trabajo y del estudio (lo que no es cierto). Me ha tocado en suerte experimentar de este tipo de situaciones y en todas ellas me he manejado con la verdad. Esto nace en mi caso de la experiencia empírica y constatable. Y según una reflexión teórica elaborada a partir de ella, de la capacidad de observación y de detección de problemáticas en el seno de la sociocultura. También según un tipo de biografía que ha estado sometida a avatares que la han atravesado motivados mental. Naturalmente que en un implícito señalo a la sociedad en su conjunto bajo un principio de denuncia porque advierto un sistema ligado a la apreciación acerca de la enfermedad mental plagado de negaciones, de hipocresía y de secretos, mentiras y silencios, diría la poeta norteamericana Adrienne Rich.
Asimismo, la conducta mediática (que no es la de todos los medios cabe agregar, no es la de este medio en el que escribo) no favorece conocerse y reconocerse en el semejante siendo una persona con este tipo de trastornos. También uno se encuentra con un nivel de subestimación que alarma. Se suele considerar incapaz a una persona capaz de hacer y producir discurso. Hay enquistados estereotipos que la sociedad necesita con urgencia sean desmontados mediante la puesta en acto del pensamiento libre y un ejercicio de revisión de estos constructos discursivos que son las enfermedades mentales desde cierta perspectiva. Víctima de los clichés que resultan muy difíciles de remover, la sociedad recae y decae una vez más en una trampa cultural que mantiene las aguas en calma pero por debajo de la cual intensas corrientes la amenazan. O el magma de un volcán en eventual riesgo de erupción. El ejercicio que creo sería más conveniente asumir consiste a mi juicio en procurar dinamizar la realidad social que rodea a la enfermedad mental como construcción ideológica, ligada a prácticas sociales, en el seno de la cual se cristaliza la citada estereotipia.
Se está librando una batalla. Día a día. Entre quienes están a la vanguardia porque están dispuestos a demoler un sistema cerrado de ideas que ha hegemonizado Occidente desde hace siglos y ha provocado solamente sufrimiento destructivo y quienes pretenden mantener el statu quo. Confinando al enfermo en consultorios de quienes pueden pagarlos o bien con obras sociales que cubran esos gastos a profesionales que los atiendan. Pero esa no es “la solución social”. La “solución social” no estriba en guardar secretos, ni en poner paños fríos a pacientes/agentes llenos de culpas y vergüenza, que viven su patología como un castigo. Tampoco se muestra la realidad de las clínicas neuropsiquiátricas ni menos aún de los Hospitales estatales Psiquiátricos, en condiciones penosas. Muchos con una infraestructura en un estado de abandono, decadencia y de mantenimiento precarios. El Estado se ha desentendido de sus enfermos porque “han perdido el juicio”. En efecto, la pérdida del juicio merece el confinamiento, por un lado. Por el otro, la sanción, como la cárcel, según la conocida reflexión de Foucault.
Preocupante se presenta este panorama y evidente me resulta su solución si los responsables se hicieran cargo de instrumentar medidas pertinentes. La población debe estar informada, en primer lugar, de en qué consisten esta clase de enfermedades. El conocimiento acerca de la enfermedad resulta clave. El sentido de autocrítica de los responsables de los contextos mediáticos, de la selección de sus contenidos también me parece un tema a rever. Y el ejercicio del pensamiento crítico por parte de profesionales más sensibles al sufrimiento y menos al status social. Me parece relevante un Estado influyente en la esfera también mediática respecto de la salud mental. Y la asistencia a los profesionales de la salud con las mejores herramientas y recursos para que puedan realizar tratamientos de modo exitoso y eficaz.
El panorama no puede ser más desolador. Es una pena, porque se supone que las sociedades y el tiempo deberían ser una variable a favor de la evolución sobre cómo se concibe a la enfermedad. Y pensar también, desde mi punto de vista, de qué modo se planta el enfermo frente a esa sociedad que le es hostal o lo discrimina. El testimonio es primordial en casos como el de esta clase de patologías. Que una persona se capaz de realizar una “narrativa de la enfermedad”. Y que esa narrativa pueda circular en la esfera pública, sería un aporte decisivo si se generalizara. Y hay buenos motivos para que ello ocurra..