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Sakte, Flynn y Vollard

En Noruega existe un formato de televisión conocido como Sakte-Tv, que se puede traducir de forma más o menos directa como una transmisión lenta. Se trata de maratones que pueden durar horas completas, sin interrupciones de comerciales, cubriendo los sucesos más ordinarios como un viaje por tren entre los mismo fiordos que el rey vikingo Harald I unificó, barcos atravesando el mar en sus verano glaciales o un tejido mostrado puntada a puntada.

Como cualquier expresión humana, se fue refinando y se llegó incluso a un perfomance de fauna. Se construyó una casa para pájaros con forma de cafetería y se mantuvo en vivo por unas prodigiosas catorce horas. Este pequeño simulacro de aves humanoides tuvo una audiencia que superó los doscientos mil televidentes.

El fenómeno es digno de estudio, porque todas las luminarias sociológicas y cualquier parámetro estadístico nos dice que la atención escasea. ¿Por qué un determinado rincón del mundo busca este hiperrealismo, esta quietud casi analógica? La respuesta a esto, cuando se formule, debe ser de mucha importancia, en especial cuando se acaba de romper el efecto Flynn: cada generación aumentaba su puntuación promedio de coeficiente intelectual, en los relieves sutiles de los gráficos, aunque fuera por un par de puntos cada década.

Los columnistas, filósofos e intelectuales han insistido en los opuestos: que nos hemos estado estupidizando desde que dejamos de comportarnos como el siglo XIX, lo que demuestra que hasta los pensadores a veces se alejan de la evidencia.

La mente de los llamados nativos digitales, al parecer, no ha sido estimulada lo suficiente por algo tan simple como la sobremesa, la lectura en buen papel o cualquier actividad alejada de la pantalla. Mientras los padres se maravillaban que sus infantes pudieran abrir aplicaciones, copiar y pegar, aplaudiendo la precocidad de las habilidades del futuro, la plasticidad cerebral se iba atrofiando por falta de nuevas conexiones y las dendritas, que ya de por si parecen ramas secas, se marchitaron. Por supuesto que esto último es una exageración, son solo un par de puntos en promedio más bajo.

Hace poco fui a ver la exhibición itinerante propiedad de Vollard, una colección de cien grabados de Picasso. Al parecer, según la explicación inicial, el malagueño tenía que cincelar una placa metálica y aplicar químicos nocivos para sombrear tonalidades. El resultado es una colección de monstruos antropomórficos que violan doncellas con espaldas que abarcan todo el cielo, mujeres coronadas por flores en trazos fluidos, bustos y esculturas surrealistas y esa magnífica serie del minotauro ciego guiado por una niña-lazarillo que a veces sostiene una paloma alegórica.

La guía del museo me comentó la frase más repetida (que todos hemos escuchado desde siempre) sobre Picasso: «esto lo podría hacer un niño». Según una estimación del coeficiente intelectual de figuras históricas, Picasso se encuentra en los 175 lo que lo coloca como un par de Isabel I, Esquilo, Mary Shelley y Balzac; pero muy por debajo Newton, Goethe, Shakespeare y Aristóteles.

No deja de estar por encima del promedio de 85-115 tanto de nuestros tiempo como de su generación que, según el efecto Flynn, fue históricamente menos lista. Y eso que no nos fijamos en las huestes analfabetas del medioevo. Sin embargo, no se salva de esos comentarios ni del destino igualmente terrible de ser llamado un genio.

Entender el coeficiente intelectual como un término que abarca todo tipo de inteligencia, las habilidades artísticas, la virtud humana, el don de gentes es un error. Así que el pequeño descalabro en esta nueva generación no es una campana que anuncia un mundo de idiotas, solo una alarma doméstica para que los padres alejen a sus niños de la virtualidad un rato. Pensemos en el hecho que hemos llegado a llamar televisión lenta a una que muestra la velocidad real con la que pasa el tiempo en nuestras vidas.

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