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Francisco Martínez Pocaterra

Rupturas y demonches: mirándonos en el espejo

En Venezuela no colapsamos por la voluntad caprichosa de unos dioses veleidosos. Nuestro fracaso es resultado de un largo proceso de desaciertos que, ciertamente, trascienden este desatinado proyecto revolucionario, aunque, embriagados por una ideología desangelada y sin futuro feliz, la élite regente ha creado unos nuevos y, sin dudas, ha agrandado los ya existentes.

Nuestros errores pueden ser tan antiguos como aquellos perpetrados por los conquistadores españoles, aun tan tempranamente como su arribo en los comienzos del siglo XVI. Cazadores de fortuna y aventureros, apostaban los primeros colonos por una riqueza fácil que les asegurara una vida confortable en España (o, como sería en el caso de los Welsares, en Alemania). Distinto de los pobladores de las colonias inglesas en América del Norte, fundamentalmente cuáqueros acostumbrados al trabajo duro, los españoles venían en busca de riquezas, del preciado oro que les aseguraría prosperidad de por vida.

Los mantuanos principales, herederos de aquellos colonizadores, arrastraron esos vicios una vez ocurrió lo que para Arturo Uslar fue una devastadora ruptura con el orden precedente, la guerra de independencia. Indistintamente de sus connotaciones éticas, que por ahora no vienen al caso, la guerra fue larga y cruenta. Arrasó con el orden colonial precedente y arruinó las estructuras económicas preexistentes. No es esto una opinión y mucho menos, un juicio de valor. Como casi todas las guerras, la de emancipación dejó solo ruinas, y un país roto.

Al separarse Venezuela de la Gran Colombia en septiembre de 1830, se intentó construir una nación bajo la autoridad moral y militar de un solo hombre: el general José Antonio Páez. Sin embargo, muy pronto chocaría con la consecuencia de una nación desarticulada e incomunicada: la Federación. La Guerra Federal (o la Guerra Larga) significó una nueva ruptura y el advenimiento de una jefatura política corrompida al extremo, liderada por un hombre que, en palabras de Uslar, era brillante tanto como carente de escrúpulos: Antonio Leocadio Guzmán. No obstante, no era – ni es – la idea de la Federación tan solo la excusa de unos sátrapas para adueñarse del poder y destronar al orden paecista. Los Andes poco tenían que ver con los llaneros, y a su vez, estos eran ajenos a los centrales.

Solo una atroz dictadura puso fin a las constantes guerras y montoneras que jefes locales iniciaban con cada fraude electoral y cambios constitucionales para justificar la extensión de los mandatos o las reelecciones de presidentes. El general Juan Vicente Gómez finalmente derrotó al último de los alzados, el general Nicolás Rolando, en la batalla de Ciudad Bolívar (1903), y bajo su gobierno (1909-1935), se instituyó una «pax gomera» horrenda y deforme, pero, parafraseando a don Tomás Liscano (citado por Caldera en «Los causahabientes»), paz al fin de cuentas.

El caudillismo evolucionó entonces. Todos los jefes de montoneras terminaron presos o en los cementerios, y el «Bagre» se erigió como el único caudillo. A su muerte en 1935, López Contreras y Medina Angarita intentaron transitar de la dictadura atávica a la democracia liberal. Su obstinación y su conversión en lo que se ha dado en llamar «el gran elector» produjo la mal llamada revolución de octubre, una nueva ruptura de la cual emergió una nueva casta política: los adecos. Si bien su ensayo hegemónico solo duró tres años, y, ante la debilidad de un magnífico escritor pero un político desacertado, el maestro don Rómulo Gallegos, cayó por un golpe militar… un golpe de aquellos oficiales que tres años antes acompañaron a su partido en el alzamiento contra Medina Angarita en octubre de 1945.

Sabemos de la dictadura de Pérez Jiménez, un hombre ganado por la idea nacida en Argentina con Juan Domingo Perón y difundida a través de la Escuela de las Américas en Chorrillos, según la cual los civiles eran incompetentes para gobernar. Sabemos de sus horrores y del golpe de Estado que en 1958 lo derrocó. Estamos al tanto también del orden que tras el reconocimiento de sus muchos y graves errores pasados, tuvo la visión suficiente para construir una nación más allá de su liderazgo: Rómulo Betancourt. No lo hizo él solo, por supuesto, pero sería mezquino negar su protagonismo en la edificación de un orden político que luego su partido pateó.

¡Claro que hubo errores entre 1958 y 1998! A pesar del esfuerzo de muchos, y de haber sido, sin lugar a dudas, el período de mayor esplendor en la historia de nuestro país, hubo errores. Del pasado, se arrastraron el clientelismo y la construcción de una élite económica al amparo del poder, y, como cabe esperar, las corruptelas que del ejercicio del gobierno hicieron la satrapía de unos cuantos felones. Y, para esos días cercanos a su fin – anunciada con un golpe de Estado fallido, que, si bien no públicamente, al menos in pectore alegró a muchos -, el despiadado linchamiento no de los líderes corruptos que echaron por el caño el esfuerzo de sus predecesores, sino del propio orden democrático que tanto sacrificio nos costó. El hombre a caballo surgía de nuevo, aupado por buena parte de la intelectualidad de entonces, con la estúpida promesa de arrasarlo todo para construir una nueva república. Ya sabemos quién. Ya sabemos qué sucedió.

Chávez fue desde siempre la promesa de años oscuros, de delirios desquiciados que hicieron de las patrañas de tantos en las mesas de sus casas, la base ideológica del discurso político dominante. Chávez significaba un retroceso tal que nos empujaba a empellones a esas épocas de caudillos, de jefes de montoneras, incapaces de comprender que la política es el arte de negociar, de pactar.

Al fin de cuentas, el chavismo no es más que un profundo resentimiento restañado transformado en una ideología, como lo fueron muchas otras causas en el pasado.

Si realmente deseamos salir de la crisis, más allá de las formas y estrategias para materializar la transición, los venezolanos debemos aprender de nuestros errores, y mirar al pasado como quien ve en el espejo todas las imperfecciones de su rostro. Seguir con las mismas posturas solo nos ha de llevar al mismo resultado: ir de ruptura en ruptura mientras nos rezagamos de la contemporaneidad.

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