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Celeste Olalquiaga
Celeste Olalquiaga - ViceVersa Magazine

Ruinas vivientes de América Latina: El Helicoide de la Roca Tarpeya (II)

Este texto de Celeste Olalquiaga y Lisa Blackmore se inspira en el libro Downward Spiral: El Helicoide’s Descent from Mall to Prison (New York: Terreform/Urban Research, 2017), coeditado por las mismas autoras, que será presentado el próximo miércoles 17 de enero a las 6:00pm en el Center for Architecture, 536 La Guardia Place, New York City.

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El uso de El Helicoide como sede de las fuerzas de seguridad y prisión a lo largo de las últimas tres décadas plantea interrogantes sobre la convergencia de la política democrática y los aparatos disciplinarios. La inaccesibilidad del edificio y la incapacidad de los distintos gobiernos para asignarle un propósito definitivo hicieron de El Helicoide un lugar que la jerga militar denomina “sitio oscuro”: aquél donde las tecnologías de vigilancia y disciplina se mantienen fuera de la vista pública a fin de que su infame reputación no ponga en peligro los fundamentos del orden político y la seguridad nacional, bases tanto del consenso social como de la legitimidad gubernamental. Venezuela tiene una larga historia de demoler sitios de confinamiento cuyos abusos y torturas llegaron a formar parte del imaginario público. Tal fue el destino de, entre otros: La Rotunda, la siniestra prisión de finales de siglo XIX destruida en 1936; la sede la Seguridad Nacional de la dictadura militar en los años sesenta; el Retén de Catia, explotado públicamente durante una emisión televisiva en 1997; y, más recientemente, de la prisión La Planta, demolida en 2012. Teniendo en cuenta este largo historial de reducir los sitios oscuros a escombros (y, por tanto, al olvido colectivo), es significativo que El Helicoide permanezca como una especie de imagen espectral de cárceles en ruinas, estableciendo una escalofriante continuidad entre las tradiciones penitenciarias venezolanas de los siglos XIX y XXI.

El uso de El Helicoide como cárcel demuestra además que las prácticas coercitivas del Estado siguen vigentes, aun cuando los gobiernos modernos, sean de la ideología que sean, prometen cada vez más libertad, democracia y justicia social a sus ciudadanos. En Venezuela, la narrativa nacional más reciente de este tipo surgió con el proyecto político del difunto presidente Hugo Chávez, cuya elección en 1998 anunció la “marea rosa” de los gobiernos socialistas de América Latina a principios del milenio. Con respecto al paisaje urbano, el gobierno de Chávez prometió abandonar los espectáculos de la petromodernidad desplegados en el siglo XX, dándole en vez la prioridad de acción y políticas estatales a los pobres urbanos. Las promesas de los gobiernos anteriores de remediar la deuda social acumulada, evidente en la continua proliferación de viviendas improvisadas, servicios urbanos deficientes y una precariedad tan arraigada como galopante, hicieron del paisaje urbano en sí un desafío para el proyecto revolucionario.

Sin embargo, el gobierno de Chávez se vio envuelto rápidamente en una violenta polarización que dividió a Venezuela. Las políticas espaciales del país quedaron atrapadas en estas disputas, situación que se vio agravada por la indulgencia gubernamental hacia las confiscaciones ciudadanas de edificios abandonados y el uso informal de sitios emblemáticos modernos como la plaza pública del Centro Simón Bolívar o los mercados callejeros. En este polémico contexto, la tenencia de la tierra, la degradación del patrimonio arquitectónico moderno de Venezuela y la dificultad para distinguir entre espacios “formales” e “informales” se convirtieron en temas altamente politizados, lo cual fue también fomentado por los críticos de la Revolución Bolivariana de Chávez, quienes veían en esta situación la prueba del declive del país. El carácter doble de El Helicoide como modelo de una modernidad agotada y también sede de las fuerzas de policía estatales y sus prácticas penitenciarias lo convirtieron así en un campo de batalla ideológico y un espacio profundamente simbólico.

Bajo el régimen de Chávez, en esta cárcel de estilo brutalista se recluyó a presos de alto perfil provenientes de diferentes campos ideológicos, algunos envueltos en escándalos de corrupción y otros en batallas políticas. “Necesitamos empezar a buscar una nueva sede para la DISIP (Dirección Nacional de los Servicios de Inteligencia y Prevención)”, declaró Chávez en algún momento, como lo hicieron también los políticos anteriores a él. “Quiero que nos encarguemos de El Helicoide, que es una maravilla arquitectónica, y que la incorporemos a un proyecto. Podría establecerse aquí una instalación educativa y deportiva”.

A excepción de la integración de una academia de entrenamiento policial y del cambio de nombre de las fuerzas de seguridad existentes al Servicio Bolivariano de Inteligencia (SEBIN), poco cambió. Después de la muerte de Chávez en 2013, El Helicoide se ha convertido en un símbolo aún más potente del conflicto nacional y de los abusos cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado. A partir de las violentas protestas que estallaron a principios de 2014 contra el gobierno del sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, y de manera aún más pronunciada durante la nueva ola de protestas callejeras que tuvieron lugar desde abril hasta agosto de 2017, la población carcelaria de El Helicoide ha incrementado notablemente. Según informes de organizaciones no gubernamentales de derechos humanos, el edificio inacabado tiene actualmente más de 300 detenidos en sus oscuras, improvisadas y sofocantes celdas, donde los agentes infligen una variada gama de métodos de tortura, incluyendo la inhalación forzada de excrementos y la aplicación de descargas eléctricas. De continuar las protestas y su represión por parte de las fuerzas de seguridad en Venezuela, la población de este fallido centro comercial sólo seguirá en aumento.

Atrapado entre un futuro no realizado y un presente incierto, el monolito espiral de El Helicoide muestra las paradojas del desarrollo moderno, creando giros impredecibles y espirales descendientes. Las tenebrosas historias asociadas con esta ruina viviente son inseparables de la impresionante herencia modernista de Venezuela. El Helicoide presenta una oportunidad inigualable para repensar los pactos culturales, económicos y políticos que dieron forma no sólo a sus rampas de concreto, sino también a los caminos laberínticos de los barrios y a la ciudad que se extiende más allá de ambos. En lugar de añorar las promesas incumplidas de su diseño modernista, la estructura en espiral puede ser utilizada para evaluar el desigual paisaje urbano que se consolidó bajo el molde de la modernidad. En un presente tan acelerado como el nuestro, empeñado en olvidar el pasado y en avanzar a desmedro de los costos sociales o ecológicos, remontar las complejas rutas de regreso a El Helicoide ayuda a entender cómo se formó la Venezuela moderna, así como a recalibrar algunas de las dificultades asociadas con este proceso. Las experiencias inscritas en los muros de concreto del edificio durante su tumultuosa historia y terrible presente son particularmente reveladoras en el actual clima de violencia y conflicto en que se encuentra este país. Después de todo, en tanto ruina viviente el futuro de El Helicoide, al igual que el de Venezuela, está aún por determinarse.

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