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Celeste olalquiaga
Celeste olalquiaga - viceversa magazine

Ruinas vivientes de América Latina: El Helicoide de la Roca Tarpeya (I)

Este texto de Celeste Olalquiaga y Lisa Blackmore, publicado en el sito de la Colección Patricia Phelps de Cisneros, se inspira en el libro Downward Spiral: El Helicoide’s Descent from Mall to Prison (New York: Terreform/Urban Research, 2017), coeditado por las mismas autoras, que será presentado el próximo miércoles 17 de enero a las 6:00pm en el Center for Architecture, 536 LaGuardia Place, New York, NY 10012.

Testigo de uno de los periodos más sobresalientes de la historia arquitectónica en América Latina, la herencia del modernismo de mediados del siglo pasado es también un poderoso testimonio de los trastornos sociales y políticos que la modernidad ocasionó en la región. Si bien el diseño urbano reflejó materialmente el desarrollo del área, tanto la urbanización desigual del siglo XX como el acelerado crecimiento de la población, aunados a economías en constante convulsión, iban en contra de la planificación moderna. En consecuencia, estos diseños icónicos fueron socavados repetidamente por reveses coyunturales y un alto grado de precariedad, forzándolos a tomar cursos inesperados y convertirse en lo que Michel Foucault calificó como heterotopías: “otros espacios” impredecibles en los que funciones opuestas y realidades heterogéneas convergen en el mismo lugar. Las múltiples secuelas de los procesos modernizadores desviaron los destinos originales de hitos mundialmente famosos del modernismo latinoamericano, los cuales se encuentran hoy en día en condiciones completamente contrarias a su ímpetu futurista inicial, convertidos en espacios forajidos o abiertamente en ruinas de la modernidad.

Sobran los ejemplos de estos grandes íconos venidos a menos. Desde el comienzo de su construcción en los años sesenta, Brasilia encarnó la paradójica superposición entre arquitectura formal e informal que caracteriza a la modernidad urbana en América Latina. Además de verter concreto en los moldes de la recién inaugurada capital brasileña, la nueva mano de obra–o candagos, como se llamó a los obreros migrantes– levantó sus propias chozas improvisadas, creando una metrópolis extensiva que contradecía el diseño verticalista de la “utopía modelo” de Brasilia.  En otros sitios emblemáticos, las fracturas políticas socavaron los diseños vanguardistas. La escala monumental del proyecto de vivienda de Tlatelolco, en la Ciudad de México, estaba en sintonía con la narrativa de rápido crecimiento económico  denominada el “Milagro Mexicano”, así como con el espectáculo del Estado organizado alrededor de los Juegos Olímpicos de 1968. Sin embargo, aún antes de que comenzaran los juegos, Tlatelolco fue el escenario de un episodio de violencia extrema cuando el ejército y la policía masacraron a cientos de estudiantes que se manifestaban allí para exigir el ejercicio de sus derechos democráticos. En Santiago de Chile, el inconcluso y abandonado Hospital Ochagavía, cuya construcción comenzó en 1971 durante el mandato del presidente socialista Salvador Allende, permanece hasta hoy como un residuo del golpe militar que descarriló a un gobierno democrático y convirtió al país en un laboratorio para el neoliberalismo.

A medida que se asienta el polvo del siglo pasado, la importancia de salvaguardar los restos de estos sitios controversiales u olvidados se hace más evidente que nunca. Comprender la utopía de la modernidad a través de sus rastros enterrados, como Walter Benjamin propusiera hace ya un siglo, nos permite estudiar los procesos históricos y los fenómenos urbanos sin reducir sus singularidades y contradicciones. Por otra parte, la transición del siglo XX al siglo XXI dio lugar a una reevaluación de los logros y fracasos del primero, poniendo de manifiesto el carácter subjetivo de una modernidad que Occidente dio por sentada como modelo unificador y monolítico de carácter universal. Los debates recientes sobre la modernidad han ampliado el alcance de ésta para abarcar aquellas regiones previamente excluidas de dicho modelo hegemónico,  abordando las modernidades alternativas generadas en el Sur Global. En este contexto, las “ruinas vivientes” de América Latina ofrecen la oportunidad de reevaluar una cultura moderna formada tanto por el exceso material y la rápida obsolescencia, como por periodos de rápido crecimiento económico alternados con caídas drásticas y una extrema pobreza urbana. Incompletas y degradadas, ignoradas y olvidadas incluso por aquellos que viven junto a ellas, las ruinas de la modernidad parecen estar perdidas en el tiempo. Sin embargo, más que una historia finita, estos remanentes urbanos pueden ser un punto de partida para preguntarse cómo y por qué los proyectos y procesos de la modernización se desvían de sus trayectorias originales

Caracas es el hogar de una paradigmática ruina moderna. Construido a finales de los años cincuenta como un faro del desarrollo capitalista privado y el consumo, El Helicoide de la Roca Tarpeya fue diseñado por los arquitectos Jorge Romero Gutiérrez, Pedro Neuberger y Dirk Bornhorst como un centro comercial vial en forma de espiral. Concebido para desarrollar el terreno escarpado y rocoso de la Roca Tarpeya, El Helicoide iba a tener una rampa de concreto de 2.5 millas en doble hélice, con 300 tiendas, salas de exhibición e instalaciones de entretenimiento accesibles por automóvil. El proyecto representó cabalmente la efervescencia económica y cultural de la década de los cincuenta en Caracas, la cual atrajo luminarias internacionales de la arquitectura y el urbanismo y se benefició del contexto estable y próspero producido por el cóctel del boom petrolero venezolano de mediados de siglo y la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958). Asimismo, la forma peculiar y el volumen monumental de esta estructura sin par generaron gran admiración en Estados Unidos y Europa, contribuyendo a la creciente reputación de Caracas como una moderna capital latinoamericana.

Al igual que el diseño y la construcción de El Helicoide, su promoción y ventas  fueron también muy innovadores:  los arquitectos se lanzaron a vender lotes y tiendas “en verde” para financiar los trabajos de remoción de tierra que comenzaron en 1957. Sin embargo, el proyecto falló pocos meses antes de ser terminado, en medio del desbarajuste ocasionado por la caída de la dictadura militar en enero de 1958 y su impacto en los sectores comercial e industrial. Pese a la creación de un plan de contingencia para llevar el proyecto a buen término, su construcción se detuvo definitivamente en 1961 y las rampas espirales de concreto fueron relegadas al trasfondo de la ciudad, dejando el edificio erróneamente estigmatizado como otro proyecto faraónico más de una dictadura que había utilizado la arquitectura de vanguardia para proyectar una imagen moderna y positiva. Durante las décadas siguientes se hicieron innumerables esfuerzos, tanto privados como públicos, para recuperar a El Helicoide. Sin embargo, hasta la fecha el edificio sólo ha tenido dos usos de largo plazo. Después de asumir legalmente la estructura en 1975, el Estado venezolano ordenó que la estructura fuera utilizada como refugio temporal para víctimas de las inundaciones de 1979, creando un asentamiento ad hoc que llegó a albergar a unas diez mil personas que fueron desalojadas en 1982. Pocos años después, en 1985, el lugar se convirtió en sede de las fuerzas de seguridad del Estado y sitio de reclusión, principalmente para presos políticos.

El estatus paradójico de El Helicoide como ruina viviente, es decir, un sitio a la vez medio abandonado y medio ocupado, se entiende mejor como algo más que la suma de sus partes. Producto de los modelos geopolíticos y desarrollistas de mediados del siglo XX, el edificio ofrece un ejemplo incomparable de las consecuencias de adoptar la cultura de consumo estadounidense como ideal de progreso social. Al mismo tiempo, proporciona un caso de estudio sobre las fricciones entre la arquitectura monumental y la precariedad urbana, las cuales surgieron simultáneamente a medida que la figura futurista de El Helicoide se fue formando sobre las crecientes comunidades marginales del centro-oeste de Caracas. El estancamiento de la construcción del edificio y el cerco que levantaron gradualmente a su alrededor los barrios adyacentes, muestran cómo los paradigmas del desarrollo acelerado son propensos a producir consecuencias inesperadas. Además, plantea interrogantes sobre los factores estructurales que alimentaron, pero también frenaron, los sueños de una modernidad instantánea en Venezuela.

 

Topografías informales de la petromodernidad

El olvido de las ruinas urbanas por parte de la conciencia pública sugiere que el discurso del progreso se basa en evadir o ignorar aquellos edificios con devenires problemáticos. En Venezuela, una nación petrolera moderna que intentó adherirse aceleradamente al desarrollo primermundista, estos edificios demuestran lo errónea de la llamada “Tesis del Excepcionalismo” según la cual, gracias a la combinación de riqueza petrolera y una democracia relativamente estable durante la segunda mitad del siglo XX, el país era la excepción a las dictaduras caudillistas en América Latina.

Durante buena parte del siglo pasado, Venezuela estuvo atrapada en el dilema típico de las economías petroleras, posicionándose como una economía fuerte gracias a flujos de petróleo y de capital trasnacional. Impulsado por el boompetrolero y la recuperación económica posterior a la Segunda Guerra Mundial, los cuales convirtieron a este país caribeño en un centro de experimentación modernista, El Helicoide se transformó en un espectacular emblema del intento de implementar la cultura moderna de consumo en Caracas y catapultar a la sociedad venezolana al desarrollo del “Primer Mundo”. Sin embargo, y a pesar de su prometedor comienzo, el edificio representa también lo que Stephanie LeMenager ha llamado “petromodernidad”, una modernidad alimentada y marcada por la industria del petróleo, cuyos ciclos altamente imprevisibles interrumpen hasta los planes mejor establecidos. Esta condición se ve exacerbada en Venezuela por una falta crónica de continuidad y mantenimiento. En consecuencia, el edificio ha sido víctima de los embates de una modernidad sumamente irregular, que cambia de velocidad y escala de acuerdo a las diferentes administraciones gubernamentales y fortunas económicas nacionales –estas últimas particularmente fastuosas durante el boom petrolero de los años setenta. Dejado a la deriva durante la transición a la democracia que siguió a una década de dictadura militar, El Helicoide fue objeto de una serie de proyectos abortados durante los siguientes cuarenta años de gobierno en un sistema bipartidista. Según las distintas propuestas, la estructura se hubiera convertido en museo, ministerio del medio ambiente e incluso terminal de autobuses. El hecho de que ninguno de estos proyectos llegara a realizarse (con la excepción ya mencionada de su uso como refugio de emergencia y sede policial), es sintomático del ritmo propio de la política electoral venezolana, cuyas promesas de campaña  se convierten rápidamente en compromisos olvidados.

El destino de ruina ignorada de El Helicoide, su devenir en sitio prácticamente invisible, es el resultado tanto de la alergia moderna hacia las cosas del pasado, como de la incapacidad de Venezuela para aceptar el fracaso de sus proyectos emblemáticos. Transformado en sede de policía y prisión, la estructura está inmersa en el tejido urbano de las comunidades sin recursos que se multiplicaron en y alrededor de Caracas a lo largo del siglo pasado debido a la riqueza petrolera. Esta ocasionó el desplazamiento de los campesinos a la capital y la sustitución de la agricultura por el petróleo como columna vertebral de la economía del país. Hoy en día, El Helicoide se encuentra rodeado de ranchos—viviendas improvisadas que se volvieron permanentes—, una peculiar convivencia que proporciona un sorprendente retrato de las complejidades sociales que surgieron con la utopía moderna del desarrollo acelerado. Pocos lugares en el mundo ofrecen un contraste tan crudo y evidente, una prueba material tan irrefutable de la desigualdad económica y el abandono urbano arraigados sistemáticamente en las ciudades.

El legado del modernismo es así una ciudad hecha de retazos a la que han dado forma tanto los pobres como la arquitectura visionaria. De hecho, los barrios han demostrado con frecuencia ser más resistentes y adaptables que la propia arquitectura “formal,” de la cual se sirven ocasionalmente.  Este es ciertamente el caso si se considera a El Helicoide como precursor de un fenómeno arquitectónico más reciente: La Torre de David, un conjunto de rascacielos construido en los noventa como sede de un grupo bancario e interrumpido por la crisis financiera de Venezuela de 1994. Aun cuando estaba a plena vista, el proyecto fallido permaneció fuera del imaginario de Caracas hasta que su torre central fue ocupada por cerca de doscientas personas en 2007, convirtiéndose en un barrio vertical. Su predecesor directo, el “barrio espiral” de El Helicoide (cuando el edificio se usó oficialmente de 1979 a 1982 como refugio de emergencia), nunca ha sido propiamente reconocido como tal, lo cual indica además la falta de perspectiva histórica sobre el paisaje urbano en Venezuela, donde la atención al presente inmediato tiende a pasar por alto al pasado y al futuro por igual.

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