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carlos noyola
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (4)

Hay cosas que no sabes. No sabes que he perseguido el amor desde que tengo memoria. Que para mí era el fin último, el fin único: encontrar a quién amar. Eso me trajo muchas decepciones. No estoy seguro de donde vino la obsesión, Ro, pero me lo he preguntado desde los últimos días en Milán, seguí haciéndolo cuando volví a Puebla y lo sigo haciendo aún ahora, aquí, mientras te escribo. Como quiero decírtelo todo pero todavía no tengo la respuesta he decidido elucubrar al vuelo, para develártelo al mismo tiempo que me lo revelo. Como las fechas y los nombres no tienen memoria, los omitiré para contarte lo que importa. Por lo demás, si quisieras, podrías tú inventar el cuándo e imaginar al quién.

A. apareció en un crucero. Era colombiana. A mi familia le encantan los cruceros, te acuerdas al que fui después de Milán, ¿no? Es un gran evento familiar anual. Este crucero, también, fue por el Caribe. Nunca hablamos de los barcos, no eran relevantes. Los cruceros son una cosa muy extraña. Los cruceros del Caribe. Alguna vez estuve en uno por Europa y nada que ver. Pero en el Caribe uno se sube por una semana a un barco y se forma una comunidad en tiempo récord de la que salen lazos que pueden durar años. No es cualquier tipo de vacaciones. En los resorts todo incluido no pasa eso, a lo más haces algún amigo en una peda pero nunca lo vuelves a ver, o si te lo cruzas apenas se saludan. Nadie tiene la intención de hacer amigos. En medio del mar el aislamiento obliga a que todos estén dispuestos a rehacer las cosas, como si al embarcar se despegaran las raíces. En el continente, o en una isla, pero en tierra, hay la sensación de que estamos conectados al resto del mundo de una u otra forma indiscernible. A miles de leguas de distancia del puerto uno siente volver a un estado primitivo, un vago presagio de que a lo mejor uno no vuelve a casa nunca, así que se tiene que empezar a formar una nueva. Eso es lo único que puede explicar que todos, grandes y chicos, huraños y sociales, acaben compartiendo mesas y brindando con conocidos de tres días como si fueran hermanos de toda la vida. Mis papás y mis tíos siempre terminan con amigos nuevos, y a veces incluso esos amigos vienen con nosotros al crucero del año siguiente. Mis primos pequeños se vuelven inseparables de otros de su edad y nosotros empedamos todo el día.

Los cruceros eran la posibilidad de encontrar a alguien. No era la primera vez que lo intentaba. En un viaje anterior le declaré mi amor a una chava de Yucatán con la que me seguí escribiendo durante varias semanas; por supuesto, nunca volví a verla. En este crucero empezaba la euforia por sentirse grande y una de las mejores expresiones es tomar, aunque te sepa horrible, y tomar como lo hacen los grandes. La dinámica es siempre igual: todos los días, después de cenar, nos vamos a la disco. Los solteros buscan una pareja y los que tienen pareja bailan y empedan hasta la madrugada. Al segundo día me di cuenta de que ahí no era donde debía estar. Yo fungía como escandallo de mis primos más grandes, era el primo pequeño que va a hablarle a los grupos de tipas o tipos en los que estaban interesados, para que tuvieran un pretexto para acercarse y hacerles la plática. Aunque en realidad eso solo funcionaba con las mujeres, porque me veían como un niño pequeño y simpático que les hacía gracia, y justo eso querían mis primos, me estaban usando como el chivo expiatorio. Con los tipos que les gustaban a mis primas tenía que ir directamente a decirles que tal o cual prima mía estaba interesada en ellos, aunque obviamente mis primas pensaban que yo les hacía la plática igual que a las mujeres. Un ritual patético. No había gente de mi edad porque de hecho yo no tenía edad para estar ahí; entraba en medio de mis primos, y, como eran tantos, los guardias no se atrevían a dudar de que yo también tuviera su edad. Me di cuenta de que tenía que mudarme a las actividades organizadas para teens, esos que quieren sentirse adultos pero en su ansia de serlo demuestran que siguen agraces. Ir ahí me hacía sentir nervioso, inmaduro, incómodo, como niño chiquito. Además, tenía que hacerlo solo, porque el resto de mis primos o son mucho más grandes o mucho más pequeños. Al mismo tiempo no dejé de acompañar a los primos mayores en la noche a la disco, porque así compensaba la pena de participar en las actividades para pubertos. Me hice amigo de dos colombianas, ambas un poco más chicas que yo, lo que me daba ventaja (por ser más grande) y me hacía más atractivo. También suponía que hacerme amigo de niñas ayudaría más que ser amigo de la competencia. Siempre he pensado, seguro te lo dije, que los hombres y las mujeres tenemos formas completamente distintas de decidir si una persona nos gusta. Los hombres, desde que vemos a una mujer, sabemos qué tan lejos podríamos llegar con ella, mientras que las mujeres necesitan contacto y relación para saber hacia dónde va el asunto, y aún ahí pueden caber dudas. No digo que para el hombre no importa nada más que el físico, de forma que cuando ve a una mujer y decide que le gusta está dispuesto a andar con ella sin importar que tenga un cacahuate en la cabeza, no. Lo que digo es que al ver una mujer, o al platicar unos minutos con ella, el hombre pone un límite a su posible relación: con ella podría casarme, con ella podría tener un agarrón. Puede, por supuesto, suceder que un hombre ve una mujer y dice me casaría con ella, pero luego platican y se da cuenta de que es muy superficial, o muy mamona o tiene una voz insufrible, pero si desde el principio decidió que solo podría agarrarse con ella es imposible que luego de conocerla más decida que ahora quiere pasar el resto de la vida a su lado, ¿me explico? En cambio, las mujeres rara vez pueden decir con certeza hasta dónde llegarían con un hombre antes de relacionarse con él. Simplemente no lo saben. He conocido amigas que no le veían futuro a un feo pretendiente que las invitaba al cine y luego de varias salidas acabaron enamoradas y jurando que era su príncipe azul. Eso no pasa con un hombre. Con nosotros un no desde el principio es un no para siempre. Para la mujer es un no sé, un no lo conozco lo suficiente, un me cae bien, en el mejor de los escenarios un es chistoso o un quizá. Te cuento todo esto porque yo llegué a este club de actividades para adolescentes y a los diez minutos ya sabía a quién quería hablarle. Me bastó otear a todas las niñas para reconocer la indicada: claro, era A. Estaba lleno de nervios por hablarle, de incomodidad por estar en el Teens Club, y al mismo tiempo de un exceso de seguridad en mí mismo gracias al respaldo de mis primos. Debo haber sido muy indiscreto (y obvio) cuando me uní a su equipo abruptamente para el juego de caras y gestos que organizaba en ese instante el animador. La invité a la disco en la noche luego de dejarle claro (indirectamente) que era mejor que esas actividades para adolescentes, como si yo no estuviera participando en esas actividades para adolescentes y como si yo mismo no fuera un adolescente haciendo cosas de adolescente.

A. no apareció ese día en la disco. Mi plan era lograr que viniera conmigo en la noche y dejar de ir al Teens Club. El chiste era sacar a A. de ahí, porque además de lo vergonzoso que era jugar con niños de quince cuando yo ya me sentía un adulto, ella no se separaba de sus dos hermanas menores. Al día siguiente la encontré jugando ping pong con un tipo. Le dije que la retaba a ganarme. A. reía sin contestar. Insistí hasta que el tipo se fue a jugar futbol. No me importaba jugar, solo le decía que por qué no había ido el día anterior a la disco y que fuera hoy conmigo, solo un rato. Su pretexto era que sus papás no la dejaban llegar tarde al camarote, que no podía entrar a la disco por la edad, que no podía dejar a sus hermanas, las que en ese momento, arremolinadas en un sillón, cotilleaban sobre nosotros y se reían de forma imprudente. Para mí sus risas fueron un aliciente. Seguro ellas sabían que yo le gustaba. Pero ese día A. tampoco fue. Cuando vi que no llegaba se me ocurrió que a lo mejor podría encontrarla caminando con sus hermanas en algún lugar del barco, o esperándome en el Teens Club, porque tenía pena de llegar sola. Por supuesto, di vueltas como mayate, sin encontrar nada. Mi autoestima, o más precisamente lo que creía yo que debía ser mi nivel de autoestima, me impedía pedirle consejo a las otras amigas que había hecho en el club o siquiera contarles, porque tenía que poder solo. Al día siguiente A. estaba sentada con el tipo del día anterior, vestida con una blusa azul, platicando, sus hermanas al lado. Él tenía una playera verde. Cualquier otra cosa que haya pasado en ese momento es irrelevante porque mi atención estaba puesta exclusivamente en A. y el chavo con el que hablaba. Luego de un rato el tipo de la playera verde se paró algo violento hacia una de las puertas del Teens Club. Ella se levantó, lo jaló primero del brazo con ambas manos, luego de la mano, y como él no se detuvo A. salió detrás sin soltarse. Entonces le pregunté a otra colombiana que conocía si los había visto besarse, y me dijo que no, así que concluí que era solo un amigo y que debía seguir intentándolo.

A. tampoco llegó esa noche y volví a empecinarme en buscarla por todo el barco. La encontré en el Teens Club, sentada, sola con sus dos hermanas, cuando estaba resignándome a regresar con mis primos. Era una sala del Teens hecha para ver películas. A. tenía las piernas cruzadas de mariposa, sin hablar, en el piso alfombrado. Cuando la vi quedé cien por ciento seguro de que estaba esperándome. Porque tenía pena de llegar sola a la disco, o porque temía que le hubiera mentido, o porque simplemente era demasiado orgullosa como para decir que sí y quería que viniera a rogarle un poco más, ya no me importaba, porque estaba ahí y todos mis miedos nunca habían existido, hice bien en imaginarla y en desearla y en salir a buscarla por todo el barco, porque de esa forma también la había llamado, y ella, obediente a su manera, vino a mí, y aquí sentada, silente, girando apenas para verme, sin hacer caso de la risa traviesa de su hermana menor, lo confirmaba todo. Me paré con las manos triunfantes metidas en las bolsas del pantalón de lino y dije que llevaba días esperándola. Se rio y bajó la mirada. Le dije casi en tono de orden que nos fuéramos a bailar y le di la mano para ayudarla a levantarse, pero no me la dio. Completamente seguro de que solo era cuestión de insistir un poco para que acabara viniendo como a la fuerza, aunque lo deseara por dentro tanto como yo, me agaché a agarrarla del brazo y en mi último intento tomé sus dos manos y la jalé con fuerza para que se incorporara. Ella dejó caer el peso de su cuerpo hacia atrás y soltó su cabeza como la de una muñeca rota, que quedó colgando lejos de mí, con el cabello por toda la cara. Cuando la solté regresó a su postura inicial con la misma ligereza con que se dejó caer para que no pudiera levantarla, sin tambaleos. Le pregunté por qué no venía conmigo y al instante me sorprendí de mi reacción, como si ya hubiera entendido que no vendría desde antes pero solo ahora lo reconociera, y de forma explosiva, porque la parte de mí que sí veía las cosas claras era aplastada por la otra, contumaz, y solo había logrado salir en esa sala verde del Teens Club unos momentos efímeros. Me volvió a decir que no podía dejar a sus hermanas, que no podía llegar tarde a su camarote, que no la iban a dejar pasar. A cada solución que proponía repetía la misma respuesta de antes, sin verme, como si en realidad no quisiera decirme lo que indicaban sus palabras, sino que sus razones fueran el disfraz de la misma cosa, el verdadero problema por el que no venía conmigo. Ante eso yo me desesperaba, movía la rodilla mientras le extendía otra vez una mano para que la tomara, como si la noche estuviera a punto de acabárseme, y las risas de sus hermanas, que hace unos días, y de hecho unos minutos antes, me parecían la confirmación de todos mis anhelos, ahora se tornaban insoportables. En ese momento creí haberme ido porque estaba seguro de que vendría, y si no, estaba seguro de que encontraría algún sustituto para ella, alguien que no se hiciera la difícil para venir conmigo a la disco, pero más bien decidí salirme antes de que me fuera imposible eludir el hecho de que estaba rechazándome.

No volví a ver a A. en el crucero. Fue como si esa noche, cuando nos vimos en el Teens, me hubiera esperado para despedirse. En los días de visita a alguna isla, si íbamos a alguna playa o a un pequeño museo, volteaba frenéticamente a ver a los turistas que bajaban de otras vans, ansioso por encontrar su fleco entre el maremágnum de bikinis, pensando que su familia podría tener los mismos gustos que la mía, y sería bueno que por primera vez no me viera solo, sino con mis primos grandes, como uno de ellos, porque entonces querría venir conmigo esa noche. Al regresar al barco, en la tarde, volvía a dar una vuelta rápida, por si acaso ella había sido de las últimas en subir o había ido con su mamá a comprar un perfume del Duty Free. En el día de navegación, harto de no verla, volví a ir al Teens, solo para sentirme mal conmigo mismo por romper la promesa y confirmar que no estaba ahí. Tampoco es que supiera muy bien para qué la buscaba. Si la hubiera encontrado con sus papás seguro me habría escondido para no topármelos de frente, y si fuera sola con sus hermanas habría hecho como que caminaba a un bar, le habría preguntado a dónde iba y quizá le diría que fuéramos por una bebida a la barra. Solo quería verla, saber que aún podía ejercer aquella extraña fuerza de atracción que me reunió con ella noches antes. Casi todos mis primos ya tenían pareja, y los que no tampoco se preocupaban mucho porque yo desapareciera. Por cada lugar que pasaba creaba una historia coherente con la idea de encontrarla: a lo mejor tenía que cuidar a sus hermanas, que la acusarían si las dejaba, y había ido con ellas a sentarse en la cubierta del último piso, pero deseaba encontrarme; o podría ser que sus papás le dijeran que tenía que quedarse con ellos y los estaba acompañando mientras jugaban blackjack, muy aburrida, en el casino; quizá estaba en el Teens Club esperando que llegara y le rogara un poco para que finalmente viniera conmigo. Así me convencía de que su amor estaba dispuesto para mí, se trataba de crear las condiciones para que pudiera manifestarse.

La única otra cosa que hacía en esos días eran las francachelas pantagruélicas. Las encontraba a todas horas en los bares y restaurantes del barco, pero para mí estaban reducidas a comida durante el día, enfrente de mis papás y los tíos. En las noches repetía el itinerario: buscar en el casino, imaginar que A. estaría con la cabeza entre las manos, bostezando, esperando que su mamá quisiera irse, o sentada en las piernas de su papá, viendo cómo movía las cartas; en la cubierta agachaba un poco la cabeza cuando el viento de altamar me construía un pecho voluminoso por debajo de la camisa, figurándome que ella estaría en algún camastro de los extremos, justo donde yo no podía verla por las paredes de las chimeneas del barco, y conforme me acercaba y no aparecía inclinada sobre el barandal, viendo la noche, o sentada, dejando que el aire le deshiciera el cabello, me aseguraba a mí mismo que la encontraría en el siguiente camastro que no podía ver por la curva de la pared, y luego en la siguiente esquina de la cubierta, y cuando la había recorrido toda empezaba de inmediato a construir su imagen en una nueva esquina.

Pero no pasó.

Después del crucero regresé a terminar la prepa e iniciar la universidad. En Facebook vi las fotos que subía con el tipo de playera verde con el que la vi sentada y jugando ping pong. Casi me había olvidado de ella, pero el siguiente noviembre, un año después de conocernos, me escribió. Ya no andaba con el de la playera. Desde entonces, hablamos hasta enero, casi diario. Me dijo que sí le gustaba pero que sus papás no la dejaban ir a la disco. Además, el otro tipo era hijo de unos amigos de la familia e iban juntos a todas las excursiones, lo veía todo el tiempo. Nunca le pregunté por qué no me dijo eso cuando yo iba a buscarla, por qué dejaba que le dijera que quería verla en la noche cuando él estaba ahí cerca, por qué permitió que yo le agarrara la mano si él era su novio. Lo tomé como evidencia de que él no le importó tanto y yo sí, por eso siguió hablándome aún cuando el otro estaba allí; por eso ahora que ya no tenía nada que ver con él me buscaba. Me contó que había venido a México en verano, y quiso verme. Pero no me escribió porque seguía andando con el otro. Sentí un marasmo: ¿cómo pudo estar aquí sin que supiera? Con ella no hablé del día a día, más bien me contaba de sus hermanas, su familia, su nueva vida. Era de Bogotá, pero su familia se mudó a Medellín para que ella pudiera estudiar en la universidad que quería. Éramos de la misma edad, estábamos terminando primer semestre. Sus papás eran doctores. A. era la mayor de tres hermanas, a una le llevaba dos años y a la otra seis. Su abuela materna también se fue con ellos a Medellín. Vivían en un departamento; la abuela en el de abajo. Cada ciertos días regresábamos al tema de cuándo nos veríamos. Yo le decía que viniera a México y ella que yo fuera a Medellín. Como eso no iba a pasar, dejamos de hablar. No lo acordamos, para mí fue algo de flojera: invertir sin posibilidad de volver a vernos.

En la universidad no hubo nada. La rutina de siempre. En mayo, sin embargo, A. volvió a escribirme. Contesté porque me gustaba, pero no entendí para qué escribirme si seguía diciendo que no había forma de que viniera a Puebla. Volvimos a hablar diario. ¿Me piensas?, decía cuando tenía que estudiar y no le contestaba. Seguro no me piensas, me chantajeaba para que le repitiera varias veces que pensaba mucho en ella. Pensar a alguien. Nunca imaginé que eso importara. Uno habla de querer, de amar, de extrañar, de gustarse, pero no de que la otra persona te lleve en la mente, te piense. Yo te pienso mucho, me escribió varias veces en esas semanas. Me pareció algo mucho más personal, más intenso, íntimo. No solo darle tu amor, sino que te ocupe la otra persona, que llene tu mente, que te invada. La otra persona acampando en tu mente. Empezamos a hacer skype. Pensé que el verano, que pasaba en mi casa encerrado, sería mejor platicando con alguien que me gustara, aunque fuera imposible verla. Cuando terminamos los exámenes hablamos más. Diario. Todo el tiempo. Era demasiado. Un día me harté de estar hablando con ella esperando que algo pasara sabiendo que nada iba a pasar. Le dije a mi señora madre, después de comer, que si me compraba un vuelo a Medellín: Pues vamos a ver, dijo. Entreví una oportunidad. Insistí varias veces todos los días. No sé bien por qué accedió. No creo que mis calificaciones merecieran tanto. Lo habló con mi señor padre y sin mayor aspaviento me dijeron que viera un hotel porque ya estaba el vuelo. Una semana en julio. Se lo dije a ella inmediatamente. Los primeros días A. parecía contenta. Luego, tengo que admitirlo, sus mensajes se volvieron más espaciados y más secos. Pero me seguía diciendo que quería verme, que apenas llegara iría al hotel por mí.

Llegué a Medellín un lunes, temprano. Le dije que la esperaba en el lobi del hotel. Llegó con sus dos hermanas. No supe qué pensar. Fuimos al parque de su condominio, a cinco cuadras del hotel, pero por la subida parecía el doble. Le tocaron a unos vecinos para jugar futbol en la cancha. Supuse que querría que conviviera con sus hermanas, que ayudaría a romper el hielo. Le dije que me llevara a un lugar de comida típica, respondió que después. Comimos con su abuela. A. se reía con ciertas cosas que yo platicaba en la comida. Fue tan constante que la hermana volteaba a verla y su abuela le pregunto qué era tan gracioso. Juré que después de comer iríamos al centro o a conocer algún lugar, pero dijo que estaba cansada y se metió a un cuarto. Me quedé con sus hermanas. A la grande le gustaba la fotografía y estuvimos viendo el carrete de la cámara que yo tenía entonces. Cuando A. salió se sentó en el sillón de enfrente. Era semana de mundial. Colombia jugaba el sábado. El pase a los octavos. Hablaron de eso durante mucho tiempo. Yo escuchaba. Luego cada una se metió en su celular y a ratos hablaban de personas desconocidas para mí. Le pregunté qué hacía: viendo fotos, respondió sin despegar la mirada de la pantalla. Un rato después fue por agua a la cocina y de regreso dijo que me acompañarían al hotel para que descansara, como si lo hubiera pedido. La hermana dijo que por qué no íbamos a tal plaza, pero A. respondió que no. A lo mejor la abuela quería hablar con ellas. Afuera insistí que me mostrara algo de la ciudad. Repitió que luego. Quedamos de vernos al día siguiente, pero esa misma noche, como a las nueve, me marcó. Sus papás le dijeron que fuéramos a cenar a uno de los restaurantes de abajo del hotel. Fue una cena muy relajada. La mamá me hizo mucha plática. A. se agarraba la cabeza constantemente y sacaba el celular. Le mandé un mensaje por Facebook. No contestó. En la sobremesa, en un momento en que se apoyó en los brazos, su papá estaba en el baño y su mamá hablaba con la mesera, le acaricié la mano. A. se alejó con la lentitud suficiente para que su mamá y sus hermanas no se dieran cuenta. Lo intenté un minuto después y el resultado fue el mismo. Quizá fue porque había más gente. Ya en mi cuarto le escribí dándole las buenas noches. Al otro siguiente se disculpó por no contestar porque se quedó dormida. Me explicó que tenía cosas que hacer en la mañana, así que ella más tarde me hablaría para ir a comer. Me quedé pensando si le gustaba.

No hice nada hasta que llamó. Bajé del cuarto y otra vez estaban las tres, nada más que sin las preguntas sobre cómo me fue en el viaje. O más bien, sin preguntas, en general. A. no habló. Comimos otra vez con la abuela. Hubo risas como las del día anterior, pero menos. A. pasó una buena parte de la comida en el celular. Cuando terminamos propuse que fuéramos a ver algo de Medellín. La abuela dijo que al centro no iban porque era muy inseguro, pero que fuéramos a la plaza, la misma por la que cruzábamos para llegar al hotel. Fuimos los cuatro. A. caminaba muy adelante y al voltear solo se dirigía a su hermana. La chiquita siempre jugaba algo en el teléfono. Dimos dos vueltas completas y me preguntaron qué más quería hacer, como si me estuviera divirtiendo mucho, como si estuvieran paseando al perrito. Luego de insistirles para que fuéramos a otro lado, la hermana propuso un lugar. A., de mala gana, aceptó. Era otra plaza. La única diferencia es que había juegos mecánicos. ¿Esto te gusta?, me preguntó como si fuera un niño chiquito al que tuviera que complacer. Hay que subirnos a ese, dije ignorando su comentario. Por más que le rogué no quiso. Solo nos subimos al simulador de montaña rusa, todos. En la fila ella salió para ir al baño. Quise preguntarle a su hermana si sabía qué estaba pasando. Yo creo que lo leyó en mi cara: así es ella, no te preocupes, me dijo en tono serio. En el simulador, sus hermanas se sentaron en medio de nosotros. Cuando salimos me preguntaron otra vez qué quería hacer. Estaba cansado. Dije que lo que quisieran. La chiquita vio un juego para pegarle con un mazo a los sapos que salen y se fueron a jugar. Me quedé en una mesa. Las piernas y los brazos me pesaban, me dolían mucho los músculos. Bostecé. Me di cuenta de que no iba a estar solo con ella si no lo pedía. Bostecé dos veces seguidas. Entré como en trance. Bostecé por enésima vez y me salió una lágrima involuntaria. Estaba hasta la madre de que mi cuerpo me pidiera bostezar. Vi a A. golpeando las cabezas de los sapos mecánicos que salían, riéndose, regañando a sus hermanas por no hacerlo rápido o con la suficiente fuerza, ordenándoles que la vieran para saber cómo se hacía. Yo era uno de esos sapos, aturdido por un mazazo cuando acababa de salir creyéndome el anzuelo y escuchando esa risa incisiva que se repetía en las comidas sin saber por qué motivo.

Sus papás la volvieron a llamar. Nos esperaban para cenar en otro restaurante. Se disculparon por la cena tan informal del día anterior. Ahora era una pizzería. Los platillos individuales eran excesivos, pero la mamá presionó hasta que me lo terminé. Ahora el papá hizo las preguntas. Dijeron que el sábado veríamos el partido de Colombia en su departamento, que me preparara para la euforia total. A. se sentó en la cabecera opuesta de la mesa. No escuché su voz en toda la cena. Al final me llevaron a mi hotel. Me bajé creyendo que los vería al menos el sábado. Desde mi cuarto le dije a A. que nos viéramos el miércoles solos y me preguntó para qué. Le dije que nomás para estar los dos. Propuse que fuéramos a la laguna de Guatapé o a donde ella quisiera. Aceptó vernos y el miércoles me citó en la entrada de la plaza donde había una tienda de deportes. ¿Qué quieres hacer?, me preguntó como si estuviera perdiendo tiempo en algo irrelevante. Yo solo quería estar con ella, me daba igual adónde ir. Ignoró todas las propuestas para ir a lugares fuera de la bendita plaza.

‘Bueno, ¿qué quieres comer?’

‘No tengo hambre’

‘Bueno, pero ¿qué te gusta?’

‘De verdad, no tengo hambre’

‘Pero qué te gusta, ¿no quieres un postre?’

‘No tengo hambre’

‘Una crepita de nutela, ¿no se te antoja?’

‘No, no tengo hambre. Pídelo tú’

‘Es que si te digo que vayamos a otro lado no quieres ir, y aquí solo podemos sentarnos a comer algo. ¿Una café, un té, un yogurt?’

‘¿Un té a esta hora? No tengo hambre’

‘Bueno, una paleta, un helado, algo…’

‘No, ya te dije’

Pedí la crepa para que nos sentáramos en la zona de comida rápida. A lo mejor se animaba a pedir algo viéndome comer. A. checaba su celular con insistencia y jamás devolvía las preguntas. Era muy cansado mantener la conversación. Volteaba a ver las tiendas o el techo cuando intenté contarle sobre mi carrera. En eso escuché que en la mesa de atrás hablaban mexicanos. Miércoles en la mañana, éramos las dos únicas mesas en la comida rápida. Les hablé para descansar un poco y obligarla a hablar. Ella estaba apenadísima. Se tapaba la cara como niña chiquita mientras yo les hacía la plática. Solo volteó un segundo a contestarles que era colombiana y volvió a cubrirse con el brazo. Me preguntaron por qué estaba en Medellín y respondí que fui a verla a ella, textualmente. No es cierto, dijo destapándose la cara. Entonces di con el clavo. A. no estaba segura de que hubiera ido por ella, no estaba segura de que la quisiera, de que no estuviera engañándola. Como cuando me decía varias veces que no la pensaba, porque necesitaba la reiteración para dejar de dudar. A lo mejor influyó la presencia de sus papás y sus hermanas, pero lo que en verdad sucedía es que no estaba segura de que podía confiar en mí. Los otros mexicanos se fueron rápido. Le agarré la mano y se soltó.

‘Sí vine solo por ti’

‘No es cierto’

‘Sí, solo vine a verte, ¿a qué más crees que vine? Y también te quería decir que todo lo que te dije antes de venir es cierto’

‘¿Qué me dijiste?’

‘Que me gustas, A. Que me gustas mucho y por eso vine a Medellín, para verte y para estar contigo. Solo para eso’

A. volteó hacia los ventanales desde donde se veía buena parte de la ciudad.

‘Por eso quería que hoy nos viéramos solos’

Se agarró el labio inferior con la mano y puedo jurar que vi el inicio de su risa haciéndose en la boca.

‘¿Qué piensas?’

A. se contuvo.

‘A., ¿qué piensas?’

Volteó como si fuera la primera vez que se lo preguntara, pero solo me vio un segundo y bajó los ojos.

‘¿Qué piensas?’

‘Nada’

‘¿Qué piensas de lo que te acabo de decir, de que me gustas?’

‘Nada’

Mis manos se aferraron a la crepa. Empecé a destrozar la base de cartón en que me la dieron. Cuando quedaron puros trocitos hice bola la servilleta y la fui haciendo cachitos también. Quise mover los dedos más rápido que las agujitas microscópicas que me picaban en toda la palma. Mi pierna derecha se balanceaba sobre la punta del pie, como si estuviera tocando el bombo de una batería. Si ella no hubiera dicho que iba al baño no sé qué habría hecho. Cuando regresó le volví a preguntar si no quería algo. Seguía sin hambre. Bueno, pues si quieres ya vámonos, le dije. Nos despedimos en la tienda de deportes; fue la última vez que la vi.

Mi mente borró el resto del día. Esa tarde, es más, no existí. No me fue posible. Genuinamente, incluso ahorita que quiero saberlo, no puedo recordar qué hice. El jueves me dijo en la mañana que tenía cosas que hacer, que fuera a pasear y nos veíamos en la tarde. Salí por primera vez a Medellín, fui al centro, entré al museo de Botero y me senté en la placita a tomarme un agua que recuerdo perfectamente verde. Antes de la hora de la comida ya había regresado al hotel. A. tuvo cosas que hacer en la tarde con su abuela, me dijo, así que el viernes nos veríamos. Llegué a pensar que A. no me respondía los mensajes en su celular. Que le escribía a otro número, no al de ella, o que se lo daba a su hermana en cuanto estaban solas para que ella se encargara, o que se veía con otra amiga y todo era un plan para esa risa de las comidas. 

El viernes no me escribió. Fui al centro otra vez y le dije que antes de comer regresaría para vernos. Regresé y los únicos mensajes eran de mis señores padres confirmando que todo estuviera en orden. Les escribí que sí, todo muy bien. Esperé el mensaje de A. toda la tarde. En la noche me dijo que estuvo ocupada en el día, que entonces, sí, el sábado nos veíamos. El sábado era el partido. Once de cada diez personas tenían puesto algo de la selección. Colombia no pensaba en otra cosa. Como sabía que no me iba a escribir le mandé un mensaje preguntándole si sí veríamos el partido y fui a comer a un restaurante de comida típica que me recomendó el taxista que me llevó al hotel. Qué ingenuo: el partido era a las siete. Me dijo que nos viéramos a las cinco y media para ir a su casa, en la misma entrada de la plaza del último día que nos vimos, afuera de la tienda de deportes. Estuve ahí desde las cinco. Al veinte para las seis le mandé un mensaje que no le llegó. Me preocupé porque le hubiera pasado algo. Era a una cuadra de su edificio, pero la calle y la plaza parecían un festival de música. Todo lleno, trompetas y chirridos por doquier. A las seis le marqué. No entró la llamada. En una de esas se quedó sin pila, me dije, y no me encontraba porque llegó tarde y justo cuando yo estaba entre la multitud buscándola. A lo mejor pensó que me confundí y fue a buscarme a otra entrada. No lo sé. Recorrí tres veces cada entrada de la plaza, corriendo. Mi aceleración era imperceptible entre tanto alboroto multitudinario. Escaneaba a cada mujer joven de pelo negro que veía. Le mandé más mensajes pero nunca llegaban, le marqué y nunca entró. Pensé que tal vez había llegado a la tienda de deportes mientras yo estaba recorriendo el resto de las entradas y ahora ella estaría en alguna de las otras entradas buscándome. La estaba cagando de forma sistemática. Saqué el teléfono y volví a marcarle, una y otra vez. Y una y otra vez me decía que el número al que estaba marcando no estaba disponible, pero tan pronto empezaba la frase colgaba y volvía a apretar el botón de llamar. Hice eso hasta que sonó un estruendo como bomba. De repente ese bullicio que me permitió estar en silencio en medio de todos se volvía un silencio colectivo, me quitaba el mío, y me molestaba como una intromisión a mi intimidad. Un apóstrofe a mi desesperación. Algunos chavos se carcajearon del otro lado de la calle y salieron muchas luces de colores. La gente siguió con sus debates del partido y los niños se quedaron asombrados con los fuegos artificiales. Me senté en la barda de una de las jardineras de la entrada a la plaza. Vi cómo cerraban las tiendas para irse a ver el partido. Tenía mi celular en mano para cerciorarme de que los mensajes no le llegaban, pero ya no intentaba nada. A eso de las seis cuarenta, cuando la algarabía dio paso a la expectación porque el momento era inminente, apareció una figura conocida desde el pasillo del centro comercial. Traía una playera de Colombia pero pantalón y zapatos blancos, y una mochila al hombro. Me quedé en sus canas mientras se acercaba desde adentro hacia la salida. De momento no lo reconocí. Iba con rumbo fijo pero tranquilo, como si el día fuera igual a todos. Cuando salió de la sombra de la plaza sus zapatos blancos, impolutos, me rebotaron en la cara lo poco que quedaba de sol. Me di cuenta de que se cambió con prisa porque su bata desdoblada estaba encima de la mochila. No me vio. Y con la calma que abunda en el que acepta lo que pasa, pero deshaciéndome, seguí con la vista al papá de A. hasta que desapareció entre la multitud rumbo al departamento.

Los empleados de la tienda de deportes fueron los últimos en salir. Me quería ir pero no pude moverme. Tuve ganas de correr para alcanzarlo, decirle que había quedado con su hija de verla pero no llegaba, y sentí lástima de mí. Quise gritar pero solo logré pellizcarme el cuello con ambas manos tan fuerte como pude. Todavía llegó un papá a comprar una playera para su hijo cinco minutos antes de que empezara el juego. Oí a uno quejarse de la alineación y a otro profetizar la victoria. Entonces me paré y regresé al hotel atravesando la plaza, que ahora era un oasis de silencio. Me senté en el lobi del hotel supuestamente a ver el partido. Con el wifi me metí a Facebook. Entré a su perfil. Lo primero que vi fue una imagen del astro goleador nacional publicada una hora antes por su hermana. El único comentario decía Ay, lo amo, y un corazón. A. lo había escrito exactamente a las seis de la tarde. 

La tiendita del hotel estaba abierta. Entré por una botella de ron. Los refrescos se les habían terminado. El cajero me atendió solo a medias, confiando en el dinero que le daba para no perderse una jugada de la selección. Subí a mi cuarto y me serví en el vaso del baño. Rellené lo suficiente para una cuba cinco veces seguidas. Las conté y cada una me la terminé de un trago. A los dos minutos no sentía nada. Lo rellené otras dos. Le di una vuelta al cuarto con la garganta quemada y me dije que sí podía tomar doce. Tomé otros tres y tuve que descansar unos minutos. Bebí con desesperación: quería tragarme el desengaño y lavarlo en mis intestinos. Tomé agua de la llave para limpiarme la garganta. Respiré profundo y lo rellené dos veces más. Las agujitas que antes picaban se calentaron hasta desaparecer fundidas. Una suerte de anestesia. Todos los músculos se me hincharon y de ellos emanó un calor que me hizo empezar a sudar. Cuando la camisa se mojó mucho también me la quité. Pegué mi cara a la ventana, pero el frío no me hizo bien. Di vueltas por todo el cuarto y el calor no paraba. Me acosté en el suelo. La alfombra picaba, la comezón llegó hasta las piernas. Me quité los pantalones sin desabrocharlos y me metí en la cama. Pensé que tenía temperatura. Di varias vueltas, sintiendo las almohadas heladas, sin acomodarme. Me levanté corriendo al baño cuando desde la calle entró un grito fuertísimo seguido de más gritos, trompetas y claxons en cada esquina. Agarré el excusado con la fuerza con la que pitaban los coches afuera y dejé que mis piernas perdieran su calor con el frío de los mosaicos. Escupí varias veces. Me dolía el esófago y rogué que si existía un dios me dejara en paz, porque no podía dormir para evitarlo todo y esa maldita peda punzante no me dejaba olvidarme de mí mismo. Escupí cada vez menos saliva y fui sacando todo. Toda la mierda que me tragué para ir hasta allá. Toda la mierda que me tragué esa semana y que acabó por tirarme. Pero cuando terminó eso, si bien me sentí liberado del calor y las agujas, apenas estaba saliendo de un atarugamiento que duró mucho, como si los sapos que A. martillaba riéndose salieran en la noche a descubrir que nadie los golpeaba y por primera vez vieran la feria. Abrí la regadera lo más fría que pude y me hice ovillo varias horas, dejando que el agua a presión bajando por mi cara se confundiera con mis lágrimas.


Foto de la obra de Ximena del Cerro

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