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carlos noyola
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (3)

Mi clase era tranquila: dos chilenas en el centro, una valenciana pelirroja y un vasco muerto por ella en un extremo, los franchutes en completo aislamiento en las primeras filas, Morena y Lautaro por otro lado, un grupo de portugueses en la fila justo delante de mí y a su lado otro español que se volvió amigo de un belga que nunca entendí qué hacía en nuestro salón. Nunca hubo necesidad de callar a alguien porque nadie parecía tener grandes amigos. Era un espacio para matar el rato. Igual que mi correr de caballo y parar de burro con el italiano, al principio quería ser amigo de todos, pero después de tener su número decidí que no quería ni saludarlos. Quizá por eso me gané un respeto medio extraño. Cuando abría la puerta y todos ya estaban dentro sentía las miradas de varios que se preguntaban por qué siempre llegaba tarde si nadie tenía, en realidad, nada que hacer. 

Los portugueses me caían bien. Una, que estaba en su último semestre de maestría, no le hacía caso a nadie, estaba muy ocupada encontrando un trabajo de medio tiempo donde pagaran bien. Otro estudiaba administración y me agarró confianza pronto. Me saludaba con un abrazo al tiempo que empezaba a contar anécdotas de su día o a preguntarme si iría a la siguiente peda. Le interesaba mucho el futbol y desde el día uno empezó a armar su equipo para la liga interna de la Bocconi. Un miércoles le pregunté por unos panqués rellenos de chocolate que llevaba para el receso y al final de la clase estaba esperándome para llevarme a la tienda donde los compraba. En el camino cruzamos el parque Ravizza, platiqué de libros y se dio cuenta de que no seríamos amigos. Me siguió hablando pero captó que no estábamos en el mismo canal. Con Mariana disfrutaba platicar en inglés. Ya que me había rendido con el italiano buscaba hablar inglés lo más posible, y Mariana había pasado un año en EU en la preparatoria, aunque sonaba como si acabara de regresar. Bromeábamos y nos sabíamos amigos. Saliendo de clase un día me invitó a una cena. Me explicó que eran puros portugueses y me negué. I kindaaa want you to come, me dijo echando para atrás la cabeza y diciéndole al otro portugués con la mirada que me jalara del brazo. Antes de decir que no supe que me arrepentiría, pero no fui.

Seguí caminando la última semana antes de que empezaran las clases. Mi rutina era la misma. El curso de italiano sin poner atención, comprar algo en el súper si hacía falta, ir al Duomo a sentarme, regresar por Porta Genova, caminar Navigli, perder el tiempo en el Darsena hasta que se hiciera de noche y el hambre me pusiera de regreso en el departamento. El lunes llegué al Darsena mucho más temprano de lo habitual. Como que me harté de ver tanto el Duomo. Fui a sentarme al muellecito donde hay unos bares pequeños. El día estaba para nadar. Casi nunca tomo solo pero ese día me compré una cerveza en uno de esos bares y la pedí en vaso para estar al lado del agua. Los mini ferris del canal paseaban turistas, en los carritos servían hot-dogs, hamburguesas y hasta mariscos, pero sobre todo mucha birra. Los migrantes africanos vendían todo tipo de accesorios para celular y algunos pulseras con técnicas poco amables. Más allá de mi vista, del Naviglio grande, por donde vine, llegaba el ruido de las risas de muchos chavos en el aperitivo. En el muelle de enfrente todas las niñas iban con shorts y los tipos con chanclas o cualquier otro zapato abierto. Todos eran grupos muy parejos de cuatro o cinco, casi siempre más mujeres que hombres, asalariados pero sin llegar a los treinta, reunidos para aprovechar los últimos días del verano y trabajar en el desarrollo de algún amor. A la izquierda, alejada, estaba una parejita. Eran de nuestra edad. El chavo servía en dos vasos vino blanco y metía la botella en su mochila guardándose de que no vinieran los polis. Él se acababa de dos tragos el vaso y la apuraba a ella para que hiciera lo propio. El chavo le empezó a acariciar el muslo desnudo y le dijo algo que la hizo reír. Ella se agarraba más el pelo conforme más tomaba, hasta que deshizo su coleta y la cabellera negra le cayó en los hombros. El sol daba por detrás y no me dejó verles los ojos, pegaba con una luz de un amarillo tan tenue que simulaba blanco, dejando sus caras en la sombra. Él era muy güero y ella estaba muy bronceada. Estoy seguro de que no eran novios. Cuando se acabaron el vino le dijo algo que ella pareció no comprender bien, luego le señaló varias veces la cara, ella se quedó quieta, y supe que cerró los ojos porque esas dos cavidades cuyo color la sombra no me dejaba ver se quedaron sin movimiento, fijas, del mismo color que el resto de la piel de sus brazos y sus piernas. Él le tomó la cara con la mano derecha, llevó el pulgar a sus ojos como para asegurarse de que no se fueran a abrir, y se acercó con todo el cuerpo a su boca. Yo me quedé con los ojos entrecerrados para evitar la fuerza de la luz, sintiendo cómo las burbujitas de la cerveza se deshacían en la sangre de mi pecho. Así duramos unos instantes. Ellos sumidos en ese beso húmedo, primero, y yo luchando con la luz por mantenerlos cerca. Cuando se separaron rieron con la complicidad de los que ya no tienen que fingir enfrente del otro. Él volteó al canal, ella lo agarró con determinación de la mandíbula y le plantó un beso en la mejilla que no esperaba. Levantó la cara hacia el cielo mientras ella se recargaba en su hombro, y se quedó así, sin abrir los labios, pero con una sonrisa infinitamente más grande y llena.

El martes fue nuestro primer día de Starita. También el día que conocí a Laura. Su acento me cayó de variedad, jamás había platicado con una hondureña. A Starita fuimos porque la maestra de Abraham y Fabi les hizo una lista de los locales que había que visitar, y en esa lista Starita figuraba como el mejor lugar de pizza. A Laura la trajo Fabi. Era bastante introvertida, demasiado formal. Comí lo que comería el resto de mis idas a Starita, ya lo sabes: Marinara Starita; de postre, angioletti con nutella. La Marinara también la pedimos porque estaba especificado en la lista que esa era la mera mera.  Y es verdad, un día pedimos otras además de la Marinara y no tenían nada especial. Seguimos yendo todos los martes. Ahora que lo pienso creo que fue porque era el día en que todos estábamos en Milán. Los miércoles había peda, el jueves muchas veces Fabi se iba de viaje porque no tenía clases en viernes y aprovechaba el fin de semana. Esos días empecé a llevarme un poco más con Abraham. Fuimos varias veces saliendo de clases a la gelatería que estaba poco antes de llegar a Via Pavia (te llevé pero seguro no te acuerdas). 

Después tú me dijiste varias cosas que no existían en mi memoria. Me hablaste de Bérgamo. Ese fin de semana queríamos ir a conocer otra ciudad en un solo día, pero casi todo quedaba lejos. Pienso en por qué no estábamos dispuestos a irnos el fin de semana completo; supongo que había alguna fiesta o alguien no podía. Por su cuenta cada uno había viajado también, entonces algunos lugares estaban vetados para no repetir. Fuimos a Bérgamo porque la ciudad antigua, encima de una eminencia, parecía el epítome de un pueblo medieval en las fotos: amurallado, con edificios un poco chuecos, lleno de esa Europa de las postales para los turistas que siempre quieren blofear en dónde están. Ellos eran turistas y eso les fascinaba.

Fuimos en tren y llegamos con una lluvia molesta. Muchos charcos, mucho viento, mucho frío. Era imposible caminar sin empaparse y no previmos el mal clima. Gastamos en varios paraguas en lo que averiguábamos cómo llegar al centro, que estaba más lejos de lo que Google decía. Laura era necia y quería caminar con todo y lluvia. No paraba con su cámara cuadradita, pequeña, volteaba a todos lados, todo le parecía maravilloso. Una vez se enojó porque la molestamos durante horas por pedirnos que volteáramos a ver un edificio de ladrillo como si fuera la novena maravilla del mundo. Pero ahí me limitaba a intentar cubrirme corriendo de techo a techo atrás de todos. No entendía cómo no les molestaba la lluvia. Examinaban las ventanas y las admiraban como en un día soleado. Alguien volteó y se dio cuenta de mi sufrimiento, porque dijeron que ya me veían harto y buscaron un lugar para comer. 

Como todo en Italia, la comida era cara. Nos sentaron en una cava del triple de ancho del callejón al que daba la entrada y Abraham empezó a escuchar a Fabi presumiéndole sus fotos. Cuando salimos ya no llovía y fuimos a un punto desde donde se veía el estadio de futbol. Había partido y los cantos de la porra se escuchaban perfecto. Empezó a llover otra vez y decidimos regresarnos a Milán. (Esto solo lo recuerdo porque tú lo desenterraste: te burlaste de que, al ir bajando luego de ver el estadio, mi paraguas se arruinó por la lluvia en el momento justo en que ibas con Morena y otras argentinas subiendo de frente a nosotros. Como yo estaba preocupado por la lluvia apenas saludé a Morena y caminé lo más rápido que pude. De no haber sido por ti habría olvidado ese día por completo.) 

Bérgamo fue un sábado. Esos días sirvieron para aplacarme, pero solo cuando estaba con gente y había que moverse o platicar. En mis caminatas siempre regresaba al crucero, a la italiana, a la decisión de ir a Europa, al primer viernes en Milán, al sábado, al tren cancelado, al viaje a Conegliano. Ahí estaba cuando quería hablarle a la chava de Ibiza en el McDonald’s, cuando fui con Morena a Lugano, cada vez que regresaba solo de la universidad a mi departamento y veía el hotel en el que pasé la primera noche y me venía un presentimiento del entusiasmo que tuve; cuando el tranvía estaba lleno y me quedaba parado agarrado a un tubo; cada vez que veía a una pareja agarrada de la mano en la piazza del Duomo, en la Galería, compartiéndose helado; cada mañana en que despertaba con las pestañas pegadas y en el primer minuto veía todo nuboso y me decía que todavía no acababa de acostumbrarme al nuevo horario, pero en el fondo (ni tan en el fondo), sabía que ese dolor en los brazos, esa rigidez en las rodillas, esa pesadumbre en los muslos para levantarse, para arrancar el día, para decidirme a quitar la sábana de encima, que me hacía llegar todos los días tarde a las clases de italiano, no era otra cosa que la certeza de la derrota de mi vida. Porque aunque repitiera que ella solo inclinó la balanza, que si no igual estaría en Estocolmo o Praga o Suiza, que ella era un detalle mísero, sin mucha importancia, que incluso podía agradecerlo porque facilitó una decisión que me era indiferente, sabía que en ella estaba el sentido. Que había venido para nada. Que el semestre aquí era lo mismo que estar en Puebla yendo a la universidad y regresando a mi casa, donde ya estaba solo. Que esos meses serían cuatro meses de tedio esperando a que terminaran para poder olvidar toda esa mala anécdota repitiéndose como se supone que no se repiten las cosas en la vida, que me dejaba humillado frente a mí, sin ganas de hablar con alguien, porque estaba pesándome ver que me equivoqué otra vez de la misma manera, ya no solo mentalmente. Después la olvidé, no porque fuera irrelevante, sino porque su nombre no importaba, era un símbolo más que podría haber encontrado con un apellido distinto en cualquier otra ciudad. Levantarme en Milán requería constantes esfuerzos. El dolor migró al cuerpo y era como estar envarado a diario por un ejercicio cada vez más incómodo, que no permite mover bien las piernas porque las ingles están entumecidas, las pantorrillas débiles, guangas, las rodillas truenan y los brazos necesitan estirarse todo el tiempo porque no han descansado. ¿Por qué no podía tener algo como lo de la pareja del Darsena? ¿Por qué no podía ir con una niña a sentarme a tomar vino al lado del canal, o a un restaurante en Puebla, y platicar sabiendo que nos gustábamos y que los dos queremos que algo pase? ¿Qué había mal en mí? ¿Qué hice mal tantas veces que el resultado nunca cambiaba? ¿Por qué no podía gustarle a una niña que me gustara y sentarme con ella y hacerla reír y perder varias horas hablando de tonterías? ¿Por qué no podía salir con alguien que no cancelara de último minuto? ¿Que no me diera todas las señales de que las cosas iban bien, que no me dijera que me quería, que le gustaba, para que al final me dijera siempre que no? ¿Por qué chingados no podía encontrar a una niña como esa de pelo negro en el Darsena, que no hablaba, que no decía nada, pero sonreía cómplice a las caricias en su pierna? ¿Por qué no podía yo estar con ella, mientras se desamarraba el pelo tomando conmigo, sin que le importara el tiempo y sus amigos y la distancia y la familia y el mundo, sino que solo estuviera ahí, conmigo, riéndose, empujándonos en ligeros coqueteos, viéndome a los ojos, con un poco de pena y un poco de nervio pero con la emoción de estar conmigo, como si fuera lo único? ¿Por qué no podía robarle un beso tierno apasionado, que viniera de las manos y de los brazos tanto como de mi boca, para encontrarse con una respuesta cálida, con la tranquilidad de lo que acontece naturalmente? ¿Por qué no podía ser yo el que, sin esperarlo, en lugar de recibir un mensaje diciéndome que no volveríamos a vernos, fuera sorprendido por una mano que me toma de la barbilla con fuerza para besarme el cachete? ¿Y por qué no podía ser yo ese que volteaba al cielo, con su amor en el hombro, de espaldas a esa luz quemante que ahora entraba idéntica en mi cuarto, para agradecer ese momento misericordioso de cariño sincero con una sonrisa por dentro que se extendía en todos los recovecos cutáneos, en lugar de estar enfrente, del otro lado, solo, esperando? 

Y la misma luz seguía entrando por la ventana del departamento, dura, blanca, sin dejarme ver nada alrededor de su resplandor, ralentizada por el paso a través del vidrio que no fungía como filtro, sino que le servía como un crisol para fundirse y reconcentrar toda su fuerza y lanzárseme, tenaz, no como cuchillo, sino como una cuerda tensa con la que te mantienen en el punto exacto de dónde no debes moverte. Esa luz que no me permitía moverme, que era la fuente de mi desdicha, me llenó de fuerza para hacerla a un lado, quitármela de encima y empezar a llorar. A llorar porque no supe qué hice mal. A llorar porque no supe en qué debí cambiar. Si debí ser más violento o más sumiso o si no iba a funcionar sin importar qué hiciera. A llorar porque me pasó lo mismo otra vez. A llorar porque ya lo sabía y no aprendí y me volvieron a mentir. A llorar porque ya no podía regresarme ni tampoco olvidar. A llorar porque necesitaba a alguien. A llorar porque solo eso me podía importar. A llorar porque ahora la luz era suave y acariciaba las sábanas rojas y me decía que ahí podría yo también estar con alguien que me amara, abrazándola, sin hablar, luego de un beso para despertar una mañana de domingo, sintiéndome infinito en una felicidad cobijada por la bruma de sus rayos.

Tiempo después de conocerte no te hacía caso, Ro. Pasabas desapercibida. No recuerdo muy bien por qué hablamos, ¿tú sí? ¿Nos hablaste tú? ¿Fue tu amigo, el otro argentino, muy tímido a veces, por una tarea? ¿O fuimos nosotros con el pretexto de saber de dónde eran? No sé pero creo tener un recuerdo de que fuiste tú preguntando por nuestro acento. Te sentabas justo atrás de nosotros, a lo mejor eso también tuvo que ver. No hay una razón específica por la que no me fijara en ti, solo no lo hacía. A veces pasa con ciertas personas, uno decide no fijarse en unas y en otras sí. El ojo es caprichoso, nuestra atención también. Me he grabado la figura de decenas de mujeres comiendo con su pareja al otro lado de la acera, pero no me fijé en ti, la argentina de mi clase de administración sentada atrás. Ni siquiera lo pensé, no se dio. Salía rápido con Abraham de la misma forma en que entraba: sin voltear. Me hablaste una vez para que te diera mi teléfono porque querías el libro de la clase, que yo tenía en pdf. Dijiste que me escribirías luego para pedirlo, y de hecho lo hiciste. No quería pasártelo. Apenas habíamos hablado y no pocas veces que me fijé en tu lugar estaba vacío. No me gusta ese espíritu general de valemadrismo del que están llenos los estudiantes extranjeros. Para mí eras una filistea que buscaba alguien que tuviera los apuntes para pasar la materia sin hacer nada. (Una filistea atractiva, eso sí, con la que una vez crucé una mirada sospechosa al terminar la clase).  Te contesté porque luego de un rato de no decirte nada insististe con que si había recibido bien tu dirección de correo. Volví a no contestar y regresaste a contestarte solita preguntándome si quería que me enviaras un correo tú para que yo solo tuviera que dar clic en ‘Responder’. Lo hice sin tomármelo muy en serio, abriendo un cuernito relleno de grasa vegetal con sabor a chocolate. Luego de eso volviste a donde estabas antes: la ocasional vaga presencia de la banca de atrás. Una mañana preguntaste por qué me empezaste a gustar, ¿te acuerdas? Estábamos en mi cama, enredados en las sábanas rojas (las mismas sábanas que me vieron crecer). Cuando te devolví la pregunta dijiste que era inteligente, me reí y te pregunté por qué. No sé, tus comentarios en clase, respondiste con un poco de pena. 

Yo estaba seguro de nunca haber dicho algo interesante en esa clase. Pensé que sería un error inscribirla, y lo fue. Cualquier otra hubiera sido mejor. El tema no me importaba y el nivel era introductorio. Le Barbanchon caminaba por todo el frente del pequeño auditorio del salón de clases jugando con su control de diapositivas, pelón, siempre con blazer, esforzándose mucho en la pronunciación del inglés. Le Barbanchon, decía Abraham, habla francés en inglés. A la fecha me sigue pareciendo la mejor descripción. Pero eso no era lo peor: en la segunda o tercera clase el que se sentaba al lado me pidió que le explicara algo que no entendió y hacerlo fue otro gran error. De ahí no me soltó. Sabes a quién me refiero, ¿no? Cualquier cosa que no entendiera, por mínima, me la preguntaba sin importar que la clase estuviera a la mitad y Le Barbis a un escaso metro. Un chavo rumano, evidentemente más chico pero menos tímido, que ponía bastante esmero en el estilo: a veces moño, otros días solo camisa, pero siempre saco, zapatos bien boleados y media botella de perfume encima, con una pronunciación exagerada de las palabras en inglés y su sello: empezar y terminar cada frase con Zer. Mis explicaciones, que se volvían cada vez más escuetas y toscas, le gustaron tanto que me pidió mi número para estudiar juntos en las tardes. Hablaba de la dificultad de la clase con tanta vivacidad y tanta inocencia que nunca supe si sabía de qué trataba. Me envió muchos mensajes a los que nunca consideré responder, pero en la clase me volvía a pedir ayuda como si nada y yo le decía, a regañadientes, que se esperara al final. Me hubiera gustado que le pidiera ayuda a Abraham, pero solo insistía conmigo, y tú te reíste de mí cuando te conté. Al principio yo hablaba en clase porque me daba pena que nadie más lo hiciera y me presionaba la mirada de Barbanchon; después se convirtió en una forma de evadir las preguntas insistentes de mi discípulo no pedido. Como sea, por esa clase empezamos a hablar, después, seguido, bromeábamos en el receso. Me gustaba cuando platicábamos tantito al final de la clase o nos quedábamos a escuchar las preguntas que el otro hacía al profesor. Nada profundo ni relevante, puras cosas para salir al paso.

La primera vez que hablamos bien fue en Old Fashion, un mes después de iniciado el semestre. Todos los miércoles anteriores de Old Fashion busqué ligar. No salió. Al final terminaba regresándome con Fabi y Laura o platicando con algún otro conocido de clase, después de que Abraham sí se fuera con alguien a su departamento y solo desde lejos me dijera que ya partía. Ahí todavía estaba la terraza abierta, con la zona exclusiva en el centro solo para los que gastaban más de quinientos euros en botellas, así que era mucho más fácil ver a cualquier persona. Yo acababa de llegar y Abraham ya estaba adentro con Fabi; aún los buscaba cuando te vi entrar. Tú también ibas sola, con una pollera negra y pequeñas botas cerradas (se te veían muy bien). Te saludé pensando que a lo mucho vendrías a saludarme de beso, que venías con alguien. Te quedaste mucho más de lo que creí. Cuando terminamos de burlarnos de Le Barbanchon y seguías ahí saqué mi celular. Me puso nervioso que siguieras haciéndome plática. No estaba preparado. En el momento en que Abraham me dijo en qué parte estaban te corté de tajo diciendo que me llamaban y me fui. Me arrepentí luego, aunque sin saber si tú también platicabas conmigo en lo que llegaban tus amigos. Esa fue la primera vez que me fijé en ti. Quiero decir, la primera que te puse atención. Paradójicamente, me fui casi huyendo y el resto de la noche me la pasé buscándote. Me pusiste nervioso, recordé la mirada que alguna vez cruzamos en clase y estuve seguro de que me gustabas. ¿Por qué te quedaste conmigo hablando en un antro cuando apenas nos conocíamos si no te interesaba? Para mí era una señal de que el sentimiento era recíproco. Di varias vueltas con el pretexto de ir al baño, pero la marea de gente no dejaba avanzar. Te encontré ya cuando Abraham se había ido, en el centro de la pista, bailando con tus amigas. La peda intencional que traía me dejó ir a bailar con ustedes sin ninguna pena. Ellas no me conocían, pero me recibieron bien. En cada canción intenté establecer contacto visual para confirmar la teoría de que te gustaba. A momentos te volteaba a ver directamente, pero a los dos segundos le hacía gestos a las demás para aparentar que no estaba calculado si no correspondías la mirada. Tú no solo correspondiste cuando empecé a voltear más seguido, sino que tomaste la iniciativa para cantar los coros de las canciones conmigo, o más bien para cantármelos a mí, porque nos poníamos de frente viéndonos a los ojos alentando al otro con el entusiasmo de la voz a cantar más fuerte. La cosa estaba saliendo bien. Cuando vi que tus rumis también se ponían a cantar solas me animé a agarrarte de la mano para hacer explícito que ya estábamos bailando tú y yo. Con todo y la peda, la mano derecha se me llenó de cosquilleo.

Te saqué a bailar al inicio de una canción de cumbia. Te confundiste. Diste vueltas a pesar de que puse mi mano en tu espalda para que te acercaras y empezáramos con un paso sencillo. Luego te relajaste y seguiste mi paso con unas chapas grandes en los cachetes. Ya se me bajaba el nervio, pero seguí atento. Así llegamos al primer coro. Ahí sí te di varias vueltas, que tampoco salieron como yo quería, pero me reí. Sin embargo, cuando yo veía todo de maravilla tú me diste ahora una vuelta y al regresar ya estabas claramente bailando con tus amigas en el círculo. Tardé una fracción de segundo en entender y volver a bailar como si nada con el grupo, pero aproveché la primera oportunidad en que una española que ya conocía me chocó sin querer por detrás para hacerle algo de plática boba, con el pretexto de mudarme a su bolita. No quise voltear otra vez. Me esperé una canción para no verme tan obvio, busqué a Laura y le dije que si ya nos íbamos porque estaba muy cansado.

Fabi se fue antes porque se sintió mal y Laura tenía un rato buscándome. En el tranvía de regreso me quería hacer la plática de México pero yo no tenía ganas. Estaba contrariado, me acababas de rechazar. Me sentí humillado, Ro. Quizá fue que te dio pena porque estaban tus amigas, quizá me metí a bailar con ustedes abruptamente, quizá debí esperarme más a agarrarte la mano, a lo mejor no debí esperar que bailaras más tiempo conmigo cuando, como yo pensé al inicio de la noche, nunca antes habíamos hablado bien. O tal vez lo primero fue una señal falsa que malinterpreté. Sin embargo, pudiste ignorarme cuando llegué a bailar, pero no solo no lo hiciste sino que volteabas a verme y cantaste conmigo. Tampoco vi signos de flojera o desprecio mientras bailamos. Tu mano me apretó fuerte y te pegaste a mí cuando te jalé de la espalda. Eso no podía ser un rechazo completo: yo me equivoqué en esperar tanto tan pronto.

A la semana siguiente fue Génova. Otra vez no quisimos pagar el viaje con la Bocconi y lo armamos Fabi, Laura, Abraham y yo por nuestra cuenta. Tú me preguntaste después de lo de Old Fashion si iría a Génova. Te respondí que no sabía: Sí, andá, dijiste varias veces. Allá te veo, fue tu despedida. Decidí que iba. Nos quedamos en un hostal en una zona que parecía el centro viejo de La Habana. Muy descuidado, una colonia en decadencia, muy cerca del malecón y de la estación de tren. Los edificios sin pintar, mucha gente pobre, un hedor a suciedad exacerbado por la humedad y el calor de la playa. La presencia de militares en varias esquinas decía que eso no era primer mundo.

Nuestra intención era ir al mismo antro que ustedes. Cenamos en un restaurante en un segundo piso del malecón y precopeamos en la sala del hostal para no gastar en el antro. Cometí el error de empedarme con vino. En un súper compramos el vino de la casa, que además de barato tenía una botella muy mona. Cada uno compró la suya. En ese momento me pareció que estar en Italia sin empedar con vino, aunque solo fuera una vez, era como vivir en México sin probar los tacos. Creí que la mitad de los huéspedes del hostal estarían empedando. Éramos los únicos. No estuvo tan mal por la música. Laura me pidió que bailáramos una salsa; llevábamos media botella encima. Abraham tiene dos pies izquierdos. Lo viste, muy torpe físicamente. Nunca se puso a bailar algo que no fuera reguetón. El baile llamó la atención de dos tipas que vinieron a sentarse al lado y Abraham les hizo la plática. Eran rusas. Casi no hablaban inglés, pero una era bailarina en Moscú y quería bailar una cumbia. Bailé con ella. Me gustó estar impedido para hablarle, obligado a comunicarme con expresiones, con el cuerpo. Estuvimos en silencio mientras Abraham hablaba con la otra rusa y Laura y Fabi tomaban. Fueron dos o tres canciones, una de bachata. Yo no me sabía el paso pero hice como que sí. Se me pegaba mucho más de lo necesario. No hablábamos, pero estábamos ahí, y me sentí muy bien. No tuve que decidir si la invitaba al antro porque Abraham invitó a su amiga y ella le dijo que tenían otra fiesta.

El vino no me gusta. Con todo y que te conté que crecí con vino en mi casa, que mi señora madre es una finísima catadora, que mi señor padre tiene acciones de un viñedo en Atlixco y que en varias ocasiones han intentado introducirme a ese mundo, no sé de él ni me interesa. Ni con ellos tomo. Si insisten mucho, como cuando sale una nueva cosecha del viñedo de mi señor padre, me echo una copa, hasta ahí. Ese día, claramente, fue la excepción. Me terminé la botella antes de salir del hostal, igual que los demás. Pedimos un taxi, más que por la peda por la inseguridad, y acordamos regresarnos juntos. Del trayecto al antro no me acuerdo. Lo siguiente que hay en mi mente es una fila larga con alfombra roja hacia un sótano, y luego todos adentro con música a un volumen que volvía inaudible cualquier voz. Las vibraciones se sentían hasta en el baño.

No cabía un alma en el antro. Gente subida en todos los sillones, en la tarima hecha para música en vivo, en las puertas por donde salían los meseros de la barra. El calor humano me sacó sudor incluso en el tiempo que estaba quieto. Se veía como si trajera lentes para bloquear la luz de la computadora. Todo diluido con una luz anaranjada dándole un toque irreal. El tono mortecino chocaba en cada punto con la euforia colectiva. Porque además era el único color, sin efectos de iluminación. Nuestros cantos luchaban con esa luz. Salí a tomar aire y al regresar te vi entrando al baño. Se me hizo muy precipitado hablarte. Esperé, pero aunque el lugar era pequeño no te encontré en un buen rato. No veías la pared al otro extremo porque la mirada chocaba con la gente. Seguí con Abraham, Fabi y Laura, pero volteaba cada dos segundos buscándote. El vino en mi cuerpo se combinaba con la luz para crear un ambiente nebuloso. La música, por más rápida y fuerte que saliera de las bocinas enormes en la tarima, se espesaba en el grumo del naranja. Cuando Abraham empezó a perrear con una española, di una vuelta y encontré a Mariana, la portuguesa que no veía desde mi clase de italiano. Intentó platicar, pero era imposible, no solo por el ruido sino por mi nivel de peda. Ya me costaban algunas palabras en español. Se dio cuenta y bailamos, pero eventualmente prefirió a sus amigos. Se distorsionó mi noción del tiempo. No sé qué hora era. De esa noche tengo muchos momentos perdidos, es como un rompecabezas que apenas ahorita intento armar. Fui al baño, vi gente conocida que me saludó pero no contesté. Al salir me sentí mucho mejor y di varias vueltas, otra vez buscándote. Quise preguntarle a Fabi si te había visto, para cerciorarme de que no te imaginé en el baño, pero no me gustó la idea de que supiera que estaba interesado en ti. Me subí a la tarima para ver mejor, y entonces sí, te encontré. Recuerdo meter un codazo para que alguien se apartara y no perderte. Esta vez no esperé. Sabía que saludarte era imposible en mi condición y quería ahorrarme el protocolo. Pensaba proponerte que al día siguiente vinieras con nosotros porque en el cuarto de Cinque Terre teníamos una cama extra. Me metí entre dos de tus amigas. El resto lo sabes: te agarré de la mano y te di una vuelta, pero tú no te agarraste con fuerza y después de la vuelta, que solo conseguí porque estabas desprevenida, ya no bailaste, diste un paso cortante a un lado para seguir solo con tus amigas. No me volteaste a ver cuando me tambaleé por el mareo que me produjo bajar corriendo de la tarima, y recuerdo perfectamente que una de tus amigas me regresó el codazo que perpetré segundos antes, para que me fuera. Fui con Fabi, que reía a carcajadas con Laura. Se dieron cuenta de que estaba mal pero no vieron lo que sucedió. Me quedé balanceándome sobre las piernas, viendo al antro vaciarse. Ahora ya podía ver la pared del otro extremo y entraba una corriente fría de viento desde afuera. Debía ser tarde. Abraham seguía perreando con la española. Le dije a Fabi y a Laura que fuéramos por un shot de tequila. Fabi me dijo que ya no me veía muy bien para tomarme un shot. Le respondí que iba a ir por uno, y volví a preguntarle si quería algo. Dijo que no y fui a la barra. Pedí tres shots. No me acuerdo cómo pagué. Me tomé uno y volteé a gritarles. Les hice señas de que los shots eran para ellas. Fabi repitió que no con la mano y regresó a su plática. Me tomé el segundo. El mesero me preguntó si necesitaba algo cuando me recosté en la barra. Me incorporé y volví a ver a Fabi, que seguía platicando. Después volteé hacia el centro del antro. Estaban tus rumis bailando solas, de frente, y tú, más allá de ellas, con un tipo pelón de playera gris. Me quedé viéndolos. Él te daba vueltas y tú girabas gustosa, riendo, con las mismas chapas que te vi en Old Fashion. Me fijé en tus uñas: rojas, se apretaban a su mano cada vez que dabas vueltas. La luz anaranjada dolía en mis ojos. No supe si era una consecuencia del alcohol. Los cerraba durante unos segundos para poder ver. Tenías la misma pollera de Old Fashion pero las botas eran distintas. 

Cuando venía el coro de la canción te soltabas, con una mano hacías el micrófono y con la otra apuntabas hacia él y gritabas viéndolo a los ojos. Yo sentía que yo era el tipo al que estabas cantándole. El mismo con el que hacías contacto visual para decirle que era con él; el mismo con el que elevabas la voz en las partes cursis para indicarle que se lo decías a él; el mismo al que le apretabas la mano al darte una vuelta y el mismo por el que hacías a tus amigas a un lado para bailar de frente, solo con él. Seguí viendo cuando tú le diste una vuelta y te quedaste bailando agarrándole la mano. Incluso con el codo sobre la barra mis piernas y mi torso temblaron. Me quedé viendo hasta que te dio una vuelta para dejarte de espaldas a él, pegada tu pollera a su mezclilla, bailando un coro de reguetón. Entonces giré para tomarme el tercer shot sin pensarlo, y me salí. Subí con fuerza la rampa hacia la calle, pero mi cabeza era un peso muerto ladeándose. Una estatua me pareció conocida. Caminé para ver si ubicaba la zona. Cuando estaba sacando mi celular para poner el camino de regreso al hostal escuché un gritó y Abraham llegó corriendo. Me jaló del brazo para que regresara a la entrada del antro. Le dije que yo ya me iba a dormir y empecé a caminar. Volvió a jalarme bruscamente diciéndome que Fabi y Laura estaban sacando su chamarra del guardarropa y ya nos íbamos. Todavía le dije que si quería quedarse con su ligue yo no tenía bronca, su fiesta no tenía que arruinarse por mí. No sé qué me dijo y me arrastró. Lo siguiente que recuerdo es ir por calles como las aledañas al hostal, yo caminando de espaldas por miedo a que nos hicieran algo.


Foto de la obra de Ximena del Cerro

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