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Foto de la obra de Ximena del Cerro
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (20)

Para cuando terminó el crucero yo estaba contemplando todas las opciones. Desde negarlo, desaparecer, que te vinieras a abortar al DF en secreto (yo lo pagaría), hasta hablar con mis señores padres y pedirles su apoyo sin tener idea de qué íbamos a vivir ni cómo le haríamos para mantener a otro. En uno de mis accesos de desesperación, cuando llegué a casa, pagué una consulta en línea con un ginecólogo en Estados Unidos para plantearle todo mi caso y preguntarle qué tan probable era que estuvieras embarazada. Solo necesitaba que alguien me dijera lo que quería escuchar. Te preguntaba un día sí y un día no, siempre con la misma respuesta. Pasó todavía como una semana para que me dijeras algo, y entonces:

‘Che, I had my period’

Nunca entenderé qué pensaste en esos días, ni qué querías, por qué no me hablabas de tu espera a menos que te lo preguntara y por qué tu última mención del asunto fue tan escueta, en inglés. Pero ya no tenía sentido ninguna pregunta al respecto. Descansé como jamás pensé que uno podía sentirse aliviado, y te contesté con toda la normalidad que pude, prácticamente sin ponerle atención, como si para mí hubiera sido tan irrelevante como fue para ti.

Yo regresé a clases y tú a la di Tella. Sé que tardaba mucho en responder cada que me escribías, que te cortaba muy rápido cuando me marcabas por teléfono o que a veces no contestaba y tampoco te regresaba la llamada. 

S. desapareció de la misma forma tan súbita como surgió. Cuando llegué a Puebla le dije que nos viéramos y sus respuestas tardaban cada vez más en llegar. Decía que no podía. S. y Nicolás son nombres indistinguibles, porque el mismo veneno que te daba me tocaba tomármelo a mí. Uno no escapa del laberinto circular de la mentira.

Así que me sumí en mi miseria. Seguí siendo un pusilánime autómata que actúa por instinto: sin S., me dije que debía buscarte más, arreglar todo para mantenerte conmigo. Pero cuando empezaste a preguntar cuándo compraría el vuelo para ir en semana santa comencé a darte largas otra vez: otra vez huía.

Una tarde, de camino a mi casa, en el coche, pensaba en nuestras caminatas por San Gottardo en la mañana para ir a clases, o las veces que nos sentamos en Panini Durini a tomar algo entre una clase y otra. ¿Debía enterrarte o mantenerte a mi lado para no enfrentarme a mí mismo? Me pregunté si estaba cagándola, si no sería el peor error de mi vida del que me arrepentiría después. Pensaba en un futuro en el que ya no existieras, ni como mera posibilidad, y sentía desasosiego al pensar qué harías, cómo existirías en mi memoria cuando toda la realidad se convirtiera en una nostalgia condenada a muerte. Me acordaba de la última vez que vi tu cara, de tus gestos suplicantes que se irían para siempre, y me cuestionaba si podría aceptar que ya no estuvieras ahí. Pensaba en el momento en que lograrías olvidarme, en el que no habría más Nicolás en ti. Caminarías por la Recoleta con tus amigas, irías de peda, e intentaba evitarlo pero aparecías con alguien más: lo conocías en el antro o en la universidad o en el trabajo al poco tiempo de graduarte, y te invitaba a salir y tú sonreías con esa alegría que yo conocí en Milán y que creí, sin darme cuenta, que sería solo para mí. Él pasaba por ti, bajabas corriendo muy arreglada del cuarto que me enseñaste en nuestras videollamadas, iban al Ateneo Grand Splendid por un libro para leerlo juntos, un libro que él te recomendaba. Te llevaba a cenar, una mesa en la terraza reservada en algún restaurante de Puerto Madero, donde te esperaban unas rosas. Tú sonreías, sonreías con esa misma mezcla de nervios y emoción que te vi en Navigli, y me daba cuenta de que no te quería conmigo, pero quería que estuvieras para mí, que estuvieras esperándome. S. ya no me respondía y no soportaba la idea de que pudieras estar con otro mientras yo estaba solo, de que pudieras olvidarme. Tenías que estar sufriendo, anhelando que te hablara o lo suficientemente deprimida como para que no pudieras hacer nada. Maldita sea. Pensaba en hacerte algo que te doliera tanto para que la tristeza te impidiera disfrutar hasta que yo encontrara a otra pinche niña, o hasta que me diera cuenta de que no podía y decidiera volver contigo. Porque no te quería pero no podía dejarte ir, eras mi último recurso para no quedarme solo, para estar con alguien dispuesta a dar todo por mí aunque yo no estuviera dispuesto a dar nada por ella. Alguien dispuesta a dedicarme su vida, a dejar su carrera y mudarse de país para sumarse a mis metas, aún cuando yo siempre estaría buscando la forma de estar con alguien a quien sí quisiera para abandonarte. Y pensaba en las ventajas de estar contigo: la nacionalidad italiana heredada de tu abuela, las propiedades de tu señora madre en Buenos Aires y la cuantiosa herencia de su padre que ella usaba para mantenerlas. Sin abuelo, tu señora madre ya grande, no faltaría mucho para el día de su óbito y entonces podría convencerte fácilmente de irnos a Italia. Me casaría contigo, venderíamos los edificios de tu madre y yo podría vivir sin contratiempos con ese dinero hasta que tuviera la nacionalidad y encontrara un pretexto para dejarte. La relación con tu señor padre estaba rota y tu hermana menor no sería problema. Así podría llevarme a toda mi familia a Europa, y empezar una vida nueva, o simplemente regresaría a Puebla, pero con la posibilidad de irme con mi nuevo pasaporte en el momento que me diera la gana. Me cachaba a mí mismo ponderando estas opciones no como una mala broma, sino con toda la seriedad que el futuro merece, porque ¿dónde iba a encontrar alguien que pudiera abrirme tan fácilmente las puertas de la residencia europea, con el suficiente dinero y amor por mí como para mantenerme sin hacer más preguntas? Sería una recompensa justa a cambio de que yo pagara el precio de mentirte a diario con besos falsos y aguantar algunos años una miseria en la mentira, dizque haciendo planes, fingiendo tener ganas de llevarte a la cama y entusiasmado por hacer una vida contigo. Me veía capaz de recibirte en mi casa, de presentarte a mis señores padres, de actuar todo el papelito del enamorado que no ve otra cosa en el mundo más que a su chica adorada. Podría decirte que inmediatamente después de casarnos nos fuéramos a Italia, y no antes, como tú querías, para tener tiempo de salir con alguien más en Puebla, mientras tú arreglabas todo en Buenos Aires, y te iría a visitar algunos días solo para confirmarte que en verdad te quería. No sería tan complicado: mentirse es fácil; nuestras fantasías nos mantienen vivos.

Al darme cuenta, me obligaba a pensar en los momentos en que me diste ternura, en que quise abrazarte, en nuestro primer beso, en tu ilusión al verme y en las veces que dije que te amaba, cualquier detalle para revivir en mí una pizca de vergüenza por lo que estaba considerando, un poco de empatía que me dijera que no podía hacerte eso. Me debatía entre exculparme asegurándome que yo soy bueno, y que todo lo malo que estaba haciendo no era más que una venganza justificada, o, llanamente, concebirme como un hijo de la chingada. Y no sentía arrepentimiento de planear la boda sin amor y hasta de desear consumar el engaño que me daría acceso a una vida fácil, tan solo estaba sorprendido de la transformación que se había operado, escuchaba a ese ser en mí que no vi antes.

En la Atlixcáyotl, cuando me tocaba el alto, no podía dejar de ver los pequeños leds de color rojo, su ligero destello en el parabrisas, y me preguntaba por qué dejaba que las cosas siguieran así, como si supiera que el largo curso que me trajo hasta aquí fuera insostenible pero quisiera alargarlo tanto como pudiera, o no tomar yo la decisión, que fuera tuya, Ro, porque da miedo decir que no, un no hay que olvidarlo en la comisura de los labios y dudarlo, dudarlo siempre. 

Tras unas semanas me pediste que hiciéramos videollamada. Sabía que no podía ser solo para saludarme. Me entusiasmé un poco, porque pensé que a lo mejor me evitarías a mí decir cualquier cosa. Tú estabas en Punta del Diablo pasando el fin de semana, una playa de Uruguay a la que todos los porteños van, según recuerdo. Tu saludo seco confirmó que algo sospechabas. Me dijiste lo que decía tu hermana, tus amigas, tus primas, todos a quienes les platicaste de nosotros: que tú estabas perdida por mí y yo no estaba interesado lo suficiente. Lo decías y esperabas a que yo te dijera algo, pero ni siquiera me formulabas la pregunta. Tampoco había enojo en tu voz ni en tu gesto. Era una preocupación, una angustia, cierta ansiedad que querías calmar. El pecho me latió más rápido y los dedos me temblaron por el cosquilleo, que no sentía desde hace meses.

‘No, Ro, tranqui. Solo he tenido días muy llenos en la universidad. No he tenido tiempo de nada’

No sé porqué lo dije. Si fue por no querer dejar ir algo que ahora parecía una columna inveterada de mi vida, o por la angustia de cometer un error al perderte. Desmentí a todos los que te dijeron que esto no iba a ningún lado con palabras tan vacías que no sé si yo las hubiera creído, y me quedé con una sensación de narcosis en las manos escuchando cómo las palabras te cambiaron por completa. Me dijiste que lo sabías, eso es lo que tú le decías a tus amigas siempre que te decían que yo no te hacía caso, entendías perfectamente que me tuviera que enfocar en la escuela, pero la insistencia de ellas te hizo dudar un instante, y me pediste perdón por acelerarte y contestarme feo, mientras yo te escuchaba sentado en la mesa de mi cuarto, sin poder procesarlo.

‘Te amo, pero es que ya no es que quiera verte, amor, es que necesito verte’, me dijiste frente al teléfono.

Necesito”, repetí para mí.

Me hablaste de tu señor padre; yo era el único con quien podías hablar bien de eso. No sabías qué hacer, porque a seguía escribiéndote para verse, pero a tu hermana no le decía nada, como si estuviera castigándola por haber denunciado su mentira.

Escuché todo lo que traías dentro y repetí, como aquella noche en mi departamento, que me dijeras cómo ayudarte.

‘¿Sabés que quiero, Nicolás? Quiero que estés aquí, quiero que vengas’

Cuando colgamos me mandaste una foto tuya en Punta del Diablo, con un vestido largo, posando sobre una duna de arena.

‘Para que me tengas en la mente, amor’, decía tu mensaje.

La había regado. Nuestro amor, Ro, fue un largo adiós que no se deshace.

Marzo estaba a la vuelta de la esquina. Bajaba la cortina del teléfono, donde mueves el brillo, para leer tus mensajes sin abrirlos. Me mandabas fotos de los lugares a los que iríamos; la Recoleta, Palermo SoHo, el Delta, el hipódromo de Palermo. Pensaba en eso todo el día, Ro, y cuando me llamabas te escribía en la noche sobre las complicaciones por las que no pude hablar contigo. Ya no se trataba de S. o de ti, tú habías muerto en mi conciencia, ya no existías más que como el recuerdo de un intento de fuga: quedaba cómo hacer que yo también muriera en tu memoria. Te diste cuenta de que algo no andaba bien, lo sé. Me preguntaste mucho por el boleto de avión, si ya lo tenía, si había visto las fechas. Te dije que estaba muy ocupado y tú empezaste a mandar itinerarios y precios. Habías hablado con tu señora madre; podía quedarme en tu casa para no pagar hospedaje, haríamos los desayunos y las cenas también ahí para no gastar. Tenías todo planeado. Hace una semana, cuando me enviaste una foto de una calle pintoresca con el nombre de Borges, vi que ya no podía evadirlo.

‘Ya chequé bien, y no voy a poder ir, Ro’, te escribí.

Juré que sabrías que eso era todo, que entenderías que no ir en semana santa era una forma de terminarlo, de decirte que no había más. Mi celular empezó a vibrar en la bolsa y supe que tenía que contestar. No estaba preparado para lo que dijiste. Yo estaba seguro de que habías entendido y que la llamada sería para terminar las cosas formalmente o para que me reclamaras por no tener los pantalones para decírtelo claro desde el principio. Pero tú no me reclamabas por no decir las cosas de frente, sino porque ahora tendríamos que esperar mucho más para vernos, me reclamabas no haberte dicho antes para que tú pudieras organizarte para venir a Puebla, me exigías que planeáramos ya el viaje de junio. Era la demanda de alguien que confía y necesita. Un alma rota que busca protección. Estabas pidiéndome que fuera el padre que necesitas, Ro. No Nicolás como el padre que es.

‘No entendés. Necesito verte’, y enfatizaste esa palabra que me conflictúa.

Regresé a mi clase con la sangre rápida, sin poder concentrarme. No iba a haber otro viaje, Ro. No se trataba de esperar más o planearlo mejor, pero no sabía cómo explicártelo, cómo decirte que se había terminado.

Todo el fin de semana estuve pensando en las palabras correctas, que se me escapaban. Cada frase que iniciaba quedaba trunca, tartamudeaba, me ponía nervioso, no podía expresarme. Ayer, cuando te pedí que habláramos, el cosquilleo invadía mis manos (mientras te escribo esto sigo sintiéndolo). Mis dedos tiemblan con cada letra que tecleo. No sabía ni sé qué iba a decirte. Mientras me contabas sobre el diplomado en urbanismo y tu tesis solo pensaba en lo siguiente que saldría de mi boca. Te pregunté si no te irías a vivir a Italia, una babosada para ganar tiempo.

‘No, Nicolás. Me gusta para estar un rato, pero la gente es muy fría. Yo quiero vivir con vos en otro país’

Me quedé callado unos segundos muy largos, y tú lo sentiste.

‘¿Esta es la parte en que me rompés el corazón?’

‘No….Espero que no’

No quería hacerlo, Ro, no sabía cómo decírtelo. Cuando empezaste a llorar te recordé que tú me pediste que te dijera siempre la verdad y eso estaba haciendo, eso estoy haciendo, para no lastimarte, decirte que me di cuenta de que no te amo, no porque no quiera, sino porque no puedo. Lo intenté, te juro que lo hice, pero va más allá de mí, Ro. Busco un amor que no me corresponde; cuando me aman corro y cuando lo encuentro no amo. Estoy a la deriva. No puedo amarte, pero eso no significa que no te quise y que todo fue falso, pero tú no dejabas de llorar ni de gritar que te engañé, y entre tu voz se metió la de tu hermana, que desde el fondo descargaba todo su desprecio contra mí porque te escuchaba sufrir.

‘¡No valés la pena, Nicolás! ¿Me escuchás! ¡No valés la pena!’

Quise creer que le hablaba a tu padre, pero no: Nicolás era Nicolás. Sé que el amor es indistinguible del odio, y me dijiste que no te buscara más, y te lo prometí, Ro, no lo haré, sé que no quieres saber nada más de mí. Pero te quise, Ro, te quiero, y si es cierto que el amor solamente va hacia su destino yo tenía que contarte el destino de este, para extinguirlo, para olvidarlo.


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