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Ximena del Cerro
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (2)

Agarré el celular y le escribí. 

Le dije que iba en camino a Conegliano, a verla, para que no cupiera lugar a dudas, pero se lo dije como si fuera saliendo de Milán en ese momento, para que la hora cuadrara con el tren que acabaría tomando en Venecia. Estar ahí sentado era un tipo de humillación.

No esperaba una respuesta rauda, y no la quería. Que se tomara su tiempo, al fin y al cabo yo estaría sentado en Venecia. Puse el teléfono en modo avión (recordarás, Ro, que nunca compré uno en Italia y evitaba gastar datos) y me quedé quieto. No tenía nada que hacer, o no quería tenerlo. Qué flojera comprar algo, qué sentido tiene caminar como mayate por toda la estación. Pensé que tal vez el tren anterior al de las diez no se había cancelado, y que si hubiera salido antes del departamento ahora iría en él o ya estaría en Conegliano desde el desayuno. Lo único que no me molestaba era una respuesta suya. Chequé que no había wifi gratis y prendí mis datos. Lo que tardó mi celular en conectarse y las flechitas hacia arriba y hacia abajo en prenderse indicando que estaban bajando la información de la red fue lo que demoró en aparecer la notificación de un mensaje.

Su mensaje.

Me incorporé del asiento y se me cayó el boleto. Lo leí una vez, lo leí dos, lo leí tres o cuatro veces: estaba en Cerdeña, de vacaciones con su familia, y le quedaban varios días para regresar. La señora sentada al lado se movió para recordarme que se me cayó el boleto, como si me importara. Otra vez me quedé como cuando el tipo del tren me dijo que ese no iba a Conegliano. Parado, sin saber qué hacer, sin poder pensar en qué hacer. Veía cómo mi índice temblaba. Respiraba más hondo que de costumbre, nada consciente. En la conversación vi que escribía otro mensaje. Me llenó el umbral de la misma sensación expectante de la noche anterior, de que un mensaje largo, al que no le encontraba sentido de antemano, podía de forma sorprendente aliviarme. Esta vez, a diferencia del viernes, no se tardó, fueron unos segundos que vi los puntitos moviéndose. Ahora el temblor venía del hueso del dedo gordo, que sacudía todo el teléfono; lo agarré con la otra mano. 

¿Por qué tardó tanto en decirme que había alguien más? Su mensaje era bobo, estúpido, insultante. Que yo era muy lindo pero estaba saliendo con otro, y estaba “muy enamorada”, pero aún no sabía qué iba a pasar porque él era mucho más grande. Entonces además de que estaba de viaje en Cerdeña no nos podríamos ver cuando regresara, pero si cambiaban las cosas ella me escribiría y, mientras, decía que siguiéramos siendo amigos. Disfruta Milano, es una ciudad bella, terminaba su mensaje. 

No entendía sus palabras, no entendía lo que pasaba. Me quedé viendo el mensaje, sin leerlo, hasta que ella se desconectó. La señora dijo algo incomprensible y de reojo vi que me hacía la piña. Regresé con la misma señorita que no hablaba inglés y le pedí un boleto a Milán. Ese tren salía en cinco minutos, ya lo anunciaban en las bocinas. Me subí con una lentitud tan enraizada como la prisa que me apremió minutos antes. Solo quería irme a mi casa. Me dejé caer en el asiento. Eran las once y media. El tren salió pero para mí todo estaba en pausa. No procesaba lo que veía, el filtro de mi desesperación mediaba mis percepciones. Las casitas alrededor de las vías eran igualitas a las de las películas. ¿Por qué no filman las películas en Puebla, con casas normales? 

Esperé a que pasara el señor checando los boletos y cerré los ojos para dormir. No pude. Como una comida que al principio no sabe tan mal pero que luego de unas horas empieza a caer pesada con la digestión, e incluso el estómago da las primeras advertencias de una apepsia en forma de ruidos inusuales, su mensaje, que cuando compraba mi boleto de regreso me pareció tolerable, hasta natural, en ese momento me pegó. Mis brazos empezaron a sentir el jetlag, el ajetreo de las maletas del día anterior, de haberme levantado temprano, del cosquilleo, de correr para subir a trenes y esperar sin sentido. Y fue en ese momento también, debido a los primeros indicios de que me caía el veinte, que se me ocurrió meterme a su perfil de Facebook para acabarlo todo. Sentí el cosquilleo más leve que antes pero igual de claro, una esperanza absurda que no controlaba. Vi su foto de perfil y titubeé cuando le iba a bajar para ver más. La sensación se concentró en el abdomen, un calambre en el estómago. Dieciséis horas antes, minutos previos a que me dijera cuánto le gustaba y me quería, subió una foto con él acostados en la playa de Cerdeña. Fue lo que necesitaba, era definitivo. Pero, ¿por qué decime que me quería? ¿Qué necesidad de asegurar que le “gustaba mucho” si estaba con alguien más? ¿Acaso no fue una jalada también para su novio? ¿Por qué explayarse en las razones por las que no se sentía segura, como si existiera la posibilidad de convencerse, si había decidido hace mucho? ¿Y por qué tenía que decirme que estaba “muy enamorada” y al mismo tiempo meter la duda de si seguiría con él por la edad, y al mismo tiempo confirmarme que no nos volveríamos a ver y al mismo tiempo ilusionarme con que me escribiría si su viaje en Cerdeña no salía como ella esperaba? ¿Por qué tenía yo que saber todo eso? ¿Por qué tenía que usar ese “muy” tan lacerante, primero para enfatizar su falso interés por mí y luego para confirmar cuán poco le importé? ¿Por qué tenía que explicarme cosas que yo no le pedí, tan innecesarias? ¿Por qué tenía que decir algo más que Ya tengo novio, no te puedo ver. Cuídate mucho. Adiós? ¿Por qué tenía que decir algo si no quería nada? ¿Por qué tenía que contestarme? 

‘Disfruta Cerdeña’, le dije, y la eliminé.

El domingo fue de la chingada, Ro. Todo ese fin de semana. Mis señores padres querían hablar para ver mi departamento, para que les contara todo lo que hice en mis primeros días en Milán. Yo, por supuesto, era lo último que quería. Todo seguía en las maletas, no tenía nada qué hacer y encima me acordé, por supuesto en medio de lo que pasó, que Milán es un lugar que no me interesaba, que no me emociona, que no me importa. Repasé las ciudades más interesantes en las que podría estar en ese momento: Estocolmo, Praga, Singapur, Hong Kong, Varsovia, Londres, Chicago. Hasta me entusiasmaba más la universidad en medio de la nada en Suiza con la que la mía tenía convenio. Por seguir un idilio de una semana ahora fracasado me quedaría en Milán todo el semestre. Y ni siquiera idilio había sido. En ese crucero donde nos conocimos bailamos mucho, nos vimos mucho, platicamos mucho, pero no pasó absolutamente nada. Ni nos agarramos la mano. Porque ella tenía novio y ya no le gustaba, pero no podía ser infiel y no quería cortarlo a distancia. Así que mi última noche en el barco, después de que hubiéramos bailado toda la semana, me abrazara y me dijera cuánto quería estar conmigo, cuando fuimos a caminar en la cubierta y yo intenté por enésima ocasión robarle un beso con una determinación rayana en la violencia, esperanzado por las lágrimas que, dijo, se debían a que nos separaríamos en unas horas, me quitó con una determinación igual de enérgica y dejó claro que hasta que no cortara a su novio conmigo no habría más que un abrazo inocente.

Esa noche me quedé con una amiga y otro amigo mexicano, que también conocí en el barco, hasta el amanecer, después de que cerraron la barra, el momento en que la peda hace la transición a cruda en tu cuerpo mientras estás despierto y hasta la persona con más motivos para ser feliz se siente miserable. Yo no tenía motivos para la felicidad. Ella subió a saludarnos en la mañana, fresca, para despedirse. Me preguntó muchas cosas y yo no quería responder ni buenos días. Cuando me tuve que ir y me quiso abrazar le dije que no porque hasta a mí me daba asco oler mi camisa. Prometí escribirle y me fui. Uno o dos meses después me confesó que esa mañana esperaba que le dijera que fuéramos a caminar y que, una nueva última vez, intentara besarla, porque ese día sí me iba a dejar.

Empezamos a hablar mucho. Al principio tonterías del crucero. Lo que hace la gente cuando no comparte un presente: se aferra al pasado. A las memorias gratas, a los recuerdos, a la historia en común. Igual a los amigos de prepa que se reencuentran a los cuarenta años. Hablamos de la gente que conocimos, de los que nos cayeron bien, de los que nos cayeron mal, nos contamos las anécdotas que nos perdimos en los momentos en que no estuvimos juntos. Me contó que le encantó la Riviera Maya, que en La Habana solo vio gente pobre pidiéndole sus lentes o su sombrero, pero sobre todo, casi todo el tiempo, nos dedicamos a recordar los momentos juntos; yo diciéndole que ella me rechazó, ella repitiéndome lo de ser fiel y asegurándome que pronto nos veríamos y todo sería diferente. Y vaya que lo fue, empezando porque no nos volvimos a ver.

Hablaba español porque casi todas sus primas mayores estuvieron de intercambio en Madrid. Ella las escuchaba hablar del país, el idioma, la comida, y por eso eligió aprender español en la escuela como idioma extranjero. Para nunca haber pasado ni una semana en un país hispanoparlante y solo practicar con personas que lo hablan como segunda lengua lo hacía muy bien. Entendía todo y se daba a entender. Cuando se nos acabó el pasado como recurso (el pasado siempre se agota, ninguna relación puede vivir de su historia, el amor vive del futuro) hubo días incómodos en los que el lazo languidecía. Pero ella me propuso que habláramos con video y el interés de ambos resurgió. Me enteré de su vida (la fortuna que heredaron de su abuelo, con la que su papá decidió retirarse a los cuarenta, sus deseos de ser bailarina, las peleas entre sus papás porque ella no quería ir a la universidad), nos mandábamos fotos diario. Cuando colgábamos por video seguíamos por mensaje. Ella se dormía a mis cinco de la tarde y cuando yo despertaba al otro día ya me había escrito. Fue entonces cuando me dijo que estaba viendo si la dejaban visitarme en verano. Una tía lejana vivía en el DF y a lo mejor podría convencer a sus papás de venir a perfeccionar su español. Yo también quería verla, y estaba harto, te lo dije muchas veces, de mi universidad y de la carrera y de la gente. No era una decisión sujeta a ella. Antes de conocerla tenía claro que, a como diera lugar, me iba un semestre a otro lado, aunque Milán no estaba en la mira. Pensé que ella podría venir y luego yo iría a Italia; tendríamos mucho tiempo. Cuando elegí la Bocconi estábamos en el culmen de la emoción. Ella me juraba que el primer día de vacaciones tomaría su vuelo a México y yo contaba los días. Por cuestiones de trámites yo ya tenía que decidir a dónde me iba, aunque me faltara aprobar materias. Y elegí Milán, por supuesto. Fue una decisión estúpida. Lo cierto es que cuando firmé no tenía ningún interés particular por ningún lado. El chiste era irme, y ella inclinó la balanza. 

El mes que siguió fue pura emoción. Un martes me dijo que no podría venir porque su tía se iba a Italia en verano y supe, conscientemente, que la había regado. Pero estaba hecho. Yo creo que ella también lo supo, o se combinó con que era muy cansado hablar todos los días por la diferencia de horario y las tareas de nuestra vida cotidiana. El caso es que, poquito después, empezaron los miedos, luego las dudas y con ellas el peine de las presiones de otras personas y sus opiniones sobre las desventajas de que siguiéramos hablando. Éramos la silueta de un amor, dibujada por mi deseo y su coqueteo engañoso, pero sin cuerpo. En mis días de exámenes finales, cuando tampoco aguantaba a mis señores padres, lo último a lo que quería dedicarle energía era a convencer a alguien al otro lado del mundo de que seguir desgastándonos diario valía la pena. De todos modos, siguiéramos hablando o no, ya estaba firmado: me iba a Milán. Le dije que estaba bien, que dejáramos de hablar, que tenía razón, ya veríamos cuando yo llegara a Italia. Me juró que iba a estar esperándome, y con esa promesa tan frágil me fui a Europa.

En todo eso pensaba ese domingo tirado en la cama, Ro, viendo el humo que salía de la chimenea de un edificio contiguo. Y aquí está la primera respuesta que no te di: a diferencia de ti, que estabas emocionada hasta el exceso, que saltaste de alegría cuando te avisaron que sí porque era todo un logro, para mí la Bocconi solo fue una salida a la que opté motivado por una niña; y ese sábado, dos días después de llegar, mi motivo se extinguió. No tenía nada más que hacer ahí, estaba a la deriva.

El domingo empecé a vagar por la ciudad. O más bien por los alrededores de mi departamento, porque no me atreví a ir demasiado lejos. Después de pensar en todo lo que me llevó ahí, de hablar con mis señores padres, que a esa hora desayunaban, me salí, impulsado por la curiosidad de aquel a quien le dan un paquete para que lo entregue, pero no encuentra al destinatario y se lo regalan. Por vez primera le puse atención a Corso San Gottardo. Más que interesante, todo me parecía raro: las contraventanas de madera, las chimeneas de barro, el idioma que escuchaba. Hacía varios años que no estaba en Europa, no me acordaba bien, y nunca había estado en Italia. Registré el lugar turco de kebabs enfrente de mi departamento, el café de abuelos donde compré mi primer boleto de metro, la librería a su lado, las dos farmacias, el intento de pollo Kentucky, el puesto de periódicos y el súper. En los primeros días cualquier pretexto era bueno para recorrer el fragmento de Corso San Gottardo hasta el Auchan de Via Gentilino y pararme en cada local a inspeccionar lo que vendían. Nada del otro mundo, pero me entretenía. Después fui a Navigli. El domingo solo recorrí la Porta Ticinese y le di la vuelta al Darsena. En el Duomo estuve dos veces cuando fui por las llaves del departamento; mi humor no daba para tanto. El lunes, sin embargo, conocí a Abraham y Fabi y fuimos a comer al Naviglio Pavese después de la primera clase de italiano.

Ya sé que te dije que llevé clases con Abraham en la universidad, y que me escribió en verano porque sabía que nos íbamos al mismo lugar, pero jamás había platicado con él en persona, solo lo ubicaba de la carrera. De Fabi no tenía ni idea, pero Abraham sí llevó clases con ella antes de la Bocconi, y les tocó en el mismo grupo de italiano. Si no les hubiera tocado juntos ella no hubiera figurado en todo el semestre. Tampoco me hubiera llevado con ella en otro contexto que no fuera el de Milán. A Fabi le encantaba escalar, acampar, todo afuera, no era mocha pero sí muy creyente. En verano se echó el Camino de Santiago completito, y su primera parada en Milán, por supuesto, fue una misa en el Duomo. Fue a Italia a tomarse fotos para presumirle al mundo que vivía en la capital de la moda. Comimos y hablamos de la universidad. Abraham me parecía un buen compañero para el semestre, y no me quedaba de otra: llevábamos juntos tres materias. También te dije que nuestra amistad duraría lo que estuviéramos de intercambio; quedamos de ir juntos el miércoles a la fiesta en Just Cavalli, después de vanagloriarnos por habernos ido unos meses de México y planear mil pedas que nunca se hicieron. Ese es el resumen del encuentro.

¿Fuiste a esa peda? Tú ya estabas en Milán ese día, aunque no te conocía. Fue al lado de Old Fashion, en el parque Sempione. Nos vimos en el cuarto de Fabi, una renta temporal porque igual que nosotros no quería quedarse en la residencia para estudiantes extranjeros, Arcobaleno, que quedaba a las afueras de la ciudad, e igual que Abraham (y a diferencia de mí) no encontró otra opción buena antes de llegar. En ese departamento entendí que los viejos edificios son muy bonitos para admirarlos, pero no para vivir. El elevador apenas servía y dos personas entraban con trabajo. No estuvimos mucho: no había dónde sentarse, el colchón estaba en el suelo y no había Coca. Recuerdo que me dio asco pero también gusto que Fabi estuviera dispuesta a tomar Bacardí directo de la botella con tal de seguir la fiesta. Abraham me convidó de su vino mientras bobeábamos con el paisaje del atardecer de Giuseppe Meda. La fiesta fue breve, sin nada demasiado memorable: conocí a una chava de Ibiza a la que no le gustaba mucho Milán y me di cuenta de que a los antros en Italia había que llegar pedo o no llegar. Lo que te interesa de esa fiesta te lo conté en Pompeya un poco resumido: en uno de mis momentos alejado de la multitud vi que Morena estaba tendida en las piernas de Lautaro, tan peda que era evidente a metros. Lautaro estaba metiéndole la mano adentro del pantalón cuando me acerqué. A los dos los conocía de clase, pero no nos llevábamos. Lautaro era un porteño demasiado interesado en el gimnasio y Morena el epítome de una argentina banal. Me dijo que todo estaba bien, que él la acompañaría a su casa. No le creí. Fui por Fabi y le pedí que la ayudara, que hablara con ella a ver si estaba bien. Esperaba ver a Fabi enojada, pero no le importó mucho, te lo conté también. Menos a Abraham. Me dijeron que no había mucho que pudieran hacer. Fabi me repetía que Lautaro dijo que él la cuidaba, que vivían juntos y que ella estaba de acuerdo en irse con él. Como si la palabra de un evidente acosador y una tipa pedísima fuera garantía. Me fui sabiendo que no podía esperar su ayuda, que aunque fuéramos juntos cada quien iba por su cuenta.

Mis caminos eran siempre los mismos. Cuando salía de italiano atravesaba la Piazza Angelo Straffa, cruzaba Castelbarco hacia Giovenale, a veces me paraba en Lucrezio Caro a rellenar mi botella de agua en el bebedor verde con cabecita de león, o solo a ver cómo las palomas se apropiaban del terreno. Pasaba al ladito de la primaria, seguía por Gentilino (por la banqueta enfrente de la heladería cara), y en San Gottardo daba vuelta a la derecha hasta llegar al número dos que tú conoces bien, justo a un paso de la Porta Ticinese. Como todavía no abrían los comedores de la Bocconi compraba casi diario dos filetes de pollo y un queso brie, y me comía siempre una o dos de esas frutas japonesas que a ti nunca te gustaron y que yo descubrí solo por accidente cuando agarré muchas manzanas y un caqui se coló en la bolsa. Qué bueno que aproveché, porque para cuando tú y yo empezamos a salir había terminado la temporada y los caqui que llegaban al súper estaban medio ácidos. Después de comer me salía a la parada que queda justo enfrente del depa, tomaba la línea tres hasta el Duomo y ahí me sentaba en los escalones de la estatua de Emanuel Segundo a ver pasar a la gente entre los puestos de castañas asadas.

Extraño esas tardes, ¿sabes? Desde esos días, cuando me sentaba, ya las estaba extrañando. No sé si tiene mucho sentido lo que te estoy diciendo, pero eso sentía. Siempre envidié a los que salen a su balcón, en una calle concurrida, y se ponen a mirar. Es lo único que hacen durante horas: ven a la gente pasar. O los que hay tanto en el zócalo de Puebla, que se compran una paleta y se quedan sentados, a veces con toda la familia, muchas horas después de que se derritió. O los que van a desayunar a los portales para quedarse haciendo sobremesa hasta la una con un solo café. O los que toman como pretexto darle grasa a sus zapatos para husmear a los peatones, protegidos por el telón de los boleros. Pero los que más me interesan son los que sin ningún pretexto, sin intenciones de disfrazarse con propósitos simplones, se sientan orgullosos de su ocio a ver todo lo que sucede. Perfeccionan la habilidad de moverse incluso cuando están quietos. Van a donde va cada uno de los señores trajeados, las mamás apuradas y las niñas que piden un globo.

Nunca tenía tiempo en Puebla, o era ridículo turistear por mi ciudad o me dio pena decirle a mi mamá que me iba a ir a sentar al centro, un rato, así nomás, a no hacer nada. En Milán, sin embargo, no tenía amigos, no tenía papás, era un turista de varios meses y me sentaba ahí con toda la satisfacción que otorga la ecuanimidad del que no tiene pendientes. Esas cosas ocurren poco en la vida. ¿Quién tiene dos semanas solo, sin ningún compromiso? Me regocijaba en el ocio luengo. 

Generalmente, luego de una hora rodeaba el Duomo, me metía a la Galería y de vez en cuando entraba a una de las tiendas como si fuera a comprar algo, nada más para imaginarme las vidas de los que sí compraban su ropa ahí. A veces iba hasta la Scala, también le daba la vuelta y regresaba al Duomo por Mengoni. Me quedaba una o dos horas más sentado en la estatua. En alguna guía de turistas leí que Dickens es uno de los grandes novelistas que ha escrito sobre Milán. Creí que había vivido allí y le había dedicado un libro. Encontré que en realidad solo escribió un capitulito muy breve, en un libro sobre Italia, y su paso por Milán apenas le pareció digno de recordar de forma somera. Cuenta que cuando se estaba yendo volteó a la ciudad y lo único que se alcanzó a ver fue la estatua de la Madonnina en la cima del Duomo. Yo nunca entré. Solo subí al techo con Abraham un día que no había nada mejor que hacer. No fue por la fila ni por el costo ni por la cantidad de gente. Toda esa zona siempre estaba atascada. Me fue suficiente verlo por fuera, con todas las undosidades en el blanco que tenían algo de siniestro en su conjunto, pero que se volvían aún más perturbadoras a medida que uno ponía atención a los medios cuerpos de hombres suplicantes y las gárgolas camufladas entre tanto adorno garapiñado. 

En los días que tuve más ánimos fui al Sforzesco, y no fue muchas veces. A las cinco o seis me regresaba, pero no directo, sino que agarraba el dos para bajarme en Porta Genova, caminar por Casale hasta el Naviglio grande y quedarme un rato más en el Darsena. Esa fue mi Milán. Esa fue la ciudad que construí. Una Milán sin Da Vinci y sin el prego y sin pasarelas y sin vino. La Milán de la línea dos con los niños saliendo de la primaria y la de la línea tres con trabajadores de tiendas turísticas regresando a casa.

Abraham y yo no éramos amigos. Nunca lo fuimos, solo fingimos temporalmente; fue un acuerdo mutuo que no requirió ser enunciado. Para ambos quedó claro desde el principio. Creo que ese principio ocurrió en Como, poco después de haber llegado. Fuimos juntos porque nos pareció la consecuencia lógica de no haber pagado el tour con el grupo de intercambio. Yo no quería estar con Abraham y era obvio que él tampoco conmigo. En nuestras interacciones se repetiría muchas veces ese patrón: cosas establecidas que los dos aceptamos pero jamás dijimos. Ese día el plan tácito era llegar a Como, encontrarnos al resto del grupo y perdernos con ellos. Solo volveríamos a ser un pretexto para el otro cuando ellos subieran a su autobús y nosotros tuviéramos que regresar en tren a Milán. Y eso no pasó: no encontramos al grupo. Pero tampoco podría decir que pasamos el día juntos, porque en realidad estábamos caminando uno al lado del otro como excusa para llegar con los demás, y nunca decirlo hizo que pudiéramos seguir así todo el día.

Como, aquel lugar suave, era la Europa que había pensado. Un lago circuido por un pueblo con arquitecturas para reyes, donde los niños comen helado alegremente y los adultos mayores hablan temas cultos. Estoy seguro de que él creyó tanto como yo que encontrarnos con los demás sería sencillísimo. No sé si porque asumí el lugar muy pequeño, que ellos estarían un rato merodeando el malecón, esperándonos, pero cuando bajamos del tren parecía que teníamos prisa y Abraham hablaba de la hora a la que ellos habían salido y sus estimaciones sobre a qué hora habrían llegado, aunque en el lago no había nada del tumulto que esperábamos y solo seguimos caminando hacia el funicular manejados por la inercia, para no admitir que fuimos cándidos. Desde arriba teníamos una vista espectacular, pero nada cercano a una cofa para divisar al grupo. En ese momento creí que fue un error quedarnos arriba y caminar por un sendero más largo para bajar, pero quizá lo hicimos porque, una vez que nos dimos cuenta inconscientemente de que no habríamos de encontrar a nadie, era mejor deshacernos del tiempo obligándonos a caminar. 

No recuerdo de qué hablábamos, y no lo recuerdo porque mientras llenábamos el espacio con preguntas bobas, con vanos comentarios, mientras nos quemaba el sol en las curvas de pavimento, mientras atravesábamos un parque que bien podría haber sido cualquier bosque de Suiza en el que aparecen duendes, yo pensaba en hablar con la pelirroja de mi clase de italiano o con la española de Madrid que vivía en Cataluña, o con la mujer de Ibiza que estaba tan decepcionada de Milán como yo. Algo de eso también debió pensar Abraham, porque cuando bajamos a la catedral preguntó retóricamente a donde habría ido el grupo y se resignó a no encontrarlos. Entonces recorrimos la otra ribera del lago para acabar de cumplir con los requisitos que se le piden a todo turista apresurado que quiera alardear de que conoció Como. Abraham me habló de ser judío en México, del año que pasó en Israel luego de la preparatoria, del antisemitismo, de la poca necesidad de ser religioso en el judaísmo y de la importancia del sentido de comunidad, de su sueño de entrar al MOSSAD.  Desde esa banca en frente de la Villa Olmo todo estaba a la mitad: el sol caía en diagonal, oscureciendo los pueblos que se veían en otras orillas del lago, pero dejaba reluciente el paseo por dónde veníamos, y cuando llegó la hora en que los padres sacan a los niños de la alberca, en que los puestos de helados empiezan a cerrar y el carrusel anuncia la última ronda, ninguno dudó: debíamos irnos. 

Al día siguiente vi a Morena en otra fiesta. (Tampoco me dijiste si fuiste a esa.) Era una nave industrial convertida en bodega, donde éramos muchos pero parecíamos pocos. La luz era muy escasa. Tardamos en llegar, era al norte, arriba de Brera, una zona a la que solo había ido para recibir las llaves de mi departamento. En esa fiesta intenté bailar con la chava de Ibiza pero ya tenía galán. Me encontré a Morena cuando nos corrían del lugar. Hablamos por primera y penúltima vez. Al otro día me pregunté varias veces cómo nuestra conversación pasó en segundos de un ¡Morena! a vamos a viajar juntos, pero entre el hola y el intercambio de celulares para el viaje también me encargué de recordarle lo que pasó con Lautaro, con todo y que me prometí no hacerlo. Creo que eso le dio confianza para hablarme al otro día más de diez veces, hasta despertarme, para saber a qué hora nos veíamos en la estación central para ir a Suiza. Yo no solo estaba algo crudo, sino que después del antro fui con Fabi y una amiga suya a cenar a McDonald’s, en el que tardamos demasiado sin ninguna razón y después caminamos no sé cuánto tiempo para encontrar un tranvía que nos llevó a nuestras casas cuando ya estaban arriba los nuevos rayos del sol. Pero me desperté finalmente y todo era muy raro. Esa no era mi casa pero ya lo era, las cosas parecían nuevas, no recién salidas de su empaque pero sí en su nueva vida. Había dejado la cortinilla de metal abierta y, con la luz directa sobre los ojos, olía el jabón italiano impregnado en mis sábanas. No recordaba haberme dormido sin edredón, pero no hizo falta. Mi cuarto daba al centro del edificio. Desde mi ventana tenía el patio, los balcones vecinos y los techos del otro lado del edificio y de la iglesia adyacente, cuya cúpula, vista desde la cama, parecía una extensión de mi techo, que a esta hora del día se convertía en una silueta sin detalles, dibujada contra el escenario del cielo quemado por la luz. 

Morena y yo fuimos a Lugano. (Creo que tampoco lo conociste. A veces me parece que no sé nada de ti, que viví una vida distinta, no un antes y un después sino los muchos previos y posteriores que existieron en nuestra vida juntos. No sé qué partes de mi ciudad fueron tuyas, desconozco las calles de tu Milán y los trenes de tu Italia. Ni siquiera me interesan. No por soberbia: estos son mis días, los que recuerdo haber vivido, y por eso te cuento todo como si jamás hubieras pisado los caminos por los que anduve.)

Hicimos cuarenta y cinco minutos. Nunca un tren volvió a ser tan caro, ni tan rápido. No hablé mucho en el trayecto. Observaba mi primer viaje por Europa con una compañera inesperada. La verdad es que tampoco dio tiempo. El tren iba hasta Zúrich y había que estar atentos a la parada. Yo caminaba delante pero aprovechaba su teléfono local para pedirle que me guiara al centro. No era muy difícil. En Lugano uno tira una canica y siguiéndola llega al lago. Pero antes me metí por un callejoncito y acabamos en una capilla. Pequeña, por fuera igual a una casa, apenas advertible por su puerta abierta y un fulgor de pequeño Jesús rodeado de hojas de oro al fondo. Adentro cuatro bancas y un reclinatorio en el centro. Me quedé varios minutos con Morena a un lado, quieta, desprendiendo el olor de un perfume ligero por las puntas de su pelo negro. Ahí pensé que me podría gustar. Pensé en ella, sin voltear a verla, y la posibilidad de que ese fuera el inicio de un amor. ¿Qué haría si le agarraba la mano? ¿Por qué vino conmigo sola sin que fuéramos amigos? Desde el camino sinuoso por el que bajamos vi que el lago tocaba las casas en el engaño de la vista. Entonces pensé que así sería mi estancia en Milán, como esa capilla, como esa mañana, el tren con Morena y el camino que bajaba: un sendero solitario, pensativo, lleno de tardes nubladas sin llegar a ser tristes y lagos con poca gente pero lanchas en renta y heladerías llenas de muestras gratis. Abajo empezamos a repetir que ese sí era el primer mundo, que hubiéramos preferido irnos ahí, que esa sí era la Europa que llenaba nuestras ilusiones cuando tomamos el avión. Ahora que lo recuerdo me gustaría contarte nuestro paseo a la orilla del lago hablando de la vida y el amor con los últimos destellos de sol. Pero no hubo sol ni caminata por la ribera ni pláticas que valieran la pena. Lo más que compartí con Morena fueron quejas, y me dediqué a escuchar las explicaciones de sus risas cada vez que sacaba el celular. Me pidió que le tomara fotos en el muelle y entonces descubrí a otra. A pesar de los intercambios en el tren, de la insistencia con las llamadas esa mañana, Morena había sido muy introvertida, no parecía abrirse con facilidad. O tal vez no conmigo. Al principio me pareció una evidencia de su interés por mí. Estaba cohibida. Pero frente a la cámara era otra: fiada, segura, moviéndose como si lo hubiera practicado mil veces y yo no estuviera. Sentada, con una pierna estirada y la otra a medio doblar, estirando el cuello y desenredándose el pelo para permitir que el vendaval lo alborotara, pidiéndome otro ángulo, Morena rompía con el paisaje y el tono de Lugano. 

Con Morena no pasaría nada. Cuando caminamos al parque Ciani volvió a ser la misma: lacónica, dispersa, a momentos viendo las flores como una niña inocente y en otros el celular como inmadura. En el Cancello del lago le tomé otra foto y yo, tan averso a las propias, acepté cuando me ordenó que me sentara. Era una señal. Probablemente sea esa la única foto que tengo de todos esos meses. Sentado sobre la banca de piedra, con el pelo tapándome las orejas, pero una pose con cierta desgana: la columna curvada, manos entrelazadas, los antebrazos posados en los muslos y la cara ligeramente hacia arriba, como esperando un milagro que sabemos que no llegará. Si no fuera por ella sería fácil para mí decir que todo es un falso recuerdo, una falla en mi imaginación. Podría deshacerme de todo esto y no me hubiera sentado a escribir. Cuando uno está mucho tiempo lejos de algo es fácil empezar a dudar; vives en otro mundo y los pasados son estrellitas que se alejan cada vez más de tu galaxia: su luz se va apagando, dejan de existir en tu mundo. Cuando se acaban, uno no tiene más que los pequeños símbolos, ruinas que recuerdan que alguna vez existieron. Creo que acepté porque quería quedarme frente a esa puerta que se construyó para no abrirse estirando las metáforas, oyendo el ulular de las breves olitas, convenciéndome de que justo así sería todo Milán, pero sabía que Morena solo quería tomarse una foto y seguir, checar lo que le escribían sus amigos e ir a ver de qué trataba la algarada que se escuchaba más adentro en el parque. Confiado en la señal de Morena, sin embargo, le pedí que me mostrara la foto y acerqué mi boca a su mejilla. Ella siguió viendo el celular. Explotó el cosquilleo en las manos, y cuando sentí en la punta de la nariz el roce de sus cabellos me retiré como si nunca hubiera sabido lo que estaba haciendo. Estoy usando un eufemismo: no sabía lo que hacía, quería besarla pero me faltó decisión, tenía vergüenza de mí mismo.

Fuimos a presenciar las distracciones del primer mundo: un desfile de moda de perros que parecía el evento del siglo. Los guardias evitaban que uno pudiera acercarse a las mascotas, las primeras filas de asientos costaban (y estaban casi llenas), los jueces calificaban como si tuvieran clavadistas olímpicos enfrente y en la zona de vestidores cada cuadrúpedo tenía por lo menos dos lacayos encargados de vestirlo, peinarlo, darle mimos antes de subir al estrellato. Lugano tiene una ambulancia solo para emergencias caninas. Era imposible acercarse, pero Morena estaba fascinada. Supongo que esa sería su manera de estirar las metáforas. No dejaba de tomar fotos a los perros que le gustaban, grababa a la gente gritando cada vez que los jueces ponían buenas calificaciones y se empeñó en ver la premiación. No sé cuál ganó, pero lo registró todo. Primero me hablaba buscando confirmación: Qué bonito, ¿lo viste?, pero al poco tiempo le importó más lo que le comentaban en sus videos. Yo volteaba a ver el lago de lejos y la calma que sustraía al resto de la ciudad, que ignoraba el bullicio encapsulado en esa carpa: uno podía salir tres pasos y estar de vuelta en el Lugano de la capilla. En un lugar así era de esperarse que la gente tuviera tiempo para gastar mucho. Comimos en un McDonald’s porque era lo más barato; igualito al de mi cena con Fabi, pero frente al lago. Morena se sentó viendo al mostrador y se entretuvo probando su italiano con el menú cada que masticaba una papa. Su comida me desagradó y terminé por pedir un refresco como si fuera un café de calidad. Evitaba verla para no exacerbar mi humillación. Después compramos un helado con euros que nos tomaron iguales a francos y subimos al tren, pero no me volví a ir junto a ella, preferí un asiento alejado, pegado a la ventanilla, para pensar a solas. 

Ese tren no fue rápido. Paró en cada pueblo a pesar de que yo no vi subir o bajar gente a la estación en más de dos. A lo mejor Morena esperaba que yo fuera a abrazarla, que le robara un beso y acabáramos con una anécdota memorable de sexo en el tren. Estaría orgulloso de contarlo. Los sillones eran duros, de plástico, con casi todas las ventanas rayadas y un baño inservible. Nuestro vagón parecía ser el último ocupado: hacia atrás todos tenían apagadas las luces. Imaginé a Morena desnuda conmigo, pero la escena de mi nariz en su cabello se sobrepuso y volví a dejar la mirada en el fondo del paisaje. En algún momento el tren se detuvo en donde no había estación y las puertas no abrieron. Contigo, Rochi (¿te acuerdas que así te decía Fabi?), a veces no traía mi celular, porque contaba con el tuyo. Ahí sí lo traía, pero sin pila. No podía gastar en internet para saber en dónde estábamos ni checar la hora, aunque era claro que cerca del anochecer. Me quedé sentado porque me gustaba la idea de una Europa solitaria donde los servicios masivos se han quedado funcionando para unos pocos. A Morena no le parecía atractivo. Estaba segura de haber visto gente en el vagón de adelante y ya no había nadie. Le preocupaba la oscuridad del vagón trasero, la que acaecía afuera y la que pronto llenaría también la pantalla de su celular por haberlo usado tanto. Le preocupaba también que yo no estuviera preocupado, como si mi nerviosismo pudiera hacer que el tren avanzara, que alguien nos explicara lo que estaba pasando o que por lo menos abrieran las puertas. Me pedía con todos sus gestos que me levantara a seguir su frenesí por las ventanas, y cuando volteaba y me veía en el mismo lugar preguntándole si veía algo regresaba casi corriendo hasta mi asiento y de vuelta a la ventana, como queriendo amarrarme un hilo para jalarme. Preguntaba con tanta insistencia qué pasaba con el tren que llegué a pensar que estaba convencida de que yo sabía algo. No respondí qué haríamos. Metí las manos en las bolsas de mi chamarra y lamenté no aprovechar los sillones cómodos de la ida. De pronto, el vagón arrancó. El tren avanzó con normalidad, sin explicaciones, sin avisos, sin que yo le preguntara a Morena cuánto tiempo pasamos varados. Ella se sentó molesta por el retraso y aliviada porque llegamos a Milán cinco minutos después. Entonces nos subimos al metro y volvió a ser otra, la última que vi. Aunque no nos fijamos y el tren nos llevó a una estación lejos del centro, también con las luces apagadas y desierta, se tornó una persona independiente. Si tomó el metro conmigo fue porque de verdad teníamos que tomar el mismo. Ni una pizca de miedo, mucho menos de estar conmigo. En la estación central se bajó con un adiós breve, contento. Yo no tenía que trasbordar. Estoy seguro de que no nos enojamos, pero tampoco volvimos a hablar.

Las mínimas cosas que supe después fue por ti. Yo seguía yendo a mi grupo de italiano para hablantes de lenguas romances, me sentaba solo, en la última fila, cultivando una imagen de distraído y despreocupado, que no se tomaba nada muy en serio y bien podría estar ahí o en Timor Oriental. Al principio me interesó y me propuse aprender italiano en unas semanas. Salí de clase corriendo para buscar un libro de Pavese publicado por la mítica Einaudi en la librería de San Gottardo. Compré La casa in collina y todavía guardaba suficiente energía cuando el vendedor quiso asegurarse de que supiera que la novela estaba en italiano: Sí, sí, italiano, le contesté, como si para mí el italiano fuera otra lengua materna. Me rendí en la segunda página. Saqué mis libros de la maleta y me di cuenta de que extrañaba varios, de que siempre quería leer lo que no tenía. Pero me obligué con un pequeño ensayo de un europeo que aboga por volver a las humanidades para salir de lo que él veía como el peligro inminente del regreso del fascismo, y para hacerlo habla de Primo Levi como panacea. Estoy seguro de que eran las dos palabras más repetidas en su libro, como si fuera el único autor europeo relevante del siglo pasado. Seguramente nunca te hablé de ese libro, ni de los otros, que fueron pocos. Cuando hice mi maleta metí tres libros, con el plan de leerlos y releerlos tanto como pudiera. Pero los libros le hablaban al momento de mi partida, no a la vida que llevaba en ese país con mi lengua inútil, y por eso retenía tan poco de lo leído. Yo quería textos sobre las calles, y en cambio tenía a puros hombres interesados en política y fenómenos de masas. Al día siguiente la clase ya no me interesaba. Me llevé un libro y lo abrí encima de los ejercicios de italiano que nunca hice. Si la profesora convocaba a alguna actividad que requiriera mi participación espiaba la libreta de la portuguesa de enfrente, que primero no se daba cuenta y cuando lo hizo se rio y hasta me prevenía dos turnos antes para que dejara la lectura y aprendiera a pronunciar lo que me tocaba. Nunca te pregunté en qué salón estuviste y no me preguntaste por el mío. No nos importó esa parte de nuestra historia. Mi salón estaba en la planta baja, era el primero o el segundo del edificio en Via Sarfatti. Mi profesora era una italiana regordeta y bien podría haber sido amiga de mi señora madre. Le gustaba emperifollarse y saber de chismes, se notaba desde el avión. Usaba lentes negros, grandes, y cambiaba de uñas postizas cada semana. Nunca he sido muy observador y no me interesa detectar los arreglos artificiales en el cuerpo, pero estoy seguro de que se había hecho algo en el pelo. Era extrañamente güero para su edad, pero de un corte justo. Enseñaba español en la universidad estatal de Milán, y aparentemente este era solo su pasatiempo de agosto, cuando los italianos no hacen nada. Aprendió español, según su relato, como parte de su carrera en letras extranjeras, durante un semestre de estancia en España y un viaje a Argentina (“la Argentina”). Me divertía que incluyera su viaje a Argentina en su currículum, a la misma altura que su carrera en letras. Como si las dos semanas que pasó allí hace décadas hubieran sido decisivas en su dominio del español, y como si “la Argentina” fuera un lugar exótico y desconocido equiparable con Marte. Me divertía y me molestaba que los europeos hablaran de sus únicos viajes a equis país latinoamericano como si hubieran sido exploradores de Colón pisando tierras vírgenes, aún no tocadas por la civilización. Más cuanto que su ignorancia no les permitía darse cuenta de que enfrente de ellos tenían a uno o varios de los países que enunciaban, y empezaban a hablar como si luego de cinco días supieran más que cualquier local de sus terruños. Tú dirías que probablemente así sonábamos nosotros hablando de nuestros viajes a Estados Unidos y presumiendo los países del resto de Europa que también conocimos. Seguro que pronto habrá quien se moleste como yo ahora cuando narren una ida a la Luna como algo extraordinario.

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