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Foto de la obra de Ximena del Cerro
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (17)

No pudiste pensar en otra cosa. Los días que siguieron lloraste mucho, diario, y yo no sabía qué decirte, salvo que te apoyaba y preguntarte si podía hacer algo para ayudar. A veces querías que te consolara. ¿Eras mala hija con tu señor padre, decías, por haberlo demandado, o con tu señora madre, por extrañarlo y querer verlo después de lo que les hizo? Por toda respuesta yo argumentaba que por supuesto no era malo que le hubieras exigido a tu señor padre que terminara de pagarte la escuela y que era normal que lo extrañaras, es tu papá, y uno no puede decidir lo que siente, pero me partía que me lo dijeras, me partía escucharte, porque tu pregunta era el reflejo de que por dentro estabas resquebrajada, y esa ansia de confirmación, de respaldo, me mostró que estabas más necesitada que nunca. Te abrazaba y pensaba, mientras te pegabas a mí con fuerza, sin pronunciar sonido, de qué ausencias de ruidos estaría hecho nuestro silencio. Al principio solo repetías que tendría un hijo con la otra, como si el hecho guardara algo enigmático por descubrir o como si cada enunciación fuera un desgaste contra la roca que lo debilitara ineluctablemente. Luego me contaste que hablaste con él por teléfono, no podías aguantarte más, solo para preguntarle por qué lo hizo, por qué las dejó, por qué abandonó a tu señora madre. Ya no la amaba, respondió, y se quedaron en un silencio indomable. Cuando fue demasiado le colgaste. 

Aquellas palabras, que no sé si te hirieron más, eran incomprensibles. A veces, cuando me hablabas de tu resentimiento, de tu incomprensión del daño que le hizo a tu señora madre (pero sobre todo por qué las negó a ustedes, como si tuvieran la culpa), sentía que querías que te presionara un poco, un empujoncito para que me enseñaras alguna foto, como si eso fuera a fortalecernos, a acercarme a ti, pero también como si en el fondo él fuera un miembro despreciado por la sociedad y tú su madre. Y que pese a todo lo amabas, lo perdonabas y querías mostrarlo, tu más grande orgullo, porque al final querías contarle al mundo de tu señor padre, verlo, estar con él, perdonarlo, escucharlo, entender sus razones, y abrazarlo como antes, como en ese viaje en que las llevó a las tres a Europa cuando cumpliste quince años. Fue el último viaje que hicieron juntos, dijiste. Tu último recuerdo de tus señores padres felices, porque desde entonces él se volvió distante, y todo vino a menos. Nunca te lo dije, Ro, pero pensé varias veces que tú también viniste a Italia buscando amor, aunque uno distinto, que perdiste sin comprender cómo y quisiste recuperarlo en el último lugar que lo tuviste. Los lugares tienen memoria, Ro, y cuando pensaba en eso nuestro encuentro ya no me parecía tan casual. Yo estaba ahí buscándome a mí mismo, deseando hallar la forma de sentirme tranquilo en algún sitio. Tú no entendías cómo alguien podía dejar de querer, y yo empezaba a comprenderlo. Repetías que él debía estar con tu señora madre, que cuando eras chica y te llevaba a la escuela te decía que te amaba antes de darte un beso en la puerta, y tú siempre le preguntabas si también quería a tu mamá, y él te decía que sí, claro que la amaba, te lo decía todos los días. En los meses en que desaparecía de tu vida para llevar a hombres de negocios millonarios por Estados Unidos y Europa, cuando tu señora madre tenía que suplirlo, tú esperabas ansiosamente que regresara para repetir esa ceremonia solemne que constituía la fuente de tu seguridad emocional, y, según creías tú, también la estabilidad de tu familia. ¿Me querés, papá? Te quiero, hija. ¿Y a mamá la querés, papá? La quiero, Ro.

Construiste la creencia de que sin esa confirmación el amor de tu señor padre se debilitaría por la distancia hasta desvanecerse. Tu labor era recordárselo, asegurarte de que lo tuviera presente, evitar que los tenues hilos colapsaran y con ellos tu mundo. ¿Nos querés, papá? Sí, ¿verdad? Por eso no entendías que se fuera con otra y no fuera capaz de decirlo, que se escondiera hasta que lo descubrieron, como si él no hubiera sabido todo ese tiempo que estaba destrozándoles la vida. Ahora todo se resolvía en un bebé, que expresaba lo poco que le importaban su esposa y sus hijas, lo poco que le importó ver a tu señora madre encerrada en el baño y a tu hermana gritándole que todo era su culpa, que había acabado con la familia, y lo tonta que fuiste al buscarlo para intentar arreglarlo, y cuán ingenua al poner de tu parte para volver a hablarle en los últimos meses, al pensar en una reconciliación. Si en algún rincón quedaba la esperanza de que tú, hablando con él, viéndolo a los ojos, pudieras recordarle ese amor por tu señora madre que solo tú sabías ponerle enfrente, si esperabas que estuviera confundido y algunas palabras tuyas, como cuando se hincaba para despedirte a la entrada de la escuela, le mostraran eso que en realidad era lo que quería pero olvidó, lo regresaran a la familia que nunca quiso dejar y te devolvieran a ti a ese mundo en el que fuiste tan feliz, el nuevo niño era la plasmación de que ese rincón acababa de ser demolido y sepultado para siempre. ¿Nos querés, papá? Ya no, Rosario.

Yo empezaba a entenderlo, Ro. No porque encontrara una razón ni porque fuera posible decir algo coherente para justificarlo: era solo empatía por una desgracia que yo también estaba sufriendo por no amarte aunque te lo dijera, y por estar pensando en alguien más a quien creía que sí podía amar siendo incapaz de decírtelo, sabiendo el dolor que eso, incluso sin que lo supieras, estaba causándote. No hay una buena razón para lo que hizo tu señor padre, no hay razón para lo que hice. Es imposible entenderlo con la razón, solo se puede en el sentimiento. De otro modo, soy tu papá. ¿Me querés, Nicolás? Sí, Ro. ¿Seguro, Nicolás? No, Rosario.

Se nos acababan los días, Ro. Esa semana te quedaste todo el tiempo conmigo y obviamente no estudiamos. Apenas pude repasar para el primer examen. Inventé excusas con S. para no hacer videollamada. La relación con S. ya era cercana, pero seguía en esa fase probatoria del entusiasmo en que todo se cifra en la confianza, no se puede exigir y por tanto no hay molestias. Te dije que lo mejor sería estar separados la semana de finales para poder concentrarnos en cerrar bien el semestre. Lo dije porque quería estudiar, pero también era una vía para recuperar espacio y volver a pensar en lo que me sucedía; contigo ahí era inviable. Tú me abrazabas o llorabas, y me preguntabas si te quería y todo lo que pensaba quedaba a un lado. Necesitaba sentir que recuperaba el control. Sí, hablé mucho con S. esos días y tuve que desvelarme para ponerme al corriente para los finales. Hablamos de todo; si no fuera porque estábamos separados por un océano ya seríamos novios, me dije, sin darme cuenta de la repetición de la historia. Todo empataba como nunca antes: esta sí era la buena. No había manera de que esas risas, las confesiones, se volvieran una mentira como la de todas las historias anteriores. Esta era la verdadera. Solo tenía que decírtelo.

Cuando terminaran los exámenes quedarían tres días para regresar a México. Desde nuestras primeras salidas te conté de mi amigo de intercambio en Lisboa, también de Puebla, que tenía planeado venir a Milán con su novia los últimos días. Te encantó la idea y me dijiste que nos quedáramos todos en tu depa, porque para entonces ya no tendrías rumis. Lo tomé como lo que era: un ofrecimiento acelerado por la emoción que nunca se cumple, como los planes que uno organiza mientras está en la peda. En el tren a Nápoles te conté que me escribió confirmando que venía y me dijiste que ya tenías todo arreglado para que ellos se quedaran en el cuarto de tus rumis y yo contigo. No te dije nada, aunque no estaba seguro de que lo dijeras en serio. En esa semana insististe con que nos quedáramos en tu depa. Dijiste que querías que yo también conociera tu espacio. Ellos llegarían en la tarde del viernes que terminaban los exámenes y el lunes se iban a Roma, yo a Puebla y tú a Barcelona con Carmen. Pero claro que te vi esa semana de finales, fui muy cándido, aunque solo en la escuela, dándonos un receso del estudio para sentarnos en las ventanas del pasillo de los leones o para ir por un café. El jueves fuimos por uno, nuestro último café, y me dijiste que ya no te escribía servilletas, aunque te escribí una ocho días antes. Me hablaste de tu señor padre, porque le marcaste a tu hermana y te preguntó si te había escrito. Le mentiste, pero eso te hizo darte cuenta de cuánto lo extrañabas, y me lo decías ahora con mucha confianza, sin el pudor de las veces anteriores, sabiendo que no tenías nada que ocultarme, pero la idea de si sentirte así estaba bien seguía asaltándote. Le pedí su pluma al mesero y tuve cuidado de no romper la servilleta, porque era muy delgada. Sobre el corazón no gobernamos, escribí…

El viernes llegaron mi cuate y su novia y ordenaste que fuera por ellos mientras tú arreglabas el departamento, porque tus rumis acababan de irse. En el camino hablé con S. y le dije que la siguiente vez que le marcara ya estaría en México. Qué extraños días. Los fines de semestre ya de por sí son raros. Uno siempre quiere que terminen las clases para hacer mil cosas, y en los últimos días de exámenes, cuando los quehaceres finalmente empiezan a aquietarse, uno planea hacer todo lo que no ha hecho en una vida en esas dos o tres semanas de vacaciones que, en ese momento, antes de que empiecen, lucen infinitas. Uno va a ver a sus amigos, a descansar, a ver las películas que tanto quiere, leer el libro que le recomendaron, comprarse ropa y hasta estudiar un poco para las materias del próximo semestre. A eso se le sumaba la extrañeza de los días decembrinos, esa esperanza artificiosa (pero no por eso menos real) de que todo está por acabar que hace que la gente tenga ánimos, y llena los centros comerciales de clientes que compran regalos, los súpers de amas de casa que se llevan vinos de lujo, los restaurantes de comensales que dejan propinas sorprendentes y las calles de peatones emperifollados con prisa, no una prisa de angustia, sino la prisa de a quien le urge vivir. Y encima eran las últimas tardes en Milán, el fin de Italia. Pero los finales siempre son paralizadores. Los planes son cientos y las vacaciones escasas, los amigos muchos y las noches no alcanzan. La ciudad que habitamos es demasiado grande como para aprehenderla, nos damos cuenta de que estos son los días venideros, el tiempo que parecía infinito se nos va de las manos en un abrir y cerrar de ojos y nos quedamos parados, abrumados por la inmensidad de las posibilidades frente al sol flavo de nuestras expectativas.

Fui por Chava y su novia guatemalteca, Lilian, a Milano Centrale. Me impresionó muchísimo que no supieras que en México a los Salvadores se les dice Chava, y solo me enteré porque Lilian le gritó Salvador por una broma que hizo en la peda y tú no entendiste porqué. La verdad, la novia no me agradó mucho, pero tú te llevaste muy bien con ella. Cuando llegamos estabas arregladísima. Como para ir al boliche, dirías vos. Zapatos de plataforma enorme, de los que te dije que nadie usaba en México pero sí todo mundo en Argentina, pollera, blusa escotada, rímel en los ojos. No lo esperaba. Te veías guapísima, Ro. Las chapitas que se te hicieron cuando te lo dije se notaban incluso a través del maquillaje. Lilian se sintió tan mal al verte que luego luego pidió permiso para pasar al baño a arreglarse. Cuando caí en la cuenta ya estabas con ella en el cuarto que fue de tus rumis y hablaban como mejores amigas. No sé si se cayeron bien genuinamente o si era por nosotros. No quería saber lo que decían, pero en lo que Chava preparaba unos cocteles escuché que hablaban de las relaciones. Le dijiste que llevábamos poco saliendo pero que estabas muy enamorada, casi escuchaba tu sonrisa. Ella dijo que llevaba como seis meses con Chava pero que era una relación muy en serio. Sonreí cuando le preguntaste inocentemente si ya habían tenido relaciones. Sí, claro, respondió, y te contó que ya habían hablado de casarse, como si fuera una competencia y estuviera demostrando la ventaja que te llevaba. Ah, sho también, le dijiste de inmediato, a mí me educaron a solo tener intimidad con un hombre en la vida, recuperando tu posición en la carrera. Supuse que eran mentiras, serían pequeñas demostraciones de poder entre dos personas que acaban de conocerse y tienen que hablar. Le saqué el tema a Chava para que me tranquilizara y me dijo que sí con su primer trago del menjurje, él ya había hablado con su novia de casarse. Estaba seguro de que era la indicada. Hasta estaban pensando en dónde, cuánto tendrían que ahorrar. (En el teléfono tenía un mensaje de S. diciéndome que me quería, y le dije que yo también, que nos veríamos pronto.) Chava sacó su celular para marcarle a un amigo en común que hace mucho no veíamos, ese amigo nos preguntó con quién estábamos y cuando me referí a ti dije demasiado alto que eras “una amiga”. Escuchaste, y el enojo con el que saliste del cuarto a reclamarme confirmó lo que pensaba: lo que tú decías era verdad, en serio esperabas que fuera el hombre de tu vida. (¿Por qué acepté que nos quedáramos todos en tu departamento? ¿Por qué que tuviéramos esa larga cita doble? Estaba mandándote las señales incorrectas. Lo sabía, Ro, y no estoy orgulloso.)

Esa peda fue brutal. En parte porque los exámenes acababan de terminar, en parte porque dijiste que tenías ron, pero cuando empezamos a tomar resultó que solo te quedaba un cuarto de botella, así que tuvimos que mezclarlo a mitad de la noche con vino; en parte también porque tenía mucho que Chava y yo no nos veíamos, sí. Pero, en una gran parte, porque quería olvidarme de los errores que cometí contigo, que seguía cometiendo sin atreverme a poner un alto en seco. Ya con unas cubas encima alguien sacó el tema de Puebla y tú dijiste muy segura que repetiríamos esa peda cuando tú fueras a verme en unos meses. Lilian te secundó gritando, alzando el brazo, y Chava propuso un shot que no dudé dos veces en empinarme. Tenía que decirte algo, Ro. Yo solo quería estar con S., llevarla a una de las comidas familiares en la casa de Atlixco e irme con ella a algún lugar entre los árboles para estar solos. Me imaginé jalándola de la mano, ella me seguía despreocupada y el nimbo de prohibición hacía más atractivo el beso. Solo quería eso, estar ahí, con ella, y no entendía cómo acabé encerrado en un papel que me lo impedía. En mi peda me senté en la salita, revisé la conversación con S. y me puse a pensar en lo que te diría al día siguiente, porque tenía que ser al día siguiente. Ya no me importaba si estaba mi amigo, si todo se volvía un desastre y me gritabas y tenía que pedir otros perdones, no importaba: tenía que decírtelo. Volteaba a verlos, los tres cantando, parados, gritando el coro de una canción que no tenía nada de feliz para estar saltando: “Do we need somebody/ Just to feel like we’re alright?/ Is the only reason you’re holding me tonight/ ‘Cause we’re scared to be lonely?”

El miedo a la soledad me hizo seguirte el beso en que nos sumimos. Seguí abrazándote y me dejé ir cuando me jalaste hacia tu cuarto. Lo siguiente que recuerdo es que estábamos en la cama, Ro, haciendo el amor. De repente me detuviste y me dejé caer sobre una almohada, agitado. Dijiste que querías sentirme, y yo no entendí lo que decías. Hacía frío. Me quedé viéndote y quise meter las piernas en las sábanas. Ordenaste que me lo quitara, pero yo no te entendía.

‘¿Qué cosa?’, te dije arrastrando las palabras.

Me dijiste que ya habían pasado tus días fértiles, que no me preocupara…

‘No sé’, contesté.

Y me aseguraste que no iba a pasar nada, que lo tenías todo medido, que confiara en ti, que era nuestra última vez juntos, que no sabíamos cuándo íbamos a volver a vernos…

Fue un error grave, Ro. Nunca debió pasar. Te pusiste encima de mí y luego te volteé contra la cama y seguí cogiéndote mientras gritabas Te amo hasta que mis músculos se rindieron.


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