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Foto de la obra de Ximena del Cerro
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (16)

Como no sabía qué responder a la propuesta de Buenos Aires y luego Puebla, para dejar esa conversación y no acorralarme, te abracé y besé en la cabeza. Me daba cuenta de que quería decirte que teníamos que separarnos pero me faltaba fuerza. Enfrente de ti me volvía débil y no tenía manera de empezar.

Volvimos a caminar por el centro, fuimos a los jardines de un hotel caro, nos subimos al trenecito con un grupo de italianos que se la vivieron cantando villancicos, y esperamos a que los demás llegaran de Capri para regresar a Nápoles y de ahí a Milán en el mismo tren nocturno. Platicamos como si nada, Abraham se echó unas bromas sobre lo que habríamos hecho solos, que no sé si entendiste muy bien, porque le dijiste que yo no quise que nos regresáramos al depa. En ese regreso sucedió algo más. Casi cuando llegábamos y el vagón se vaciaba escuché a alguien hablando un español indudablemente mexicano, y sin pensarlo volteé y le hablé. Me movió un instinto y la proyección: el entusiasmo de lo que estaba pasando con S. Era una chava mexicana, estaba sentada de espaldas a nosotros, pero cerca, y al oírme se hincó para platicar por encima de su sillón. Era más chica, recién salida de la prepa en Querétaro, y se había venido un año de niñera a Milán para divertirse y de paso saber qué estudiar. Una niña bien, con bastante lana. Tú me soltaste el brazo inmediatamente, pero no le puse mucha atención. Abraham casi no le habló. Fabi y yo le hicimos la plática (más yo, por eso te enojaste). Es cierto que al tener novia uno se siente mucho más seguro hablando con una niña, no buscas que ella te apruebe porque ya tienes a alguien, y puedes actuar con soltura (pero estoy seguro que no es exclusivo de los hombres). Te dije que no tenías nada de qué ponerte celosa, y era cierto, hablamos de puras cosas equis, sin trascendencia. No era ella lo que me interesaba, sino lo que representaba: Puebla, mis amigos, las pedas, S.

Antes de bajarnos Abraham se puso vivo y le pidió su número para invitarla a salir un día con nosotros. La chava encantada, por supuesto, de que alguien mucho más grande la pelara. No pensaba en ella, pero me recordó mi casa, mi círculo social, las personas con las que crecí, ahora por un momento tan lejanas, que se contraponían en muchos sentidos a la burbuja de la que me hablaste. Y extrañé ese mundo, con toda su superficialidad, sus modos y protocolos anacrónicos, litris. Esa noche te fuiste a tu depa por algo de tus rumis, y cuando llegué de dejarte solo pensaba en aquel mundo doméstico. Abrí la computadora y le marqué a S. sin esperar a que me dijera si estaba disponible. Contestó sorprendida alegremente y platicamos hasta la madrugada (mi madrugada). Hablamos de la preparatoria, nuestros recuerdos juntos y de por qué nos dejamos de ver. Me dijo que ella esperó que la buscara en serio desde de la prepa, y me preguntó si ahora sí la invitaría a salir cuando volviera. Esperé un poco a que se me pasaran las ganas de sonreír y gritar después de que colgamos. Fui a dormirme deseando que se rompiera la burbuja.

Tú hablabas cada vez más de cómo seguiríamos la relación cuando Milán terminara y yo me daba cuenta de que era hora de decirte algo: las cosas no podían seguir. Así lo llamabas tú, nuestra relación, como algo establecido de manera formal, que éramos pareja, vos y yo, asentados, pero yo no comprendía que vieras a largo plazo lo que por las circunstancias tenía que ser pasajero, y pensaba que sin importar las formalizaciones implícitas, Ro, jamás te llegué y nunca establecimos que éramos pareja. Tú lo decidiste sin consultarme. Pero ¿qué podía decirte? Porque cada que pronunciabas la palabra rememorativa me llegaba de golpe todo lo que hablamos cuando salíamos, las servilletas, los besos, y la suma de gestos y símbolos me dejaba sin manera de refutarte. Un día empezaste a preguntar cada cuánto hablaríamos en las vacaciones de diciembre, una vez que cada quién regresara a su casa. Entonces te recordé que tenía planeado un crucero por el caribe para año nuevo, y te dije que en mi familia burrón había una regla de oro en los cruceros: nadie puede sacar el celular, porque es un espacio sagrado para la convivencia, y además son muy estrictos. Te dije que, de hecho, en los años anteriores nunca llevaba el celular, lo dejaba apagado en mi casa y no entraba a la computadora hasta que regresaba en enero.

‘¿Y este año?’

Me lo decías con una mirada suplicante, que doblegaba sin quererlo.

‘Este año me lo voy a llevar, pero aún así no voy a poder contestar mucho, porque no hay internet en alta mar, ¿está bien?’

Aceptaste resignada.

No es cierto, Ro. Sí que a veces yo no llevaba mi celular para aislarme un poco y dejar la ansiedad por los mensajes, pero ni mis señores padres ni nadie en la familia prohíbe que lleves teléfono o que le contestes a alguien. Creí que era una forma de empezar a darte una indirecta, si no por lo menos de darte un tiempo sin mí para que te alejaras del contacto constante en el que vivíamos, y a mí algo de espacio para reformularme la situación y tener agallas suficientes para decírtelo.

No fuiste a la última salida del semestre con Fabi, Abraham y Laura, una semana antes de que empezaran los finales. Tenías otra peda con tus amigas, te invitó Carmen, una peda con las chilenas. Por pensar en Carmen me viene ahora a la mente el día en que estaba muy cansado y tú te fuiste a tomar algo con ella, en un bar que nunca supe cuál era, pero llegaron otras de tus amigas argentinas y siguieron la fiesta. Cuando te abrí la puerta del depa era evidente que habías tomado un buen. Estabas toda roja, hinchada, y decías que solo querías dormir. Pero no dejabas de dar vueltas en la cama, y te pregunté si no querías ir al baño a vomitar. Te lo dije sin creer que realmente vomitarías, porque no te veías en ese nivel de peda. Pero después de unos momentos comenzaste a decir que no querías que volviera a verte así, que te daba mucha vergüenza, y entonces noté que sí estabas muy mal. Te insistí para que fueras al baño hasta que accediste con la condición de que no entrara ni te espiara, pero aunque te dije que sí no podía prometerte eso, Ro, porque no iba a dejarte sola ahogándote. Te enojaste mucho. Cuando terminaste de vomitar me quitaste las manos bruscamente de tu pelo y gritaste que me fuera, que no te viera. Todavía te ayudé a lavarte los dientes y a ponerte una piyama limpia, pero en la cama me quistaste también cuando intenté abrazarte. A la mañana cambiaste y me diste las gracias por haberte cuidado, pero también insististe en que no querías que te viera como en Florencia, y que fue un error tomar al ritmo de las demás. (Yo te dije que no pasaba nada, pero igual nunca volviste a tomar más de tres copas.) Ese día, antes de irte con Carmen, la primera vez desde entonces que salías de noche sola, me escribiste que no ibas a tomar mucho sin que yo te lo preguntara, y lo sentí más como una afirmación para ti, como si tú estuvieras diciéndote que no debías tomar más de la cuenta disfrazándolo de una promesa para mí. Dijiste que en el momento que quisiera podía unirme a tu plan para que estuviéramos juntos. Pero además de que eran puras niñas y la última vez que las veías, yo también quería salir una última vez con Abraham y Fabi, como cuando el semestre empezó. Era, sin decirlo, una despedida colectiva. Fabi armó un pre en casa de Niqui, que fue con nosotros a Venecia y tampoco aguantó la peda. Fue Laura, que llegó tardísimo con el ron, la rumi de Niqui y Abraham, obviamente, que invitó a la chava mexicana que conocimos en el tren, y esa chava vino con una amiga, también mexicana haciéndola de nana. No recuerdo el nombre de ninguna de las dos. Ahí me enteré que Abraham empezó a escribirle al día siguiente de que regresamos de Nápoles, y ya habían ido por un helado. La amiga nos contó la tragedia amorosa que la hizo terminar en Italia, engañada por un tipo casado, y en cuanto llegó Laura le arrebató la botella y me dijo que nos tomaríamos un shot. Era muy extrovertida. Todos preguntaron por ti, Ro, y Fabi se preocupó de que nos hubiéramos peleado. Es que siempre están juntos, me dijo. Quizá por eso esa noche fue liberadora. Las últimas semanas había sido nosotros y nosotros y nada más que nosotros, algo muy fuerte que nunca había experimentado, y en ese momento recordé que mi vida existía también aparte. La amiga mexicana siguió repartiendo shots y, salvo por las interrupciones al ligue de Abraham, no hablaba mucho. Empedé muy rápido y me tomé una foto con Fabi y la rumi de Niqui, que borré al día siguiente para no tener recuerdos de la peda. Nos fuimos a un bar que Niqui recomendó, subterráneo, en dos ubers porque ya era muy tarde para el tranvía. Fabi y Laura se fueron con Niqui y su rumi, y yo seguí a Abraham con el ligue y su amiga. Me fui adelante, obviamente, porque Abraham ya no despegaba la mano de la cadera de la chava y no quería hacer mal tercio. La amiga no se veía consternada al subirse con ellos atrás. Antes de subirme vi que S. me había escrito: ‘Pásatela bien’, me puso, ‘A ver si hablamos cuando llegues a tu depa’.

El trayecto fue extraño. Ver la ciudad, los últimos locales que bajan las cortinas, el grito ocasional escapándose de un departamento en el que hay una reunión y los últimos que regresan a sus casas en la primera tanda de la noche, cansados, listos para dar por terminado el día. Nunca me moví en Milán en coche, y desde ahí las cosas se veían distintas. Gozaba un poco de la posición del observador externo, una cápsula que protege contra las nostalgias en la lejanía. En eso me tenía sumido el ambiente de un alto en el que éramos los únicos esperando a que nadie pasara, cuando la amiga me interrumpió para pedirme que pusiera música. Le dije que no tenía canciones en mi celular y atravesó su brazo por entre el asiento y la puerta para darme el suyo. Pero no quitó su mano incluso después de que yo ya tenía el celular. Primero la puso sobre mi antebrazo, dejándola caer, pero luego se acomodó y la subió a mi nuca, sin dejar la camisa ni un segundo, como si despegar la mano impidiera que luego volviera a tocarme. Abraham estaba casi besándose con la otra. Empezó a acariciarme el pelo cuando el chofer dijo que era ahí. Como ninguno de nosotros había ido antes, Abraham le marcó a Fabi, que justo en ese momento se bajaba del coche en el otro lado de la calle. Cuando bajamos las escaleras y Laura y ellas estaban dejando su chamarra en el guardarropa, la amiga de la mexicana del tren me jaló a bailar, me puso la mano en su cintura y nos besamos. No puedo decirte que solo me besó ella y yo me quité: ella me besó pero yo lo seguí, dando algunas vueltas entre la gente que se formaba para pedir algo en la barra. No sé cuánto tiempo pasamos así. Ella me jalaba hacia el centro para quedar camuflados entre la gente y yo la seguía. 

No era Milán: estaba en Puebla, con S. Había pasado por ella para ir de antro a la isla de Angelópolis, habíamos coqueteado mucho pero todavía no pasaba nada, es el momento de tensión en que los deseos se convierten en intuiciones validadas por la experiencia de un anhelo muy añejo. Ella me tocaba la camisa, la pierna, el brazo, mientras llegábamos. Nos reuníamos con amigos como pretexto, y en el lugar nos alejábamos con un código íntimo de medias sonrisas y miradas delatoras que nos envolvían en nuestra burbuja. Enfrente de todos esos tipos que la cortejaban siempre en la prepa, que eran más populares y más atrevidos que yo, S. me agarraba de la mano una y otra vez para bailar muy cerca. Se ponía de espaldas a mí, nos acercábamos hasta casi rozarnos con la punta de la nariz y volvíamos a separarnos con una sonrisa, en un ritual concertado para satisfacernos más. No: esa no era Milán y ella no era una tipa desconocida que acababan de presentarme, ella era S. y yo estaba en mi territorio con la niña que me gustaba desde primero de prepa y que me buscó después de años porque quería estar conmigo. Tomándola de la cintura la besaba, ella aferrada a mi cuello, en un acto público que era la consumación de todas mis búsquedas.

Me separó para decirme que nos fuéramos a un lugar más privado. ¿Adónde?, contesté, como si no hubiera escuchado, con el pretexto del ruido. Vámonos a tu depa, güey, como diciendo que no me hiciera pendejo. Y ahí algo me apabulló. Te vi, te escuché, te sentí, por primera vez desde el último mensaje tuyo a media tarde. Porque en toda esa noche no habías existido, no estuviste en ninguna parte, pero en ese depa estabas tú, ese depa era tuyo y solo al mencionar ese espacio, que de tanto habitarlo te apropiaste, reaparecías. Le dije que iba al baño y no regresé.

Perdóname, Ro, aunque el perdón no vale nada. Busqué a los demás y solo encontré a las niñas, porque Abraham estaba ligando. Juro que iba a decírtelo, te lo juro. Te lo iba a decir al día siguiente en la mañana, o en el primer momento en que nos viéramos. Sabía que no lo merecías, Ro, y cuando estábamos esperando el uber de regreso en la madrugada y vi un mensaje tuyo que decía que querías hablar me entusiasmé extrañamente, porque pensé que tú ya lo sabrías, que Fabi, traicionándome, te habría escrito, o Niqui o la rumi de Niqui se llevaría con alguna de tus amigas y le habrían dicho, o una amiga tuya me habría visto en el antro, o incluso que tú misma estuviste ahí y lo viste todo, así que sería más fácil: no tendría que hablarte, la delación o la evidencia lo harían por mí. Era una vía de escape. Por eso te dije que sí tan rápido, que te marcaba al llegar a mi casa, porque pensé que con el alcohol que me quedaba dentro sería sencillo afrontarlo de una vez y levantarme con el asunto resuelto. Iba a contártelo todo sin ambages, rápido, al grano, y después de eso iba a llamar a S. para decirle que la extrañaba, que moría por verla, para planear nuestra salida a un antro, y después de besarnos en medio de la multitud confirmando nuestras promesas, la llevaría a su casa deteniéndome a propósito en cada alto para besarla ritualizando las insinuaciones. Luego nos quedaríamos afuera de su portón otras horas, llenando de fuerza la emoción de la que estaba hecha la noche.

Sin embargo, no tenía idea de lo que venía. Me contestaste llorando y lo sentí como la confirmación del mal que hice, que tendría que aguantar, y justo cuando estaba a punto de decirte perdón me arrebataste cualquier oportunidad.

‘Va a tener otro hijo’

‘¿Qué?’

‘Mi papá. Me escribió hace rato, va a tener otro hijo después de dejarnos y me está escribiendo’

Tu voz era incontenible, nunca escuché llorar a alguien así. Intenté tranquilizarte, pero fue imposible.

‘¿Me puedo quedar con vos?’

Me dejaste paralizado, Ro. No lo vi venir. No podía decirte que no, ni modo que te interrumpiera luego de escuchar que querías morirte para decirte que ya no podíamos estar juntos. Llegaste destrozada, con el rímel corrido por toda la cara de tanto llorar y tallarte, parecía que no hubieras dormido en días. Como aquel día que llegaste tomada, te ayudé a quitarte la ropa, a taparte, pero esta vez por una clase de embriaguez muy distinta, una que siempre estaré lejos de comprender pero cuyo dolor sentí cercano. No dijiste mucho y yo no estaba para presionarte. Repetiste que tu señor padre iba a tener un hijo con la otra señora y te escribió para verte cuando regresaras a Buenos Aires. No podías decirle nada a tu señora madre ni a tu hermana, porque no querías lastimarlas más, pero sobre todo porque hablar con él ya implicaba traicionarlas. La aporía es que el hecho de no decirles te hacía doblemente traidora, pero a la vez era una traición necesaria.

No parabas de llorar, Ro, así que después de taparte me acosté contigo, pegué mis piernas a las tuyas y te abracé por atrás.

‘Pitiminí, Pitiminí, Pitiminí’, repetía en voz baja y apretándote fuerte. 

‘Me estaría muriendo sin vos’, dijiste entre un sollozo y otro, ‘sos mi refugio, te necesito’

‘Pitiminí…Pitiminí…’

Y el abrazo se convirtió en un sentimiento ahogado, y ese en la conciencia de lo que tuve que haberte dicho, un marasmo de señales y correspondencias que no me dejaban hacerlo.


Foto de la obra de Ximena del Cerro

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