Al otro día también despertamos tarde, y yo todavía me quedé un rato intentando dormir cuando tú ya estabas despierta. Me sentía muy cansado extrañamente, como si mi cuerpo no quisiera despertarse. Me levantaste porque tenías mucha hambre y fuimos a la cocina. Quién sabe dónde andaban mis rumis. Preguntaste varias veces que si tenía algo, y luego de que te dije que no que entonces por qué no hablaba, y te repetí que no tenía nada, que todo en orden, pero no me creíste mucho. En la tarde quisiste ver una película. ¿Cuál era, Ro? Seguro que tú te acuerdas, yo siempre he sido pésimo para el cine, y no me gusta mucho, solo me acuerdo de que era una película de amor, o bueno, desamor. Un matrimonio en la vejez, llevaban toda la vida juntos, y justo cuando el hombre está en su lecho de muerte su mujer descubre (por una serie de circunstancias azarosas en su mayoría) que él ha tenido una relación extramarital desde hace muchos años de la que ella nunca sospechó. Toda la película gira en torno al sufrimiento de la esposa, el profundo dolor que le causa haberse enterado de eso a esta edad y el agudo conflicto en el que se encuentra: por un lado el intenso deseo de dejarlo por su traición, y por otro la inutilidad y casi imposibilidad de hacerlo, pues han vivido toda la vida juntos, él está a punto de morir, la necesita, y a ella tampoco le queda mucho de vida. Una película muy dura, Ro. Yo tenía que voltear de cuando en cuando a ver a otro lado porque me producía mucha incomodidad lo que estaba viendo, sentía en carne propia el conflicto de la mujer, las idas al pasado para reconstruir su historia, para ver de qué no se dio cuenta, preguntándose en qué falló y debatiéndose sobre si hacérselo saber o dejarlo morir en paz. Pero también pensaba en el hombre, y no podía evitar sentir que yo era un poco como él cada que veía en el celular el nuevo mensaje de S. Al final la mujer se lo dice, pero se resigna a quedarse con él, a pesar de que su amor esté irremediablemente roto. Cuando terminó tú tenías los ojos cristalizados, faltaba que cualquier cosa te pechara tantito para que rompieras en llanto. Volteaste a verme con la primera lágrima en la mejilla.
‘¿Me quieres?’
‘Claro que te quiero, Pitiminí’
Te salió otra lágrima. Y otra. Y otra.
‘¿Me amas, Nicolás?’
Me quedé viéndote a los ojos unos segundos.
‘Te amo, Ro’
Y vino otra lágrima. Y otra. Y otra. Y otra. Y otra.
Te levantaste de súbito y no supe qué hacías. Te pusiste la gabardina que colgabas siempre al entrar y te sentaste a ponerte las botas. Tus movimientos eran frenéticos, desesperados.
‘¿Qué pasa, Pitiminí?’, dije incorporándome un poco. Seguías moviéndote muy rápido con las manos, pero los sollozos entrecortados que producía tu aceleración te impedían ir tan rápido como tú querías, era como si tu cuerpo quisiera jalar a tus sentimientos y estos se opusieran con todas sus fuerzas.
‘Ey, Pitiminí, ¿qué está pasando?’, te dije, pero seguiste sin contestar. Cuando vi que ya casi terminabas de abrocharte las agujetas me paré enfrente de ti.
‘Ro, dime, ¿qué está pasando? ¿Qué te hice? ¿Por qué te vas?’, pero mis preguntas eran inútiles, no solo como si no existieran mis palabras, sino como si yo no existiera, porque no volteabas. Empecé a pensar que quizá hice algo de lo que no me acordaba, que alguna cara cuando te respondía te molestó, o que sentiste que estaba burlándome de ti o que alguien te habló de los mensajes con S. y recién te acordabas, pero era imposible que supieras eso.
‘Ro, si te hice algo perdóname. Te pido una disculpa, pero no tengo la más remota idea de lo que pasa, por favor dime algo’.
Cuando te paraste y empezaste a agarrar tus últimas cosas del buró me interpuse en la puerta.
‘Ro, ya, suficiente. Dime qué pasa’
Obligada porque te obstruía el paso apenas volteaste a verme un segundo.
‘Nada, Nicolás, me quiero ir’
‘Pero te quieres ir ¿por qué? La gente no se quiere ir nada más porque sí, ¿qué pasó?’
Pusiste la mano derecha sobre la cintura y dejaste ir la mirada a un lado, la mirada se llevó tu cara, todo tu rostro estaba a punto de deshacerse. Y en ese momento me dio un escalofrío. Moví los hombros un segundo involuntariamente, y entendí que no se trataba de que te hubiera hecho algo, que no era que te hubiera ofendido o que estuvieras lastimada, no, era algo allende de todo eso, mucho más grande, esencial y necesario, que se te imponía a ti misma y sobre lo que no tenía ninguna autoridad para cuestionarte.
‘Ro, dime algo’, dije arrollado por mi propia inercia. Te lanzaste a abrir la puerta y permití que me empujaras sin resistirme. Luego vi cómo te atrabancabas con la puerta principal sin dar en el seguro para abrirla.
‘No te voy a abrir si no me dices qué está pasando, Ro’
Y tu mirada se volvió a ir como unos segundos antes, expresando una necesidad enorme, la de una prueba, de una confirmación palpable. Una bomba que rodó mucho tiempo frente a mí sin que la viera. No me encarabas, pero sentía que si volteabas sería para pedirme algo, y sentí una cosa cercana al temor.
‘Ro, si quieres irte está bien, nunca te voy a obligar a quedarte. Pero al menos dime claro: ¿te quieres ir?’
Tardaste en responder, y veía que tu rostro se fundía cada vez un poco más en sí mismo, buscando un lugar lejano que no aparecía.
‘Sí’, pronunciaste finalmente.
Boté el seguro y te cedí el paso para que abrieras la puerta. Lo hiciste corriendo y le pegaste al botón del elevador deseando que eso lo hiciera venir instantáneamente. Como viste que no venía quisiste correr a las escaleras, y en un instinto que aún no comprendo te jalé con fuerza de los brazos y te pegué contra la pared. Te agarré con ambas manos de los cachetes para obligarte a que me miraras.
‘¿Qué pasa, Ro?’, te pregunté también alterado. Era como si lo hubiera hecho para comprobar que entendí lo que estabas esperando, para cerciorarme de que había entendido lo que necesitabas y no podía dártelo, para corroborar que te tenía que dejar ir. Y tus ojos se deshicieron en todo lo que se contuvieron desde que me volteaste a ver en la cama, tu cara terminó de fundirse en todo lo que no encontraba, y me dijiste Por favor, Nicólas, dejame ir, y me dolió mucho, porque eso no era lo que estabas diciendo, porque estabas pidiéndome a gritos que te hiciera quedarte, tus ojos me gritaban que te dijera te amo y tu llanto que te abrazara y te dijera que siempre iba a estar ahí para cuidarte. Me gritabas una y otra vez con cada una de esas palabras que te repitiera una y otra vez mi amor, para que supieras que era cierto, que no cupiera la menor duda, para que tu certeza fuera absoluta y se sellara la burbuja. Pero no podía hacerlo, no podía decirte que te amaba ni abrazarte para asegurarte que siempre iba a cuidarte, en mi cabeza ya no estabas tú, yo quería poder sentarme a skypear con S., y me di cuenta en ese momento y te solté, me di cuenta que era momento de abandonarte, y me excusé diciendo que le creía a tus palabras literales, las que menos importaban en ese momento, y me quedé parado viendo cómo el elevador se llevaba tu llanto.
Cerré con desgana ambas puertas y me tiré en la cama. La epifanía, al principio lenta, se presentó como una silueta producida en un daguerrotipo por la sobreimpresión, primero tenue, fugaz, difuminada. Lo debí saber hace mucho, desde nuestro primer viaje juntos a Florencia, cuando después del ajetreo de un día visitando veinte mil lugares, entraste llena de entusiasmo a la sala del departamento donde estábamos Abraham y yo, y nos dijiste que fuéramos contigo a la Uffizi, y te dije que no, y volviste luego de que Fabi y Laura se negaron y volví a decirte que no a sabiendas de que nadie más iría y sería una oportunidad perfecta para estar contigo, incluso después de ver tu labio enarcado, que tanto me gustó, pero cuya atracción no era suficiente para hacerme querer estar contigo. La niña bien es con la que quieres estar todo el tiempo que no estás en la cama, pero ¿qué quieres hacer con una pareja a la que no deseas? Al menos debí saberlo cuando quise cuidarte y evité que Fabi te tomara fotos en la cama para burlarse, pero solo te puse el bote de basura al lado por si volvías a vomitar y te dejé sola, con la ilusión de conocer a alguien en el antro. Debí saber ahí que no era suficiente lo que hiciera, que no dependía de mí, y por eso no podía detenerte y mostrarte todo lo que tú necesitabas. No quería hacerte el amor, Ro. Por eso me quedé viendo cómo abrías la puerta, cómo entrabas al elevador, consciente de que algo estaba rompiéndose sin remedio. Por eso fue un error decirte te amo después de la primera vez que hicimos el amor. No, no podía decirlo. Y me doy cuenta de que he estado hablado indirectamente, dando rodeos, evitando decir que lo que no quería era besarte, abrazarte, tocarte, mirarte, cogerte, como si el decirlo solo desde mi lado te hiriera menos, porque ya estaba pensando en alguien más, en ir a mi teléfono a contestar el mensaje de S. que dejé sin responder antes de iniciar la película, pero sé que no, que te duele igual. Perdóname, Ro: no puedo decir que te amo.
Ahora me pregunto qué sentido tiene seguir escribiendo esto. ¿No será suficiente con lo que acabo de decir? ¿Seguirás leyendo, Ro, o preferirás parar aquí para no lastimarte más? Yo me he propuesto contártelo todo, y al hacerlo me doy cuenta de que también estoy contándomelo a mí, y de que si a ti te debo una explicación de todo lo que pasó también hay muchas cosas que yo debo explicarme. Jamás me había sentado a escribir de esta manera: me vuelco sobre las letras y llega un punto en que tengo miedo, porque la historia que me conté es muy distinta de lo que dicen las palabras que veo enfrente. Aquí estoy escribiéndome.
Nápoles, baby, dice el correo que me mandaste unos días antes de nuestro último viaje. Estoy viéndolo ahorita.
Chequiá bien el tema de las tarifas!
Te amo
Ya no me acordaba de esa palabra tuya, chequiá. Ponías bien los acentos, aunque supongo que tenías un cuidado particular conmigo, porque enfatizaba tu identidad. Un día te pregunté por qué lo hacías con tanto esmero, nomás por curioso, y me respondiste casi a la defensiva: Estoy muy orgullosa de ser argentina. Me sacaste una sonrisa, igual que ahora mientras lo recuerdo y leo tu correo, tan vigente como si hubiera sido ayer. En Nápoles nos quedamos en un Airbnb solos, muy grande, muy padre. Tenías miedo porque para ir a la súper pizzería a la que quería ir Abraham debimos caminar por unos callejones que no se veían nada lindos. Esperamos dos horas para una pizza equis. La peor pérdida de tiempo de la vida. Además, yo quería responderle a S. y ni siquiera podía ver sus mensajes porque tú no te separabas de mí. Luego Abraham y las niñas vinieron a nuestro departamento, pero su cansancio era evidente; ya no estábamos para el ritmo de Roma. Así que ellos se fueron a su hotel y nosotros nos quedamos. Tuve que decirle a S. que no podía skypear todo ese fin porque tenía muchas cosas de la escuela. Nos metimos a la tina, ¿te acuerdas?, y nos bañamos juntos. Tenías mucha más confianza conmigo pero aún no te gustaba tener la luz prendida si estabas desnuda. Querías quedarte ahí mucho, abrazándonos, y yo sentía que estaba perdiendo el tiempo, estaba incómodo y te dije que tenía mucho sueño para salirnos de la tina. Al otro día fuimos a Pompeya y luego a Sorrento. Me perdía a veces unos segundos entre las ruinas para responderle a S. y pensar qué te diría a ti. Tenía que encontrar la forma de darte a entender que las cosas no podían ser tan serias. Pero tú aparecías antes siempre y se cortaba la primera frase en mi mente sin que pudiera terminar de planear algo sensato. En Sorrento solo compramos vino, quesos y prosciutto, nos fuimos al malecón y nos sentamos a tomar. (Qué bueno que no te diste cuenta de que un señor me regañó por meterle el dedo a un pastel en una gelatería. Me sentí humillado, muy inmaduro.)
Parecía que tú habías olvidado por completo el momento en que saliste corriendo de mi departamento: todo el tiempo me decías Te amo, como si compensaras las veces que yo no te lo dije. Se hizo de noche en el malecón. Abraham contaba una de sus interminables historias que divertía a Fabi y Laura. Cuando prendieron las luces empezó un griterío que bajaba por las escaleras. Un niño pasó corriendo despavorido por detrás de nosotros seguido de otros dos. Pobre chavito, tendría unos trece o catorce, y tardó en entender que se metía en un callejón sin salida. Cuando lo comprendió, brincó a una saliente del muro para pasar del otro lado, pero tropezó y uno de sus perseguidores lo jaló del pie. Apenas cayó le soltaron los primeros puñetazos. Fueron instantes. Volteé a ver a Abraham y seguía sentado, contemplando el espectáculo con una sonrisa, diciendo Tssss, lo mismo que las niñas. Corrí hasta ellos y jalé de la gorra de la sudadera al que quedaba de espaldas. Empujé al otro, que se cayó luego de trastabillar, y levanté al chavo herido, sin pensar en que los otros dos podían atacarme, pero se fueron corriendo, y no sé si viste que salió el cuate del restaurante de al lado a gritarles algo, enojado. Pero nadie hizo nada y estos dos iban a golpear al niño hasta mandarlo al hospital, inconsciente, o dejarlo medio muerto, con varios viendo como si se tratara de una película, sin moverse un ápice. El tipo del restaurante solo se ofreció a ayudar cuando yo ya traía de regreso al chavito y ni Fabi ni Laura ni Abraham se pararon, incluso cuando vieron que tenía toda la cara empapada en sangre. Te dije varias veces que no confiaba en ellos, que sabía que con ellos no podía contar, pero en aquellas ocasiones sentía tristeza, lástima; ahora estaba lleno de coraje por su actitud miserable. Abraham todavía tuvo el descaro de hacer una broma de mal gusto de la que Fabi se rio. No me relajé hasta que estuvimos en el tren de vuelta, y me di cuenta de que todo mi enojo, que pensé con alivio que te asustaría, no había más que exacerbado tu sentimiento hacia mí. ¿Por qué sos tan bueno?, dijiste mientras terminaba de procesar lo que pasó en el malecón y veía que tú lo tomabas de la forma incorrecta, haciéndote pensar que yo soy alguna especie de héroe, que con la misma determinación te quería y te protegía, cuando deseaba justamente lo contrario. Te paraste al baño y pediste que te acompañara, muy extraño en ti, porque jamás me lo pedías, y cuando estuvimos lejos de los demás dijiste que no querías ir con ellos mañana, que inventara cualquier cosa para quedarnos solos todo el día en el departamento.
Pero quedamos de conocer Capri, fue mi reacción inmediata. Insististe mucho, pero con todo y todo yo prefería ir con ellos. Por eso en el resto del camino intenté hablarles más, a pesar de mi enojo. Por eso te saqué de la cama para que nos bañáramos y saliéramos a ver la isla, aunque a mí no me interesaba, y cuando llegamos tarde y vimos que ya no había ferris hasta muy noche te dije que no pasaba nada, que nos quedaríamos en Sorrento a caminar, como si en realidad nunca me hubiera importado ir, porque así era, solo quería estar afuera para tener otros pretextos. Caminamos mucho. Sorrento es un pueblo bonito, pintoresco, y se veía muy bien arreglado para navidad. Tú, por supuesto, propusiste varias veces que regresáramos a Nápoles, que aprovecháramos el departamento solos, pero yo te decía que fuéramos a ver algo de los famosos limones de la zona, a probar algún limoncello, o te daba un beso en la mejilla y te jalaba hacia alguna calle para distraerte. Me contaste muchas cosas de la di Tella que ya no recuerdo, excepto por algo de un profesor que se vestía con camisa rosa y que alguna vez te encontraste en un antro porteño. Comimos en el restaurante de donde salió el hombre que le gritó a los dos vándalos y luego fuimos a un mirador de la costa. Ahí, frente a ese mar de noviembre que se sentía océano, hablaste de la burbuja como no lo habías hecho, y como nunca volverás a hacerlo. Dijiste que era como un programa que viste, un reality show, en el que le daban a un participante todo lo que quería, por el tiempo que durara el programa, y al final regresaba a su vida normal, la de siempre. Estábamos recargados en la balaustrada viendo el mar de ese día nublado, frío, y me contabas: que uno logra todo lo que quiere por cierto tiempo, decías, pero es solo de forma aparente; y después desaparece, como por arte de magia.
‘Es como la burbuja en la que estamos’, dijiste con la mirada clavada en el horizonte indefinido.
Te vi y volví a ver el barranco, el vacío abierto ante nosotros. Yo solo quería regresar a Milán para hablar con S.
‘Estamos aquí y lo tenemos todo’, aseguraste, ‘me siento como esa persona del programa, porque la realidad es tan frágil, y la burbuja se va a romper y vamos a estar como antes’.
Hablabas de un nosotros implícito, del que yo no me sentía parte, y me quedé pensando en que la forma en que dijiste “la burbuja se va a romper” no era algo asumido, sino que estaba construida de esperanza. Volteaste a verme con los ojos brillosos por el agüita que los llenaba.
‘Tenés que venir a Buenos Aires’
‘¿A Buenos Aires?’, respondí retóricamente, para reponerme de mis pensamientos.
‘Si nos seguimos viendo no se va a acabar’, contestaste con algo de entusiasmo, ‘Agrandar la burbuja, como vos decís’.
Te sonreí recordando el día en que lo dije, y me pregunté si en ese momento de verdad lo quise.
‘Vos venís a Buenos Aires, conocés a mi familia, y yo voy a Puebla después’, me dijiste muy segura.
Pensaba en el amor, Ro, como lo hago ahora, mientras veo las últimas fotos que me enviaste: en el baño de un restaurante, con medias y falda corta, sentada en el parque Güell de Barcelona, con tus lentes de sol, con una copa de vino blanco en año nuevo, un gif mandándome un beso en tu bienvenida de regreso a Argentina. Y pienso ahora, mientras las veo, igual que te vi esa tarde, que amar es un estar en un sentido allende de la palabra misma, estar en sentido máximo, para siempre. Pero veía que no quería, que no podía estar ahí para ti, y no había forma de cambiarlo. Aparento buscar algo, Ro, pero quizá vivo en una fuga permanente.
Foto de la obra de Ximena del Cerro