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Foto de la obra de Ximena del Cerro
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (12)

La noche de la cena socavó las murallas que erigiste entre nuestro mundo y tu historia, y se sintió como si me dejaras entrar por primera vez a las cercanías de tus tesoros más adorados. Allá afuera, en el horizonte, quedaban todo y todos los demás, pero a mí me abriste la puerta para que viera lo que no dejabas ver al resto. No puedo aislarlo exactamente, Ro, pero algo en tus abrazos, en la frecuencia de tus besos, en el tono y la modulación cuando llamabas me decía que ahora sí estaba muy cerca de ti. Muy. Ya no era yo el niño que te gustaba y te ponía nerviosa, para el que te arreglabas mucho, con quien actuabas siempre con toda normalidad y madurez, no. Empecé a notar la confianza que da la certidumbre de no estar ocultando nada, de saber que el otro conoce toda la historia y no hay miedo de regarla ni necesidad de aparentar. Fue curioso: ese nuevo tinte de nuestra relación tenía un dejo de amistad no demasiado ligero, algo que nunca estuvo en mis planes al estar con alguien. Sin embargo, no me molestó cuando lo sentí contigo. Esos días presencié cómo tú, además de sentirme cerca, cobraste más brío para todo, incluidas las riendas de la relación entre nosotros. Dos días después regresaste de la cocina comiendo un pan con mermelada de naranja y me dijiste que estabas lista.

‘¿Lista para qué, Pitiminí?’, te contesté desprevenido.

Me hiciste una mueca a media línea entre la incredulidad y la sonrisa.

‘Sabés a lo que me refiero’

Me quedé pensando en que haber hablado de eso, o tal vez solo conmigo, te quitó el peso de encima que no te dejaba estar, o más bien, que no te permitía estar en intimidad con otra persona, compartirla. Entretanto caminaste a la ventana y te pusiste a ver afuera.

‘Quiero ir a Parigi’, dijiste en tono alegre, casi como una orden.

‘¿De viaje?’, yo todavía no podía entender si estabas hablando de lo mismo que antes.

‘Sí, que sea nuestro viaje’

‘¿Por qué París?’

‘Andá, Nicolás, me gusta Parigi’

‘¿Milán no te gusta?’

Viniste a la cama y cerraste la conversación con un beso.

Ir a París. Lo pensé mucho, Ro. No sabía si quería ir, no me agradan los franchutes. Estaba nervioso, representaba viajar solos, y para mí viajar con una niña, algo inédito. Cómo es la mente de engañosa, porque además de eso para mí tenía peso el hecho de que nos saliéramos del país. Cualquier lugar de Italia que hubieras propuesto me habría parecido bien casi de inmediato, pero París era irse a otro lugar. Simbólicamente era importante para mí el hecho de salir de Italia e irnos a Francia solos, y aunque probablemente tardaríamos más en llegar a Catania, ir a París era más significativo. Encima, claro, estaba el peso medular de ser pareja y de que fuera tu primera vez, y todo el bombo y platillo alrededor de esa ciudad canalla que alguien decidió que era el lugar del amor y a medio planeta le encantó, por supuesto. Me preocupaba también qué esperarías del viaje y de mí. No sabía si para ti era un pretexto para ir a la ciudad, viajar, y de paso hacerlo con tu galán del momento, si lo veías como algo del intercambio, muy bonito y divertido, pero hasta ahí, o si por el contrario era un símbolo cargado de las vibras que marcan para siempre, las que tejen los puntos de inflexión en la vida. Y en los pocos segundos que lo pensé me temí que así fuera, porque no me sentí seguro para decir que yo también quería que fuera un antes-y-después en mi vida, un hito que marcara el inicio de algo que duraría para siempre. Esa propuesta me dio una señal de cómo tú estabas viendo la relación que yo no vi o preferí ignorar. En cualquier caso pensé que quería estar contigo y que si tanto tiempo quise tener algo así sería un tonto si decía que no cuando justo tú querías estar solo conmigo. Así que te escribí el siguiente domingo en la mañana: Vamos a París. Próximo fin. Me salí un rato a caminar por el Darsena para que la decisión terminara de asentarse. Sabía lo que dirías. Mandarías una nota de voz contándome que ya tenías checados los boletos de avión y que tal o cual hotel nos quedaba cerca del centro y tenía desayuno, que ya empezabas a armar todo el itinerario de los museos y las iglesias a visitar. En Navigli hacía aire, no era el lugar veraniego en el que me senté a echarme una birra. La gente iba envuelta en gabardinas y algunas friolentas con bufanda y guantes. Di dos vueltas, me senté en una banca a sentir el golpe de los prolegómenos del invierno y regresé al depa. Me acosté muy sereno a ver tus mensajes. Pero lo que tenía no era una nota de voz y ni siquiera un emoji de emoción o algo que lo simulara: decías que cambiaban los planes porque a tu señora madre no le gustaba la idea de que te fueras de viaje y no querías mentirle. 

Fue un balde de agua fría. Fuera de todo pronóstico. No supe qué pasaba. El maldito cosquilleo apareció de inmediato en la base de las manos como si solo estuviera regresando a su rutina habitual, como si fuera un animal que yo tomé por muerto pero estaba en una siesta ligera, y se corrió al centro y hasta los dedos que ya no me daban para seguir agarrando el celular. ¿Qué pasó del viernes en que casi casi nada más me avisabas que nos iríamos a París, sin preguntarme, como una decisión tomada por ti sin la más mínima duda, a hoy, domingo en el que me bateabas en un-dos-por-tres sin más explicación que “los planes cambiaron”, como si fuera lo más natural? Esperé una propuesta alternativa, pero ni siquiera preguntaste qué haría yo ese día o al menos hola, ¿cómo estás? No mandaste ningún otro mensaje.

Quise sorprenderte con el primer mensaje del día diciéndote que nos íbamos a París y acabé abatido. Odié París como si fuera capaz de entender el odio que le provocó a Mozart después de ver a su señora madre morir ahí. Solo que no querías mentir y punto final, como si nada de lo que hubiéramos hablado contara mucho. Tú también estabas nerviosa, Ro. En ese momento te ganó la emoción y el impulso que dispara la euforia de la felicidad, pero después lo pensaste mejor y ya no supiste qué tan buena idea era. Nunca me lo dijiste, pero sé que así fue. Tú mamá sí te dejaba viajar (te fuiste con tus rumis a Edimburgo casi cuando empezamos a salir), no solo con gente que ella conociera (te fuiste con nosotros a Florencia y Roma sin conocernos en realidad), y hasta hablaste alguna vez (cuando no teníamos nada) de que pensabas irte sola a manejar por pueblitos suizos una semana. Pero eso lo sé ahora, Ro, cuando ato cabos en retrospectiva y todo tiene sentido (o por lo menos más de lo que tenía ese día), porque las horas que siguieron fueron de las peores que pasé. Era como si todas mis dudas sobre la penitencia del viaje fueran acertadas, y yo debí decirte que no antes, que mejor hiciéramos otra cosa, ser yo quien se negara, pero tú nada sabías de mi incertidumbre. Todo lo que conocías es que el viernes me veía un poco incrédulo de que hablaras en serio y dos días después te aseguraba enérgicamente que viajáramos, mientras tú me rechazabas al instante con una explicación burda que disfrazaba muy mal tu arrepentimiento.

Volviste a engañarme, igual que cuando dijiste que me querías y quedamos en ir a cenar y regresaste de Edimburgo y me mandaste a la chingada en dos patadas; así, igualito, Ro, estabas aplicándomela en este momento. No quería salir, no podía, no tenía hambre, por supuesto que no podía trabajar en algo de la escuela o concentrarme en leer, no podía hacer nada salvo caminar de un lado a otro del cuarto y tirarme cada tanto en la cama para apretar las sábanas en un intento de que eso aminorara el repiqueteo de las manos. Ojalá me lo hubieras dicho entonces, Ro. Porque era normal que tuvieras miedo y te sentías insegura y no sabías bien qué onda, no tenía algo de malo, pero si lo hubiéramos hablado tú también te habrías enterado de que la inseguridad era compartida y a lo mejor cambiábamos los planes, pero no habría pasado por ese desgarre.

El único guardacantón que encontré para protegerme fue no contestarte. Revisaba el teléfono para ver si no decías otra cosa, cualquiera que me apaciguara. Cada ruido mínimo del refri o en otro cuarto me hacía correr al celular para revisar si había entrado algo, y después de un rato sentía vibraciones que me hacían correr pero que en realidad solo estaban en mi cabeza, que buscaba el síntoma de una notificación en cualquier suceso, y en ese subir y bajar eterno de las conversaciones en el teléfono, de revisar mis contactos y las historias de mis amigos en Puebla, estaba la conversación intacta que dejé sin contestar el día que fuimos a cenar a Navigli. Repasé varias veces la escena del viernes en que tú entrabas y, por iniciativa propia, sin que yo te insinuara algo o te empujara a ello, sin que siquiera te tocara o ejerciera algún tipo de influencia física sobre ti, porque yo estaba recostado en la almohada y tú lejos, de espaldas a mí, viendo por la ventana, me lanzabas el viaje a París como el siguiente paso previsto e irrefutable. Así fue, estaba seguro, y tu súbita negativa y falta de otro mensaje no podía ser más desconcertante a la luz de cada nueva confirmación de lo que tú propusiste unas decenas de horas antes. Le escribí a mis papás para recibir una notificación rápido y poder ver los mensajes que S. me envió sin abrirlos. Te extraño, leí: Te extraño. Recorrí el tono jovial de su saludo y me percaté de que ese te extraño tenía varias “ooo” enfatizándolo: de verdad me extrañaba. ¿Por qué tú sí podías irte con tus amigas de viaje y cancelarme sin más al regresar y reaparecer cuando te daba la gana? ¿Por qué podías mentirme sin problema para disimular que ya no querías viajar sola conmigo? ¿Por qué tú sí le comprabas un regalo a otro cabrón en Edimburgo cuando ya salías conmigo y yo no podía hablar con alguien de Puebla? ¿Y por qué no iba a contestarle si tú acababas de verme la cara, si a ti te valía lo que habíamos quedado y cómo me sintiera, solo me bateabas sin explicaciones porque sí, cuando había alguien buscándome para decirme que me extrañaba? Le empecé la plática a S., Ro.

‘Yo también te extraño’.

A eso de las seis sonó el timbre. Como no esperaba a nadie no pensaba contestar. Pero daba la casualidad de que mis rumis no estaban, ninguno, porque ante la insistencia del sonido como de alarma nadie salía a ver quién era. Seguiste tocando y salí a la de quinientas, más por la molestia del ruidito que por interés. Tu voz me sorprendió. Primero porque jamás hiciste eso de llegar así. Siempre me avisabas al salir de tu casa y me mandabas mensaje cuando ibas llegando para que te abriera la puerta, y muchas veces si no te contestaba me llamabas porque no querías estar esperando. Y luego por la jovialidad de tu tono. Se notaba que no entendías nada de lo que estaba pasando. O todo lo contrario: cuando subiste me puse a pensar si no lo intuirías y era parte de un plan o un instinto llegar de botepronto para sorprenderme y cambiar la jugada. Estaba con unas amigas chilenas y quise pasar, dijiste como si yo te hubiera preguntado qué te trajo por aquí. Respondí cualquier cosa y me senté en la silla. Viniste a sentarte en mi pierna y noté que habías tomado.

‘Hey, me lo pensé mucho y sí’, me dijiste entusiasmada.

‘¿Sí qué?’

‘A lo que te dije el viernes’

‘¿De qué?’

‘Del viernes, estoy lista’. 

Como no respondí tu sonrisa aminoró.

‘¿Pasa algo?’

‘¿Tomaste?’

‘Una copa de vino, ¿por?’

‘¿Estás peda?’

‘No, Nicolás, por dios, tomé una copa’

Me quedé viéndote unos segundos con una mano en mi pierna y la otra colgando en el aire.

‘¿Qué pasa?’, me preguntaste.

‘Nada’

‘Andá, Nicolás, ¿qué pasa?’, me dijiste ya seria.

‘Nada, tranqui, todo en orden’

‘¿Seguro?’

‘Tutto bene’

‘Entonces ¿por qué ponés esa cara si te digo que estoy lista y me decís que estoy en pedo?’

Sonreí y te sacaste de onda.

‘¿De qué te reís?’

Me tomaste de la barbilla un poco desesperada.

‘Decime, Nicolás’

‘De que no se dice estar en pedo, es estar pedo’

Echaste los ojos hacia atrás e intentaste pararte, pero te detuve con ambos brazos de la cadera.

‘Hey, ya, tranqui’, dije reteniéndote en mi pierna, ‘¿Qué pasa, Pitiminí?’

‘Pasa que no me decís nada y te empezás a reír y no sé lo que pasa’, me dijiste con cara de puchero y un ligero intento por soltarte que se desvaneció cuando tus dedos tocaron los míos y apreté tu mano.

‘Tranqui, ya, no pasa nada’, dije sonriendo, y te di un beso en el cachete.

Esta es la primera disculpa, Ro. Obviamente no quería humillarme contándote lo que sentí con tu rechazo, y no iba a decirte lo de los mensajes a S., pero tu aparición repentina y tu tono cándido, feliz, me molestó, era un insulto para mi angustia, y quería una especie de compensación. Buscaba que dejaras de sentirte así, aunque fuera por unos minutos y a pesar de que nunca te dijera qué pasaba conmigo. Pensé que me aceleré al responder el mensaje de S.; con un poco más de paciencia habría descubierto que lo que decía era infundado, pero no estaba arrepentido. No quería dejar de hablar con ella, se liberó algo en mí que estuve intentando reprimir, y me sentí seguro, porque si tú volvías a hacerme algo ya no dependía de ti, no me quedaría solo. Posición cercana a estar blindado contra cualquier cosa que sucediera. Y sí, hubiera sido mejor que lo hablara contigo, pero en ese momento no podía. 

El resto de la tarde estuvimos acostados. Te dormiste tantito y yo me quedé viéndote y contestándole algunos mensajes a S., que me respondía al instante. Al despertar me preguntaste qué hice mientras tomabas la siesta y te fascinó la idea de que me hubiera quedado a verte todo el tiempo.

‘¿Lo decías en serio?’, te pregunté.

‘¿Qué?’

‘Lo de hace rato’

‘Sí. Estoy lista’, ‘¿Qué es esa sonrisa?’

‘Nada, Pitiminí’

Me dijiste que pensándolo bien Milán te parecía el lugar correcto porque era adonde te viniste a vivir y donde nos conocimos, pero que querías haber tomado un poco antes, no empedar, pero sí lo suficiente como para que te relajaras y eso ayudara a no sentir mucho dolor. Entonces se te salió la palabra sexo, y te dije que no. Porque no íbamos a tener sexo, Ro, nosotros nos queríamos y precisamente por eso entre nosotros sería algo muy distinto, un acto de amor. Qué hice para merecerte, dijiste ahíta de una sonrisa ilusionada.


Foto de la obra de Ximena del Cerro

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