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noyola
Foto de la obra de Ximena del Cerro

Rosario (10)

La semana siguiente se me fue rapidísimo. Tenía otra vez cosas que hacer de mis materias. Nos vimos casi todos los días, así fuera unos minutos en el pasillo de los leones de la Bocconi, porque tú nunca ibas a los comedores, te parecía muy caro. El fin de semana fue Venecia. No me enteré de que Nacha venía con nosotros hasta que estábamos llegando a la estación de Santa Lucía, igual que no me enteré de que Fabi invitó a otra argentina, que tú no conocías, hasta que me reuní con ellos para subirnos al tren. La verdad yo solo quería conseguir alcohol para empedar y estar contigo. Las veces que te quedaste en mi casa la semana pasada repetías lo mismo de que no pasaría nada. Cuando preguntaba por qué, callabas. Te pregunté cuándo sí y me dijiste mañana, pero al otro día volviste a decir lo mismo. Sabía que solo con alcohol tenía posibilidad de saber por qué te rehusabas tanto, y de que pasara algo más. Presioné mucho para que hiciéramos una peda. Mientras ustedes se tomaban fotos en el puente de Rialto fui a negociar para subirnos todos a un paseo nocturno en góndola, pero no se podía tomar ahí. Después insistí en que compráramos el alcohol antes de seguir caminando, porque las tiendas cerraban temprano y era una forma de garantizar que habría fiesta, nadie iba a dejar las botellas en las que gastó. Caían las últimas luces del día. Fuimos a la plaza de San Marcos, aún llena de enamorados cenando con vino y manteles rojos. El clima estaba al punto. Fabi y Laura siguieron por enfrente del palacio Ducale hasta donde ya no se veía nada en las islitas del horizonte, solo el vacío lleno de los dichos del agua oscura. Eso sí, me fijaba en ti todo el tiempo. Te paraste en una banca de concreto a tomar una foto panorámica de todas las lucecitas que se alcanzaban a ver a lo lejos. Abraham caminó hacia la banca y corrí para subirme y abrazarte por atrás. No confiaba en él, Ro. Sobre todo después de aquella vez en que, creo que ya lo escribí, Laura le dijo que no ligara contigo en el viaje a Florencia, y él le dijo muy seguro que por qué no. Nacha me alivió el día de Halloween en Roma, pero luego de que lo bateó no creía que Abraham quisiera volver a intentarlo con ella. Creo que fue extraño para ti que hiciera eso, también para mí. Todavía actuábamos solamente como amigos mientras estábamos con los demás, los abrazos eran cuando nos quedábamos solos. Nos sentamos en la banca y me puse en medio a propósito, para que Abraham no quedara al lado tuyo. Te agarré de la mano, te señalé a la derecha, la basílica de Giorgio Maggiore, que era una casita de juguete vista desde ahí, y no te solté hasta el departamento. Las niñas (tú les acabaste diciendo así luego de mucho escuchar que nosotros nos referíamos así a las mujeres) caminaron un poco más, luego regresaron con nosotros y nos fuimos. Ahora tú y Nacha le advirtieron a la otra argentina (como lo hicieras vos antes en Roma con Nacha) que tuviera cuidado de no tomar tanto, porque ustedes dos vomitaron la primera vez que tomaron con nosotros. Pero no le importó, se sentía experimentada por ser más grande, e igual vomitó la mañana siguiente. Como a medianoche Fabi puso una cumbia y le dije que bailáramos. A los dos segundos me arrepentí. Abraham te sacó a bailar a ti y lo sentí como si estuviera compitiendo, por eso fui a abrazarte y a darte un beso en el cachete en cuanto terminó la canción. 

No era ni la una cuando se acabó la coca, oportunidad perfecta para estar a solas. Te acuerdas perfecto de que ibas muy cándida creyendo que en efecto solo íbamos por la coca y regresábamos, ¿no? El elevador del edificio fue incómodo por lo pequeño y por el calor que generaban nuestros cuerpos. Tenías miedo de que alguno saliera del departamento y nos cachara, pero te convencí de que no sucedería. Qué bien estuvo eso. Me confirmaste que nada había cambiado. Te pusiste rojísima cuando se burlaron de nosotros porque estabas despeinada y yo tenía chapas y gotas de sudor. Yo solo me reí. Tú no viste, pero cuando llegamos me apropié del cuarto principal para que nos quedáramos los dos. Cuando en la madrugada me dijiste que fuéramos a servir la siguiente ronda de cubas para todos te jalé para quedarnos en el cuarto. Estaba más sobrio que tú, sin duda, pero también andaba pedo. Esa noche se pareció mucho a la de Roma, aunque todo ocurrió con más confianza. Intenté algo distinto, quería convencerte sin insistir. Te besé y te quité el brasier, pero dejé el resto de la ropa interior. Tú me desnudaste completo. Nuestro juego erótico fue como si hiciéramos todo: la misma fuerza en las manos, los mismos movimientos de tu cadera y de mis piernas, los mismos gritos de placer al juntarnos, pero sin quitarte esa prenda. Cuando tu voz era más aguda probé a deshacer los nudos que se amarraban en el inicio de tus piernas, pero me quitaste las manos y te dejaste caer. Ro, te llamé, y no contestaste. Perdón, Ro, no lo vuelvo a hacer, dije, pero nada. Me acerqué porque no quitabas la cara de la almohada. Escuché tu sollozar y entendí que la noche había terminado. Te tapé. Cuando hablamos semanas después de eso juraste que no te acordabas de lo que dijiste. Sospecho que no quisiste decirme porque te arrepentiste de confiármelo en esas condiciones. Era normal, te sentías vulnerable y tomamos mucho, vamos, de esperarse. Repetiste varias veces que alguien no te quería cuando te abracé. Yo repetí la pregunta para que me explicaras pero sollozabas otra vez y decías que no te quería. Por atrás, cuchareándote, sentía que seguía lejos como para lo que tenías que decirme. Me pasé del otro lado para tenerte de frente, a oscuras pero pegando tu cara a la mía, como en Roma. Pregunté otra vez pero no cedieron tus sollozos. En mi desesperación pensé que un abrazo muy fuerte y total, envolviéndote toda, te daría la seguridad que necesitabas para abrirte conmigo, para que sintieras que ese secreto profundo nunca saldría de nuestro refugio. Y eso hice. Estiré las piernas tanto como pude, extendí mis brazos por toda tu espalda hasta sentir que tu cuerpo se pegaba a mí, y puse mi cachete sobre tu cabeza para cerrar esa cueva que estaba haciendo sobre ti, de manera que tu rostro quedara contra mi pecho. Te apreté lo más fuerte que pude, respirando lentamente y con claridad, esforzándome porque escucharas el ritmo de mi corazón y algo en todo eso te hiciera confiar en que podías decirlo. Te apreté varios minutos y repetí: Rosario, Rosario, Rosario, como esa plegaria enterrada en tu nombre que invoca un misterio cada vez que lo pronuncio, y que ese día, lentamente, con cuidado, a fuerza del abrazo más grande que di en mi vida, dejaba verse.

‘Mi papá no me quiere’, soltaste. 

La afirmación era tan pura, tan inocente, tan diáfana, que no pude procesarla.

‘Yo sí te quiero, Ro’, contesté, y te quedaste dormida. 

Al otro día nuestra relación era otra. No nos despegamos. En la lancha te sentaste en mis piernas todo el tiempo, nos agarrábamos la mano, me dabas besos en el cachete. En Burano casi todo el tiempo te abracé por atrás, caminábamos como pareja pegoste, que no se separa ni para ir al baño. Nunca había estado así con alguien. Entrábamos a las tiendas de adornitos de cristal y yo caminaba sin soltarte mientras tú veías lo que te gustaba para tu mamá o tu hermana, y lo discutías con Nacha o Laura, igual a una relación conyugal en la que el hombre espera paciente a que su esposa acabe las compras. El sol no salió y todo el colorido de la islita se difuminaba en la neblina espesa que descendía con el avance de la luz. Cuando salimos del restaurante viste que moría de frío y me diste otros guantes que traías en la bolsa. Los rechacé haciéndome el fuerte, pero contestaste enérgica: Nicolás, ponételos. Abraham escuchó y se cagó de risa. De mí, obviamente. Algo ya estaba muy formal en todo eso. 

En el ferri de regreso nos quedamos viendo el mar. La neblina, que entonces era el cielo, se perdía en la línea del horizonte, el agua rompía en la ligereza de sus humos y subía a anegar todo el cielo. 

‘¿Ves eso?’, te dije, ‘¿es el agua entrando en el cielo o el cielo convirtiéndose en agua?’

Lo pensaste unos segundos.

‘El cielo se apodera del agua y llega hasta nosotros’, aseguraste, ‘Mirá, aquí está’

‘Yo creo que el agua se hace con el cielo’

Hablamos de eso varias veces, incluso cuando en Milán no había mar, y después, cuando nos separamos.

Nos subimos a la torre de San Marcos y ya, nos regresamos al depa. Según Abraham íbamos a tomar todo el día, en el ferri y por toda Venecia con nuestras cubas preparadas en latas de coca, pero siempre decía esas jaladas. Tú y yo estábamos muertos. Ellos, además, habían salido como a las cinco de la mañana a caminar en San Marcos, pedísimos, y se quedaron a ver el amanecer. Si nosotros dormimos poco ellos no durmieron. Abraham me dijo que después de lavarse los dientes entró a su cuarto y vio a Nacha acostada en la cama, normal, y que lo hizo porque quería que él intentara algo, pero que no iba a estar rogándole después de la jugarreta que le hizo en Roma, y se fue al otro cuarto libre. Tampoco estoy muy seguro de que sea cierto.

Las cosas subieron de nivel muy rápido, Ro. Después de Venecia ya no nos veíamos solo un ratito, empezaste a quedarte cada vez más seguido en mi casa. Dejaste de sentarte con tu amigo de la di Tella en la fila de atrás y te pasaste conmigo, a la fila de enfrente. Ayudaste a quitarme al chavo rumano de encima porque ya no podía preguntarme cosas a media explicación de Le Barbanchon. Nunca volviste a faltar a la clase, qué casualidad. Siendo sincero, no lo esperaba, y yo no me hubiera cambiado de lugar si tú no lo hubieras hecho, pero sentí bonito. Hubo cosas que me dijiste después que me sorprendieron de sobremanera. Por ejemplo, lo de que te puse súper nerviosa, al grado de que no podías voltear a verme, cuando en una clase pegué mi pierna a la tuya y luego te acaricié el muslo con una mano porque nadie podía verme. Creí que te haría gracia, y lo confirmé cuando te reíste un poco al salir de la clase.

La ciudad, contigo, cambió para mí. Ya no me paraba en la piazza Lucrezio a ver las palomas hacerse con el terreno silencioso y vacío, a preguntarme por las historias de las personas que habitan esos edificios, cómo sería la vida ahí en los días comunes, en los días normales sin cosas especiales por hacer, sin compromisos, ni a tomar agua en el Draghi verde, ni pasaba más despacio enfrente de la primaria Piolti, ni rodeaba la Porta Ticinise para ver por vez enésima el Paci populorum sopitae inscrito en piedra. No sé porque no te llevé a repetir conmigo mis recorridos de los primeros días. Solo una vez fuimos solos a sentarnos en el Darsena. Supongo que también influyó el clima, cada vez más frío como para barloventear a la intemperie. Pero de cualquier forma tú y yo nunca fuimos a caminar por el Duomo o por la Galería ni por ningún otro lado de la ciudad. Cuando estuvimos en la Scala de Milán (para ver una obra en alemán de la que no entendí ni pío, sentados en gayola porque el precio de los boletos era un abuso) solo caminamos lo necesario de la estación de tranvía a la ópera, y cuando recorrimos la Galería y el Duomo juntos no fue solos, sino brevemente en la última cena con Fabi, Laura, Abraham, y luego con Chava y su novia cuando nos visitaron en diciembre. Ahora me pregunto si, por mostrártelo, vi inconscientemente amenazado ese espacio de intimidad, esos recorridos en los que caminar era otra de mis formas de matar el tiempo, de invocar los abrazos que buscaba, de esperar a que pasara algo. O será que solo fue desidia, que no hubo tiempo, que nunca me preguntaste qué hacía en mis días en Milán antes de conocerte, que preferimos otros planes, que ni siquiera me acordé de esos paseos porque el punto era que no existieran, que fueran sustituidos por planes con alguien, contigo, y volver a ellos habría sido como regresar a la universidad en la que sufriste cuando ya tienes un trabajo estable, algo sin sentido; como los melancólicos que cantan las canciones que le gustaban a su pareja cuando ya no están juntos, un peregrinaje por los lugares tristes de la memoria. No volví a esos recorridos. Se quedaron en el Milán que existió antes de que tú existieras.

Sabes que en las noches que te quedaste volví a intentarlo. A veces sin decírtelo, esperando a que el tono de tu voz me dijera estabas lista, esforzándome porque mis movimientos fueran tan tenues que no los notaras, una transición suave de forma espontánea. Te preguntaba, siempre te preguntaba al quitarte la blusa cómo te sentías, si todo estaba bien, y te pedía que me dijeras si algo no te gustaba. Cuando no funcionaba, porque sin importar la sutileza detenías mis manos tajantemente antes de quedar desnuda, preguntaba por qué, pedía explicaciones de lo que me confiaste en Venecia que tú evadías argumentando que no era momento. Al último decía cosas infructuosas para convencerte. Después echaba la cabeza hacia atrás e invariablemente decía Está bien, Ro, tranqui, no pasa nada, unas veces más desilusionado que otras, y me quedaba así el tiempo necesario para aceptar las palabras que te había dicho y volver contigo. Entonces construía un ritual: te rozaba con las yemas de los dedos desde el arco de tus pies, pasando por tus pantorrillas, tus muslos, tu cadera, rodeaba tu ombligo, subía por tu costado, circundaba tus senos, solo con las yemas, intercambiando el dedo índice con el medio hasta llegar a tu oreja, y deshilaba todo el camino recorrido para volver a marcarlo con besos finísimos, apenas sensibles, en los que parecía que mis labios no tocaban sino un aura de tu piel, que alternaba diciéndote lo bonita que eres, lo bonita que es cada parte de tu cuerpo, Ro: tu empeine suave, tus rodillas, tus muslos, tu vientre, tu pechos, tu cuello. Me veo dándote un beso en la mejilla y uno último en la frente, como cerrando la cajita de algo muy valioso que cuido. Me gusta cómo me ves, decías. Entonces te contestaba sonriendo y pasaba el brazo por atrás para que te recargaras en mí y nos quedáramos quietos, yo haciéndote piojito, moviendo los dedos en tu pelo, tú respirando en mi pecho, horas, viendo cómo la tarde se iba del cuarto. En uno de esos momentos me dijiste que tenías miedo.

‘¿Miedo de qué, Ro?’

‘No sé’

‘¿De qué tienes miedo, Ro?’

‘De que se rompa la burbuja’

‘¿Qué burbuja, Ro?’

‘Estamos en una burbuja, Nicolás. En diciembre vos te largás a tu casa y yo a Buenos Aires. No puede seguir así mucho tiempo’

Tu voz era desde entonces un grito de profunda tristeza y nostalgia por ese momento que dolía, y yo no quería pensar en eso.

‘Pero la burbuja es del tamaño que nosotros la hagamos, Ro. Puede encapsular solo a Milán o puede crecer tanto que abarque desde la Patagonia hasta Puebla’

Reíste.

‘Sos un tonto’

Te cambió el semblante pero no los ojos, que siguieron con el mismo tono apagado.

‘¿Sabes a qué te pareces?’

‘¿A qué?’, respondiste sorprendida por el giro.

‘Eres como una pitiminí’

‘¿Una qué?’

‘Igual de pequeña, igual de bonita, y tu belleza es igual de intensa porque está reconcentrada, todo ese color rojo de la flor en tan poquito’

Te reíste otra vez, sin comprender muy bien. 

‘Sí, serás mi pitiminí’


Foto de la obra de Ximena del Cerro

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