Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Alejandro Varderi

Roberto Echavarren en primer plano

Este poeta, novelista, crítico, traductor y cineasta uruguayo cuenta en su haber con una extensa obra. Sus colecciones de poesía incluyen: El mar detrás del nombre (1967), La planicie mojada (1981), Animalaccio (1986), Aura Amara (1989), Poemas largos (1990) Universal ilógico (1994), Oír no es ver (1994), Casino Atlántico (2004), Centralasia (2005), El expreso entre el sueño y la vigilia (2009) Ruido de fondo (2009) y Yo era una brasa (2009). Es también autor de las novelas Ave Roc (19994), El diablo en el pelo (2003), y La salud de los enfermos (2010). Entre sus libros de crítica destacan: El espacio de la verdad: práctica del texto en Felisberto Hernández (1981), Manuel Puig: Montaje y alteridad del sujeto (1986), Arte andrógino: estilo versus moda (1998), Margen de ficción poéticas de la narrativa hispanoamericana (1992), Performance (2000), Andrógino: Onetti (2007), Fuera de género: criaturas de la invención erótica (2007), Porno y postporno (2011) y Las noches rusas. Materia y memoria (2011). Su mediometraje Casino Atlántico obtuvo un premio en el Festival Experimental de Cine de Filadelfia en 1989.

Todo ello conforma el corpus de una obra que creció, en los años ochenta y primeros noventa, fundamentalmente desde Nueva York, “último exceso de verticalidad barroca”, diría Jean Baudrillard, para después seguir generándose desde Montevideo y Buenos Aires, como ciudades escogidas. Exceso que Echavarren limpia de excesos, del artificio, pero conserva a nivel de reflexión sobre el lenguaje, en el sentido de que este acontece, tal cual Julio Ortega ha apuntado a propósito de José Lezama Lima, “como una sobrerrealidad con una figura barroca, pero esa figura no es solo una forma de la realidad sino también un nuevo sentido, y como tal supone una expansión alegórica y una implicación simbólica”. El verso entonces oculta y devela simultáneamente, no acepta ni tono específico ni definición concreta y se halla, al decir de Eduardo Milán en el prólogo de Aura Amara —libro sobre el que me centraré ahora— como “proliferación vocal que genera una hibridez entre géneros (y) cuestiona la metáfora como tropo condicionante de la poesía”.

Partiendo de esta ambigüedad Aura Amara, donde me centraré en esta nota, recorre fragmentos de una realidad sucediéndose dentro de un contexto eminentemente urbano en el cual, como sobre una pantalla de cine, se movilizan seres también ambiguos, difícilmente clasificables. Si bien el libro contiene textos cuyos referentes son, por ejemplo, la reescritura de un cuadro (“El Napoleón”) de Ingres, un film de Orson Welles (La dama de Shanghai, 1947), la contraposición entre el sur y el norte americanos (“Viaje de invierno”), las relaciones no escogidas (“Amor de madre”); lo que motoriza e imbrica la mayoría de los textos es la doble mirada del ojo cercenado, alegoría del de Un perro andaluz (1928) de Luis Buñuel, y de la sangre sobre el cuerpo adolescente, buscando así resaltar su hibridez y lo efímero de un tiempo cuya misma fugacidad exige la desaparición violenta del objeto, antes de que este alcance a definirse.

El acto de abordar con un lenguaje ambiguo lo ambiguo, permite a esta poesía insertarse como un tatuaje en la de los jóvenes observados, cual entes pasivos surgiendo y esfumándose a manera de imágenes de una película que bien podría ser Casino Atlántico; y Aura Amara cifra en la piel o la ropa del objeto visto y seleccionado, observado y tomado, conteniéndolo e iluminándolo de significaciones. La palabra transmite entonces su luz(idez) a la parte del cuerpo que abraza. “Pero esta inscripción no es posible sin herida, sin pérdida”, como apuntó Severo Sarduy; por eso Echavarren retiene de los cuerpos aquellos detalles que le permitirán evocarlos luego, una vez la imagen se haya borrado, y sea la impotencia ante su desaparición o la imposibilidad de retenerlos lo que se instale en el texto: “Tenue y maravilloso viene el joven vestido de esmeralda” (26). “Ese gancho me recuerda los de carnicería, / con muslos de carnero, / pero un sinsabor se cambia en flexiones,/ stretch abdominal y calzas verdes’ (33). “Tenías una cruz de ónix/ engastada en plata a un costado del tórax, / separada de otra cadena cuyo pendiente no vi” (52). “Antino, te veo desde el puente/ y desde el puente te beso, aunque/ las miradas se alejan/ a la velocidad del universo” (67). “Cae polvo y cascote. Todavía estrena/ botas puntiagudas de cuero sucio blanco”. (71)

Detalles que son signos dispersos recogidos por un lenguaje fraccionado, con lo cual cada poema se constituye en un mosaico de sentido donde las palabras son las piezas en que la realidad se refleja a pedazos. “Espejos rotos donde el mundo se mira destrozado”, ha dicho visionario Octavio Paz. Instantáneas que la mirada, como sustancia que junta las porciones de un vitral, “une y separa”. De ahí que los labios sean la imagen recurrente en diversos textos, por su voluptuosidad y su poder de abrir y cerrar; constituyéndose en la mejor alegoría de ese movimiento sensual de ensamblaje y fractura sobre el objeto, que el ojo del poeta cifra entre un parpadeo y otro: “El ano se separaba como un labio/ sin recordar a la gallina que le está atribuida” (25). “Una inclinada lluvia de partículas rebotó equivocada/ en el pecho y las telarañas, entreabrió el labio” (71).

Unir y separar, cubrir y descubrir, aparecer y desaparecer; el flash, en fin, es lo único posible de asir por un segundo, y es justamente en esa intermitencia con que se graba el cuerpo donde reside la radicalidad de Aura Amara. Una radicalidad prolongándose también de la piel al paisaje, que el lenguaje igualmente desnuda, arrastra, hace crujir, raja, reproduciendo y ampliando el vocabulario de los gestos del cuerpo. Como si trasladando estos rasgos al paisaje, pudiera alargarse la vida de las imágenes que asaltan al poeta en un puente, un gimnasio, una fiesta, un bar o el kiosco de tiro al blanco, y la modernidad reduce de certezas a meras intuiciones: “El invierno es la estación cuando el cielo, borrado de pájaros,/ cruje de súbito junto a un banco de madera” (51). “La playa se rajó como un zip” (57).

La pérdida de significaciones, el vacío de sentido, la ausencia de un pensamiento crítico coherente para organizar el caos, movilizan una escritura de la cual Echavarren es depositario. Una escritura que, tal cual apunta Guillermo Sucre a propósito de Paz, “reproduce la situación de un mundo que ya no es homogéneo, de un tiempo que carece de centro; es decir, de una realidad que se fragmenta y se desintegra”. Una escritura puesta a trascender lo local, la inscripción dentro de una realidad concreta. Palabra universal, pues, grabada desde coordenadas múltiples sobre la piel del objeto y el paisaje que se desea. Palabra que se constituye en “la selva donde el engaño ‘embellece’ lo sublime/ con una dosis, un golpe de sol en el panorama gris” (69); porque solo existe como espejismo y autoaniquilación, dentro de un mundo solo iluminado por el resplandor del lenguaje poético. Palabra como “lo efímero de la vida” que una doble muerte traspone y significa, y Echavarren hace suya al estar claro de que no queda sino abocarse suicidamente sobre ella, pues “escribir es morir por un estilo, es dejar la vida atravesada por el estilete” (15).

Hey you,
¿nos brindas un café?