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Armando Coll
viceversa magazine

Resistencia y sacrificio

Resistencia es palabra al uso de los miles que manifiestamente oponen al régimen encabezado por Nicolás Maduro en Venezuela. La semántica pasa históricamente por la resistance francaise, por atrapar sólo un ejemplo al vuelo; trata de aquel movimiento que fue brotando entre los arbustos de las montañas, conformado por pequeños grupos o células que bien sabían ocultarse entre pastizales–cuando no literalmente se echaron al monte—y fueron cruzándose hasta formar una red con una aceitada inteligencia con capacidad para espiar al ejército nazi, ocupante de Francia bajo la formalidad del gobierno títere de Vichy; y no solo eso sino prestar la logística tierras adentro a las fuerzas aliadas e ingeniar insospechados sabotajes.

¿Resiste en tales términos la gente soliviantada, tumultuoso fenómeno que ocupa las calles de Venezuela desde hace más de un mes? Obviamente, no, si bien la población venezolana estaría tan humillada como una nación ocupada, vista la actuación tan anti venezolana de la nomenklatura, a la cabeza de la cual figura una suerte de wolf child grandullón e incómodo, de quien no se sabe dónde nació, de dónde vino, si acaso vino, dónde mimetizó esa protolengua estentórea, esas onomatopeyas inauditas.

La “resistencia” en el caso venezolano es la realidad impertérrita ante el clamor masivo por un cambio; ¿cuál? La respuesta incierta a la pregunta hace más resistente la realidad, más adversa, con peligro de total fatiga para la multitud que la embate hasta el extremo del sacrificio de no pocos individuos, quienes a diferencia de los maquis galos, no tienen ni un fusil, ni tácticas de guerra de guerrillas.

El pensar incansable de María Zambrano, la filósofa española que el 22 de abril pasado habría cumplido 113 años, apunta a que es la realidad la que ofrece resistencia al hombre siempre inacabado, atrapado en la caverna de la historia. “La resistencia (…) es la marca de la realidad”, anota Zambrano en su ensayo “El futuro, el Dios desconocido”.

El futuro deificado paradójicamente por la secularización judeocristiana sería ese Dios desconocido. El Dios al que el hombre sacrifica el corazón, “metáfora de la vida”, como recapitula la pensadora española. “Nostalgia y esperanza parecen ser los resortes últimos del corazón (…) fondo íntimo del sentir humano”.

Si se sigue el hilo del ensayo de marras, se encuentra en una de sus esquinas alusión a la alegoría platónica de la caverna. Para el ateniense, salir de la caverna era vérselas con las ideas, la divinidad del pensamiento. Pero, para Zambrano, la caverna es contingente, el hombre de cada tiempo se hace la propia y pugna por salir de ella con el corazón puesto en el inalcanzable futuro, añorante de la pureza primigenia. Ese, tal vez, es el corazón que late sobre el asfalto concurrido y ardiente de Venezuela. Ese el corazón del arrojo sin miramientos, la aceptación del sacrificio ante lo que parece invencible; la lucha sin tiempo de la libertad siempre tan difícil e incierta.

¿Y qué mueve el ánimo del sacrificio, sino esa idea fija como una columna –como el mármol que el cincel explora esperanzado por la forma– de que hubo un país mejor, una nostalgia con la esperanza de ser recuperada? Es ese el futuro ideal; otra cosa sería el porvenir factible.

Los venezolanos son muy dados al Paraíso, la utopía siempre más allá; ni industriosos ni metódicos, soñadores.

Los operadores de la opresión oficial (redundancia, puesto que es atributo exclusivo de Estados y gobiernos oprimir y violar derechos humanos), a su vez, al tiempo que cierran las salidas de la caverna al hombre común, despojado de porvenir, suplicante de futuro, se encierran en el espanto de la propia caverna; a esa a la que desciende el hombre enfermo de poder que en el tercer acto de la tragedia, con el auspicio importuno del vino, solo puede balbucear: “Estoy tan dentro en un río de sangre, que si ahora estanco, no será más fácil volver que cruzarlo”. No hay peor extravío que el del hombre que ha cruzado el umbral sin retorno y teme con horror seguir adelante. Queda a la espera eterna de Caronte y su lancha; así en vida, les toca a los malvados.

Ese corazón que simboliza todo lo humano, late sin saberlo en los venezolanos exasperados por injusticia, pero su anhelo no cesa. Tras un ciclo de hosca desesperanza e indolencia, reaparece tenaz. Cuando el tiempo se ofusca, los hombres buscan la libertad sin ver cuán grande la muralla (si acaso infinita como la sueñan los poderosos); romper la resistencia, inconmovible realidad, y correr hacia el futuro, el Dios desconocido.

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