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Montserrat Vendrell

Resetear la democracia

Las luces de alerta ya hace más de un lustro que se han encendido: la democracia se va a la deriva. Mientras tanto, nosotros, los ciudadanos, los que hacemos que la democracia sea lo que es, vemos casi con impasibilidad el pretendido descalabro. Una imperturbabilidad dudosa, misteriosa, pavorosa, dando rienda suelta a populismos, ultraísmos (de ultra), sectarismos y a todo tipo de ísmos extremistas.

Muchos sopetones hemos sufrido en las dos últimas décadas para dejar al universo que encajen por sí mismas las piezas del puzzle en que nos encontramos. La crisis económica y los estragos de la pandemia, así como las reestructuraciones socio-económicas implícitas, impulsan a pedir a gritos la vuelta al sentido común. Eso implica no dramatizar acontecimientos, no dejar a la fluidez y a la conjetura la resolución de problemas, no aferrarse a las creencias ideologías y morales como un hongo al árbol. Lo que se necesita es diálogo y diplomacia, dos armas que nos han salvado en anteriores ocasiones de muchos conflictos y guerras.

Es el momento de ceder, de exponer perspectivas y encontrar conjuntamente soluciones a los problemas que afligen el mundo, pero con las luces largas puestas, no las cortas. Y si con ello, se requiere destronar a políticos ineficaces, que tienen sólo como doctrina el echar más leña al fuego, existen los mecanismos electorales de la democracia para hacerlo. Los extremismos, radicalismos y totalitarismos se han nutrido de las normas de la democracia para hacerse con el poder. No permitamos con nuestros votos que estos fanatismos se conviertan en depredadores de la democracia.

Por mucho que quieran vulcanizar todo, es difícil destruir por completo lo edificado: quedan los cimientos. Después de la implosión, es complicado volver a la nada, siempre queda algo, el pósito por lo que mucha gente ha luchado durante décadas. No se puede volver al vacío, como decía el erudito griego Tales de Mileto.

Para empezar, se podría pedir a los políticos que apliquen la distensión en la dialéctica y en los debates. Tanta rabia, intolerancia y confrontación, se han ido infiltrado en el manto social, aupados por comentarios (remunerados o no) en las redes sociales, los medios de comunicación y los grupos de intereses afines, hasta tal punto que se requeriría de un milagro destruirlos. Pero, para muchos, no existen los milagros, lo que se necesita es voluntad para entablar discusiones relajadas, siempre con pluralidad de pensamiento, para llegar a consensos, que son una de las bases de la democracia, un sistema político posiblemente imperfecto, pero que concede a la ciudadanía la soberanía y la libertad de elegir a sus representantes.

No se sabe qué ha pasado en los últimos tiempos ya que los políticos no están o no quieren estar a la altura por razones múltiples. Han perdido su capacidad de liderazgo para negociar y renegociar los asuntos nacionales e internacionales con sabiduría e inteligencia. Mientras, se están dinamitando derechos básicos de la población, como la sanidad y la educación, así como el trabajo bien remunerado. A la par, se están promoviendo actitudes identitarias, cuya inflexibilidad y defensa sin desazón, crean confrontación y más confrontación. Deberíamos promover que todo el mundo sea lo que quiera ser, pero con respeto hacia el otro.

Como dijo el Alto Comisario de la UE para Asuntos Exteriores, Josep Borrell, Europa se encuentra en el momento más peligroso desde la II Guerra Mundial. Si se quiere revertir esta situación, no queda más remedio que implorar por un reseteo de los principios democráticos, a nivel nacional e internacional, y abogar por la disuasión y el entendimiento.

El mundo está en continúa transición. Es un «trabajo en curso» (expresión que se define mejor con el término en inglés, «work in progress»). Pues no nos toca más remedio que todos, especialmente los políticos que cobran para ello, nos pongamos manos a la obra. En este sentido, no creo que las religiones, los sectarimos, los temas identitarios recalcitrantes ayuden a reprogramar y avanzar hacia una sociedad más igualitaria para todos, que no sea autoritarista ni totalitaria.

Queda claro que cada uno puede pensar y ser devoto a lo que quiera, y que se deben proporcionar los espacios de cultos adecuados, lo que no puede ser es que se usen las creencias religiosas para forjar una teocracia. La dicotomía bien y mal no se puede llevar a la política, no ayuda a la conciliación de posiciones. Eso si es volver hacia atrás, hacia el Antiguo Egipto. Tampoco los idearios ideológicos deben impedir que se tomen decisiones y se decidan actuaciones que sean beneficiosas para toda la ciudadanía, piense lo que piense en su haber interno. El respecto a las ideas y cultos forma parte de la democracia.

Cada vez es mayor el distanciamiento entre el Estado y la ciudadanía. Deberíamos poder confiar en nuestros gobernantes y las autoridades de todo tipo (científicas, económicas, sociales, etc). Pero resulta ser a la inversa. La crispación en los órganos legislativos no da tregua. Los malos modales y la rudeza en los intercambios verbales, que utilizan los políticos para dirimir los temas provocan pérdida de la autoridad moral y del sentido de responsabilidad que les concede sus cargos.

Ante esta jauría política, el descontento y el desaliento ciudadano conduce a buscar respuestas, y son cada vez más las personas que comulgan con actitudes y pensamientos autoritarios y totalitaristas. También son muchos los que piden que los políticos que escogemos en las urnas sean tecnócratas para solucionar con eficiencia, a través de la ciencia y la tecnología, los problemas más acuciantes.

No sé quién, pero alguien debería poner hilo en la aguja para frenar este metaverso de desconexión ciudadana. En este sentido, no ha ayudado esta pandemia, en la que ha sido lamentable el papel de las autoridades, tanto sanitarias como gubernamentales. Sus actuaciones tan confusas y aleatorias han conseguido fragmentar aún más la sociedad. También han echo germinar la semilla del individualismo imperante, que corrompe el tejido social con la premisa del «sálvese quien pueda» e impide un avance real y fructuoso hacia la integración social y económica.

«Pensar es vivir dos veces», decía Cicerón. Pues pidamos a los políticos que repiensen sus funciones y formas de actuar, apostando por hablar, distender las posiciones y negociar, que retomen el liderazgo (sin autoritarismos ni moralismos) y que procuren sin dilación el bien común. El hartazgo tiene límites.

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