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René Char: labrador del paisaje poético

La poésie me volera ma mort

El poeta francés René Char, de cuya desaparición se cumplieron tres décadas el pasado año, ya desde el prólogo de uno de sus libros más logrados, Aromates chasseurs (1976), nos ubica al interior de la comarca natural o línea divisoria entre una población y otra, concebida para contener el paisaje que ha ido sembrando en su poesía a través del tiempo. Es así que el cultivo de la tierra —donde, además del verso, Char ara la vegetación característica del sur francés para obtener una cosecha de sílex, lavanda, dos labradores ciegos y un cazador que dispara sus flechas, amén del sol y la luz propia de la noche— pierde su condición de hecho cotidiano, modo de subsistencia, senda donde se altera la natural disposición del panorama, para transformarse en un acto poético. Esto, dada la estrecha comunión entre vida y poesía, que el autor ensaya y que, quien acecha al otro lado de la página, invariablemente capta al aventurarse con solo su escopeta y un perro labrador a través del bosque de esta obra fundamental.

Una obra, que configura un acceso más hacia el claro abierto con Le Nu perdu (1971) y Chants de la Balandrane (1977); texto este igualmente incorporado a ese acto poético que es el paisaje aún antes de ser abordado por la palabra, es decir, cuando los cinco sentidos constituyen el único lenguaje. Ahí reside la fuerza de Char, pues en ese instante hay contacto directo entre el ser y el mundo circundante. Hay poesía, pero todavía no ha nacido el poema porque, como indica Octavio Paz, “hay poesías sin poemas; paisajes, personas y hechos (…) son poesía sin ser poemas”.

El autor se enfrenta solo a lo poético como, volviendo a Paz, “condensación del azar (…) cristalización de poderes y circunstancias ajenos a la voluntad creadora del poeta”. Sin embargo Char como poeta, “hilo conductor y transformador de la corriente poética”, engendra el poema, “creación, poesía erguida (…) lugar del encuentro entre la poesía y el hombre” pues sabe, al haber asumido la poesía como una segunda piel, atrapar su realidad y anudarla a nuestros sentidos.

Y en ese protegerse de la intemperie con nada más que su poesía, René Char ara desde el texto toda la tranquilidad del campo, donde transcurre y se transcurre. Por eso no hay lucha contra el entorno; solo adecuación, acomodo de la palabra a la geografía para que, cuando el poema escarbe su lugar en nosotros, las contradicciones personales queden momentáneamente cubiertas por la sombra de los árboles, del agua o de la mezcla entre nuestros rasgos y los del autor. Un autor, quien se habrá con dicha acción dibujado en la naturaleza del lector, golpeándolo: “Golpear con la mirada consiste en dibujarse en los ojos de los otros, descubrir allí sus rasgos alterados junto a los nuestros, pero solo para cubrir de sombra nuestra cintura de desierto”.

Efectivamente, hay choques pese a la placidez del texto, una trampa en la que caemos al no estar sobre aviso. Echando mano a las habilidades propias del cazador, Char ha ido estrechando el cerco hasta sorprendernos entre unos matorrales; pero el disparo sigue la trayectoria del boomerang: después de aniquilarnos regresa a él y lo atraviesa. La muerte es doble; desaparece el poeta y la poesía, queda el poema, aislado, como un árbol solo en el centro de un prado con muchas flores amarillas. Inaccesible, ante la imposibilidad de pisar el sol. Impracticable, pues no existirá quien maniobre sus ramas. Así se esclarece el misterio central del texto, la dificultad del acceso aunque desborde claridad y nuestra incapacidad de aprehenderlo.

Pero la poesía de René Char, evidentemente, no se agota en el paisaje. Este es solo instrumento para precisar sus coordenadas: el amor —“los amantes son inventivos en la alada desigualdad que los recoge en el amanecer”—, el modo como debemos actuar a fin de no permanecer centrados en nosotros mismos y aletargados por la creencia de que el mundo existe solo cuando abrimos los ojos —“lo contrario de escuchar es oír. Y cómo tardó en venir a nuestros hombros la montaña silenciosa”—; y lo necesario de arrogar cierta humildad ante las incógnitas permanentes, ya sean estas la verdad, el sentido de la vida, el deseo o la muerte. Humildad, que no adopta la acepción de sumisión, sino de vía natural para llegar a rozar el verdadero significado de tales interrogantes; aun cuando estemos claros en que ellas serán siempre preguntas en nosotros, porque “la verdad necesita dos orillas: una para nuestra ida, la otra para el regreso”.

De ahí que la capacidad del texto para (re)des-cubrir todo lo que habita ante nuestros ojos, sea producto del autoconocimiento, lo cual implica reconocer el trabajo de este autor sobre sí mismo y sobre el poema. Un poema cuya estructura no sigue el orden convencional, pues deja al verso libre para agruparse formando párrafos, estrofas y fragmentos muy breves que acometen “la creación de la vida (…) desde el amanecer hasta la noche”.

Una tarea emprendida siempre por Char con la convicción de no poder alcanzar nunca a escribir el poema perfecto, porque “no se puede empezar un poema sin contar con un margen de error sobre sí mismo y sobre el mundo”. Imposibilidad aceptada por quien investiga en la poesía, “le monde”, y en la forma como esa poesía se yergue, “un poéme”, sin angustia, aun cuando haya concluido en que ella le roba, “volera”, su derecho a la muerte. Pero el poeta acepta el reto pues está vivo en el poema. Y qué es la vida “sino el permiso de conocer la muerte”, tal cual nos indica Djuna Barnes.

No hay entonces contradicción, la poesía del artesano de Vaucluse continuará renaciendo de uno a otro extremo del día, eternamente, aunque el resultado no lo retendrá el poeta sino el poema, pues “el poeta no retiene lo que descubre; habiéndolo transcrito lo pierde definitivamente. En ello reside su novedad, su infinito y su peligro”.

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