La jurisprudencia de los tribunales internacionales de derechos humanos destaca, repetidamente, que en una sociedad democrática los derechos y libertades inherentes a la persona, sus garantías y el Estado de Derecho constituyen una tríada, cada uno de cuyos componentes se define, completa y adquiere sentido en función de los otros. En otras palabras, se considera en propiedad que el principio de la legalidad, las instituciones democráticas y el mismo Estado de Derecho son inseparables.
Se trata, además, de una enseñanza que encuentra sus más acabadas raíces en las fuentes históricas del constitucionalismo moderno. La Declaración de los Derechos del hombre y el ciudadano (1789) cita que “la meta de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre” y “toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurado ni la separación de poderes establecida no tiene Constitución”. De igual modo, la Constitución Política de la Monarquía Española de 1812, en su Discurso Preliminar, al recordar que “la experiencia de todos los siglos ha demostrado hasta la evidencia que no puede haber libertad ni seguridad, y por lo mismo justicia ni prosperidad en un estado, en donde el ejercicio de toda autoridad esté reunido en una sola mano”, a renglón seguido, el artículo 4 de aquella ajusta, como cometido de la Nación, “conservar y proteger por medio de leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”.
A distancia de más de doscientos años, sin lugar a dudas, tales paradigmas se conservan e incluso afirman y acrecientan bajo el fenómeno corriente de la mundialización. La Declaración y el Programa de Acción de Viena adoptado en 1993 por la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de la ONU, rezan, por una parte, que “los derechos humanos y las libertades fundamentales son patrimonio innato de todos los seres humanos”, y por la otra, que “la democracia, el desarrollo y el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales son conceptos interdependientes que se refuerzan mutuamente”, a cuyo efecto “cada Estado debe prever un marco de recursos eficaces para reparar las infracciones y violaciones de derechos humanos”.
No obstante lo anterior, puede advertirse – por obra del mismo fenómeno de la mundialización y su incidencia sobre el carácter impermeable tradicional de las fronteras políticas, sociales y culturales – la emergencia contemporánea de un debate crítico que postula la supuesta crisis que vive la democracia dentro de la misma democracia; o la renovación que demanda el Estado de Derecho, en modo tal de que las formas de una y de otro fortalezcan la idea de la Justicia, para restablecer la idea fuerza de los derechos humanos o derechos del hombre – que éste posee justamente como tal y por ser tal – como centrales y columna vertebral de la experiencia ciudadana y del ejercicio cotidiano de la libertad.
La cuestión parece incidir, incluso y por encima de los odres necesarios que significan la democracia y el Estado de Derecho, sobre la misma noción de los derechos humanos o inherentes a la condición humana y sus consecuencias; pues en la misma medida en que, dentro de algunas sociedades hispanoamericanas, bajo el alegato de la defensa de la libertad y la realización de los derechos humanos hoy se predica la reivindicación del Estado tutelar o gendarme, cuyos poderes deben sobreponerse a la autonomía de las personas para mejor desarrollarlas en sus personalidades, en otras, sobre la anomia institucional y la relativización del Estado de Derecho, ocurre una inflación de derechos que mengua su carácter universal. Se privilegia el derecho a la diferencia con la consiguiente desestructuración formal de la misma democracia y del carácter general e igualitario de la ley.
Son asuntos, todos ellos, de importante consideración a la luz de la evolución histórica ocurrida, con vistas a las fuentes que aseguran la identidad de las sociedades hispanoamericanas, atendiendo a las exigencias del inmediato presente – que interpela dadas sus demandas acuciantes – y del porvenir.
Es fundamental y no solo pertinente, por lo dicho, la urgente promoción y realización de encuentros intelectuales y a la vez propositivos, de muy alto nivel, que favorezcan el diálogo al respecto entre académicos y catedráticos, juristas, historiadores, estadistas hispanoamericanos, en fin, estudiosos y/o expertos sobre derechos humanos y teoría constitucional quienes, de conjunto, desde sus particulares ópticas, nos ofrezcan a la generaciones del presente un análisis conceptual e hipotético acerca del curso conveniente y probable de evolución de los ejes enunciados y comprometidos. Y que, imaginando escenarios, identifiquen los estándares permanentes e invariables que, ajustados conceptual y operativamente y aproximados al siglo de la inteligencia artificial o de las comunicaciones globales en curso con su achicamiento de fronteras, alcancen salvaguardar los valores éticos en los que se fundan secularmente los derechos humanos, la democracia – dentro de cuyos odres sólo pueden realizarse éstos – y el carácter teleológico de la ley, como garantía de unos y de otra.