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Recordando a Armonía Somers (II)

Cada texto escrito por Armonía Somers se constituye en ese “estrato geológico” el cual, como las mujeres de Solo los elefantes encuentran mandrágora (1986), solo busca acostarse sobre sus sudores y el de quienes pasaron antes que ellas por esa misma sábana o cuartilla. Al igual que Eulalia en Viaje al corazón del día (1986), las mujeres son aquí cuerpos a los que se les ha escapado la memoria; por eso se ven translúcidos, pues únicamente así podrán filtrar al hombre y la historia.

El ojo es el que escucha, el oído el que ve. Nosotros, espectadores, nos detendremos frente a un escenario utópico y por momentos fantasmagórico, donde una mujer hermosa llamada Abigaíl, mueve las dos historias, la grande y la pequeña, desde los recuerdos de Fiorella, inmovilizada en una cama de hospital cien años después. Los recuerdos —esos “excesos de la memoria”, como diría Roberto Juarroz— desencadenados a partir de una frase: “este cráneo te sobrecoge”, leída por Fiorella en un libro mientras buscaba escapar de su rutina, matizarla “sin saber que se alude a los relatos escritos por otros para caer en los terroríficos de uno mismo”.

De tal realidad se desprenderá su ansia por llevar al límite el amor, como resultado de la exploración interior en las zonas más sombrías, es decir, aquellas donde el deseo se desfigura y carcome las zonas claras de la relación, hasta volver monstruosos los afectos. Comportamiento al cual podría calificarse de perverso, desde el instante en que coloca al lector sin consideraciones frente a sus propias limitaciones ante ellos, y le obliga a seguir sin pausas el proceso de destrucción del otro donde todos alguna vez caemos irremisiblemente. Porque “una destruye para engullir a la otra persona, el amor aniquila al otro a fin de incorporarlo al propio yo (…) tanto en el amor del hombre como en el de la mujer hay un elemento destructor siempre presente, destrucción para tomar posesión”, apunta la narradora.

Un dominio, esgrimido por la mujer en escenarios bien diferenciados: de la habitación del sanatorio en Fiorella, hasta el castillo donde “para deleite de la oyente menor siempre había combates”, como una manera de desencadenar esa furia asociada a lo perverso, y que habitaba otra mujer de la cual habrá resbalado el nombre para ser únicamente ella. Ella, inaccesible y “muy bella, tanto que cuando extendía las manos en la noche la luz de la luna se transparentaba por sus falanges”.

He aquí algo importante en Solo los elefantes encuentran mandrágora, las mujeres son siempre inaccesibles: movilizan, movilizándose sin moverse, desde lugares de piedra, habitaciones o mundos vegetales. “Mujeres translúcidas” para poder además actuar como apariciones a fin de poder transformarse en nadie, extinguirse o hacerse grotescas.

Armonía Somers logra que el ocultamiento, como consecuencia de la nulidad histórica a la cual ha sido condenada la mujer, se vea. Ella pone a valer esa invisibilidad, acentuada por un proceso intertextual donde se imbrican notas de literatos ficticios a pie de página, aclaraciones acerca de la veracidad de un personaje hechas por otro tan quimérico como él, y alusiones a escritores universales. Todo ello desde la pluma de una autora que no es ni una “Armonía” ni otra, y alegoría del apellido Somers como seudónimo puesto a transformarla a ella en una ficción de sí misma.

“Tomar una fotografía es como seducir a alguien”. Desde esta afirmación de Diane Arbus, quien supo transformar en fotografías las zonas más grotescas de sus sujetos, igualmente se genera en Somers la palabra como detonante de la atracción autor-lector, pues su trabajo también produce una particular fascinación en quien se ubica del otro lado, manteniéndolo firmemente amarrado a una escritura que, como las imágenes de Arbus, repele y atrae simultáneamente. Amparada en la invisibilidad de su oficio, Somers fotografía sus temas por el lado donde es dable atajar sus temores, ahondar en sus miserias; revalorizando, al descalificarlos, los instrumentos indispensables para la ejecución de las diversas formas del amor

Ello es así pues sus mujeres participan también del terror atávico que sentía la misma Arbus al retratar a sus niños, sus enanos y sus gigantes deformes. “¿Sabías que toda mujer cuando está embarazada tiene pesadillas de que su hijo será un monstruo?”. O de la agudeza en comprender que el resultado del parto tendrá muy poco que ver con ella como individuo, pero la atará sin embargo para siempre: “Quería preguntarle por usted; por el tiempo que el niño dure y su alma siga muriendo”. Y si el hijo desaparece, no habrá dolor ni sentimiento de pérdida; Abigaíl, por ejemplo, al morir el suyo no se inmuta, su sillón vienés “a lo sumo suspendió el balanceo”.

De este modo, la mujer rebelándose contra la maternidad deja de purgar por ese “pecado” que resulta ser provocar el nacimiento de un niño —lo que tan crudamente San Agustín redujo a afirmar que nacemos de una doble promiscuidad de los excrementos, es decir, entre la orina y las heces—, si bien su sexualidad permanece suspendida por esa doble secreción, y el himen actúa como barrera de contención del otro instrumento agredido en la novela: el sexo del hombre. Un sexo que no evocará aquí el deslumbramiento que tenía para los sirios, quienes subían sobre falos gigantescos y en ellos permanecían durante siete días conversando con los dioses, ni el espesor del bosque de Adriano, sino que será “un colgajo de verdor”. Somers anula de este modo lo masculino, revistiéndolo de una androginia que tendrá a Miguel Ángel como símbolo: “No podía imaginar a Miguel Ángel ni como heterosexual ni como homosexual”, apunta.

Y es que el amor del hombre en los textos de esta autora, heterosexualmente hablando pasa, imitando al de los zánganos, de lo sublime a lo grotesco sin transiciones, al él vivir para un solo vuelo nupcial donde simultáneamente se juega su único y efímero instante de felicidad. Desde la óptica homosexual la autora compartirá, extrañamente, la repulsión del Malte rilkeano al admitir que “el contacto entre dos cuerpos peludos debe ser horrible”. Un rechazo ya formulado en De miedo en miedo (1965) donde un personaje espera “que los monjes no me salieran después unos hambrientos homosexuales, queriéndome besar y morder los pies para conseguir el favor”.

Ello podría considerarse extraño porque, si desde su perspectiva la relación entre iguales constituye una deformación del amor, debería atraerle también la posibilidad de trabajar doblemente el tema de la desfiguración del deseo, es decir, re-deformar ese contacto que en Malte “volvía tan apremiante la repulsión mutua que, siempre que uno veía las venas palpitantes del otro, se encabritaba en él una repugnancia morbosa, como ante la presencia de un sapo”. Pero, contrariamente, para Adriano tenía el poder “de mantenerme en contacto con los grandes objetos naturales, la espesura de los bosques, el lomo musculoso de las panteras, la pulsación regular de las fuentes”. Una dicotomía cuya fuerza se desaprovecha debido a la parcialización, valga la tolerancia al lesbianismo por considerarlo una autodefensa contra el hombre, afirmación sumamente discutible, y el conservadurismo de Armonía Somers frente a este tópico.

De cualquier modo, en Solo los elefantes encuentran mandrágora todo se hace, siguiendo a Artaud, al aire libre y nada permanece encubierto. La violación pública de la virgen mientras limpia los altos de la panadería, por ejemplo, simboliza el sentido de tales directrices al agruparlas y contenerlas, en un acto de rebelión contra el modelo de independencia representado por la mayoría de las mujeres del libro. Es la sangre y el semen —el rojo-amarillo de Artaud— en combate, embistiéndose, tomándose y deformándose a la medida del deseo masculino. La sangre y el semen haciendo de esta novela un texto anárquico, sin el concierto del orden, con el desconcierto del deseo; o más bien en busca de un orden, que no es el de la naturaleza, sino el que esa misma naturaleza implanta una vez destruida, hasta hacer cómplice al lector de un malestar ubicado en escenarios múltiples.

No es este entonces un libro de iniciación sino un libro para iniciados; como en el tiempo de los cultos bárbaros cuando todos estos elementos formaban parte del ritual en que la religión surgiría para frenar los excesos de los dioses a quienes la humanidad se había entregado. De ahí que Somers recurra a Pasifae como símbolo de lo grotesco de la mujer y del amor exclusivamente femenino: amante de un toro y madre del minotauro.

Ello, como una manera de recordarnos que tampoco los dioses escapan a las regiones grotescas del amor, y que nosotros permanecemos detenidos aquí abajo para seguir siendo “mortales, desdichados y feroces”. No gratuitamente la autora escoge la mandrágora, a fin de decirnos que nuestra carne nace de la tierra y se divide en dos sexos, con un tronco común al cual se le ha dado menos importancia que a las ramificaciones.

El feminismo buscó en su momento hacer volver la vista hacia ese tronco y comprenderlo. Cuando Armonía Somers explora, de la mujer y del amor lo grotesco a través de lo masculino, que se somete a la mujer sometiéndola, y al mismo tiempo deformándose a la medida de su deseo, está de alguna manera convirtiendo las diferencias de sexo “en un lujo francamente desplazado”, como apunta Fernando Savater. No hay aquí ni misticismo ni chic radical ni onanismo, pues el deseo solo aspira a la posesión y el amor a lo grotesco, en una operación donde el instinto sexual en encuentra masculinamente guiado por el cerebro; no en vano Artaud considera el semen como un río inteligente. Pero ¿y el otro amor? “El de quemarse vivos, el de echar espumarajos por la boca, el de interpenetrarse con el ser amado bajo la noche al aire libre y que se forme rocío sobre el pelo, y ninguno de los dos amantes se oxide porque siempre hay más calor sobre el nuevo rocío”. Ese amor aquí, definitivamente, no existe.

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