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Recordando a Armonía Somers (Parte I)

¿De dónde surgía ese rigor, de la novelista uruguaya Armonía Somers (1914-1994), para devastar sistemáticamente la parte luminosa de la literatura? ¿Qué la llevó a trabajar siempre con los miedos de los otros? Ella estuvo implacablemente centrada en borrar las zonas donde los deseos no se entienden, y la vida pareciera acceder a alguna forma de felicidad —del amor, lo sublime— para profundizar, con una determinación inquebrantable, en las área confusas; aquellas donde los deseos se exploran a fin de comenzar a entenderlos, y la vida se desencaja precipitándose hacia un estado de ansiedad, que bien podría llegar a decidirse como deformación del deseo mismo —del amor, lo grotesco.

Evidentemente, Somers no tuvo intención de complacer; sus novelas excluyen la linealidad de la anécdota, la simplificación de los apetitos. Son más bien ejercicios de inteligencia donde el lector siempre adopta un papel activo, ya sea como víctima o victimario. La autora deshila sus historias desde madejas con gran número de extremos y utiliza los juegos de espejos para que la protagonista pueda ser abierta y observada. De hecho, en sus textos lo femenino siempre es animal de matadero: colgado para ser exhibido tras los cristales de una vitrina; pero no de aquella donde lo ubicaba Nietzsche, como si de un bibelot o un juego de copas se tratara. Somers entendió que debía denigrar a la mujer para empezar a hacerla creíble, por eso destruyó metódicamente todo lo que tuviera que ver con el mito y las convenciones.

Como las esculturas de Duane Hanson, que nos paralizan la vida por el hecho de reproducirla en sus formas más vergonzosas o terribles, así surgen del lenguaje las mujeres de Armonía Somers. Carnes como la síntesis de todo lo que ellas pueden sufrir hasta quedar desfiguradas y no ser sino la cáscara de un cuerpo inexistente. Desde la mujer transformada en sapo sucio para poder ser deseada, en De miedo en miedo (1965), pasando por la que fue hecha sin boca y con la mirada al revés, en Un retrato para Dickens (1969), hasta las que se agarran el vientre para no parir cuervos, como en Viaje al corazón del día (1986), las novelas de Somers arrasan con el estereotipo de lo femenino. Aquí la mujer es mutable, come puerco, se transforma en gusano y luego el sexo se le pudre.

Mujeres negadas, además, a la aceptación de sus funciones exclusivamente femeninas: la menstruación, por ejemplo, prueba sensible de sus “impurezas”; carta de presentación para no ser aceptada ni en la corte ni en la iglesia, pues “todas las veces que la mujer comete un acto de naturaleza criminal, es durante el período de la menstruación”, tal cual sexistamente apuntaron alguna vez médicos y criminólogos. No en vano en De miedo en miedo, el menstruo le da color al mar frente al cual un hombre sangra y pare, como la reminiscencia de aquellos ritos donde el macho lo come para tornarse rojo y confundirse con el cabello de esas mujeres que “son como pedazos de vidrio donde el sol se refracta y produce incendios”. Igualmente, ella rechazará el parto, cuyo resultado —“aquellas mitades pegadas por la horizontalidad del cuerpo”— será considerado un castigo y se pondrá invariablemente al borde de la muerte.

Mujeres, entonces, independientes e inconfundiblemente solas; pero no como las que se tocan un botón de la blusa mientras esperan inmóviles el porvenir, pues aquí ellas actúan y deciden cuál será la dirección de su deseo, el objeto de su impulso asolador, la ridiculización del hombre a quien se adherirán amarrándolo con su cuerpo hasta aniquilarlo. Su resistencia nunca tendrá zonas débiles ni puntos para el desgaste, porque al haberse temperado al fuego de la disciplina interior hasta parecer cinceladas en mármol, ellas habrán sido puestas tan a prueba como “esos árboles junto al mar que se doblan sin que sus raíces los traicionen”. Aquí, al igual que en el Heliogábalo de Antonin Artaud, la mujer se viriliza, y en el texto, sustentado por el principio masculino, el hombre fracasa; el macho sufre un proceso de “derrumbamiento” al someter a la mujer. ¿Quién representa entonces lo masculino, el hombre o la literatura que lo escribe?

La misma Armonía Somers aclaró que no comulgaba con la idea de una literatura femenina ni compartía la opinión de quienes consideraban masculino su trabajo. Es posible entender estas observaciones como su posición ante la escritura para decir que no tiene sexo, buscando precisar, así, la diferencia existente entre creación femenina y creación escrita por mujeres. Algo fundamental, pues se sigue tendiendo a confundir el sexo del autor con —y en esto cabe disentir con Somers— el sexo del texto y a dar mayor importancia al de quien escribe, lo cual erige una valla extraliteraria entre ambos.

Esto en nada beneficia ni a la creación ni a la crítica ni a la comprensión del fenómeno realmente literario, cual es la escritura de lo femenino y lo masculino, entendido como la capacidad del escritor para sustraerse de sí mismo y, desde la androginia, darle vida a unos personajes con quienes el lector experimentará un rapport, una identificación sexual de la cual el autor permanece borrado, anulado, neutralizado.

Tal proceso se da en la novelística de Somers única y exclusivamente a través del lenguaje. Este moldea sus caracteres y, más que individualidades, diseña colectivos de carne definidos por ese mismo lenguaje, en tanto se entrecruzan episodios irreverentes donde confluye lo fantástico como exaltación de lo imaginario, lo escatológico como exaltación ritual, y lo psicológico como exaltación de la memoria; en un tiempo sin tiempo, o más bien un tiempo múltiple en el cual se entremezclan el pasado, el presente y lo histórico, con los recuerdos de los personajes.

Desde su primera novela La mujer desnuda, de la cual se cumplen en 2020 siete décadas de publicada, dicho proceso se fue afinando y refinando, enmarcado por una meticulosa crudeza. No es de extrañar entonces que, en su obra definitiva, Solo los elefantes encuentran mandrágora (1986), se encuentren condensadas todas las directrices de su obra narrativa anterior, tal como veremos en la segunda parte de este artículo.

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