NUEVA YORK: Visceralmente venezolano. No hace falta hablar mucho con el director de cine Raúl Chamorro para divisar las raíces profundas que lo amarran a su tierra, a cada pedazo del país donde ha nacido, se ha formado y que hoy le ha dado la posibilidad de realizar un sueño largo tiempo acariciado: hacer una película.
El Desertor, su opera prima ha abierto el Festival de Cine Venezolano de Nueva York. Una película que mezcla el suspenso con el amor, la magia de los Andes venezolanos con una realidad universal: el abuso del poder.
Raúl nos habla de su vida sin tristezas ni nostalgias sino más bien con la conciencia del que sabe que cada momento de ese pasado lo ha ayudado a lograr su objetivo, ser director de cine.
“Empecé estudiando economía en la Universidad Central de Venezuela pero a los 21 años me topé con dos películas que cambiaron mi vida: Barry Lindon de Kubrick y El inquilino de Polanski. Tras verlas me quedé muchos días pensando en lo que quería hacer con mi futuro. Entendí que lo que realmente deseaba era hacer cine y no cualquier cine sino uno que lograra emocionar tanto como esas dos películas me habían emocionado a mi”.
Es una decisión importante que lo llevará a dejar los estudios de economía para empezar a formarse como cineasta, antes en Venezuela, siguiendo los talleres de cine del Conac (Consejo Nacional de la Cultura) y luego en el American Film Institute de Los Angeles donde obtuvo un Master en Dirección de fotografía.
“Quería entender bien el proceso que conlleva a la realización de una película y la fotografía me pareció el mejor camino para lograrlo”.
De regreso a Venezuela funda junto con su esposa Amanda Quijano, quien obtuvo un Master en Producción de cine en la Universidad de Los Ángeles, la compañía 9 y 1⁄2 Producciones.
Trabaja como director de fotografía en muchísimos comerciales, cortos y también en televisión. Paralelamente va elaborando el guión de su primer largometraje. Quiere hacer una película que hable de una etapa de la historia reciente de Venezuela, entre finales de 1970 y comienzos de 1980, época en la cual los militares realizaban las “reclutas”, verdaderos secuestros de jóvenes que golpeaban a las familias de clase humilde del interior del país y de las barriadas de las ciudades más grandes.
“Un día me topé con la historia de un joven trujillano con discapacidad mental quien, durante siete veces y a pesar de su obvia inhabilitación para el servicio militar, fue reclutado a la fuerza, maltratado y humillado por un subteniente. Finalmente un día el muchacho se escapó llevando una arma de guerra y en su desespero mató a tres o cuatro personas inocentes e hirió al subteniente. Fue un hecho que conmocionó profundamente el Estado Trujillo. El joven fue juzgado por un tribunal militar pero, en consideración de su discapacidad y de los maltratos de los cuales había sido víctima, fue condenado únicamente a dos años de cárcel”.
A partir de esa vivencia Chamorro decide narrar la historia de muchos jóvenes venezolanos obligados a la fuerza a realizar el servicio militar. “Quise contar un aspecto de nuestro pasado reciente entrelazándolo con una historia de amor y transformando al protagonista en un héroe. Creo que el cine debe contarnos como país. Es una gran herramienta y debemos utilizarla, así como lo hacen en todas partes del mundo”.
Escribir el guión le lleva mucho tiempo, investiga con meticulosidad y descubre múltiples casos de deserción en el pasado de Venezuela.
“Me remonté hasta los años de Juan Vicente Gómez. En esa época la vida militar era particularmente dura y entre las tantas vivencias que encontré me impresionó particularmente la de un joven quien, aterrado frente al castigo que le esperaba por haber regresado con pocos minutos de retraso al cuartel, prefirió desertar. Luego, tras vivir unos seis meses en condiciones infrahumanas, se acercó al borde del camino y murió prácticamente en brazos de dos mujeres que se encontraban allí. Son historias auténticas que me nutrieron mucho”.
Participa en el Taller Latinoamericano de guiones durante el Festival de la Habana en 2012 y somete el suyo a la consideración del director del Taller Arturo Arango, del cineasta y dramaturgo de Argentina Salvador Rosselli y de muchos otros. Afina la trama, mejora la estructura, los diálogos.
Considera que la etapa de escritura termina solamente cuando finaliza el film, “el guión es un cuerpo vivo que se transforma a lo largo de la realización de la película y muere con ella” pero, cuando siente que su historia ya está suficientemente estructurada pasa, con igual cuidado y seriedad a las siguientes etapas de su desarrollo. Es fascinante reconstruir, junto con él, los pasos que durante años tuvo que dar para llegar a los 95 minutos que pudimos admirar en un cine del Village en Nueva York.
“Quería filmar en los Andes venezolanos, busqué muchísimo una locación adecuada sin encontrar nada que me satisficiera totalmente, hasta que, el último día, descubrí el pueblo de Jajó y supe que había encontrado el pueblo de mi película”.
Es con uno de esos cariños que nos quedan adentro toda la vida que Chamorro nos habla de Jajó, de sus calles, de sus casas, de las personas que allí viven, de la vegetación que cubre de un verde cambiante todo el paisaje. “Jajó es un pueblo mágico, un pueblo museo, sin tiempo. Allí puedes encontrar todos los tiempos. Está en el norte del Estado Trujillo, casi al borde del Estado Mérida, a una altura de 2600 metros sobre el nivel del mar. Era perfecto. Yo quería un lugar que me permitiera hacer una historia creíble y lo había encontrado. La historia parecía escrita pensando en esos parajes, en esas calles empedradas. Allí encontramos también toda la utilería, las ollas, los muebles, todo lo que necesitábamos y un pueblo generoso y amable”.
Igualmente cuidadosa ha sido la búsqueda de los actores.
“Quería actores de la región andina, personas vinculadas con el paisaje. Trabajé con el Departamento de Artes Escénicas de la ULA (Universidad de los Andes) y del Teatro Nacional Juvenil de Valera. Encontré un valiosísimo sostén en Irina Dendiouk, estupenda docente croato-venezolana de Artes Escénicas de la Universidad de los Andes”.
Detallado, preciso, paciente ha sido el trabajo que Chamorro y Dendiouk han llevado adelante junto con los actores para que cada uno lograra crear su personaje, vivirlo y transformarse en él.
“Magdiel González (Julián) y Leonidas Urbina (el subteniente Montilla) ingresaron en un cuartel durante dos meses, el primero junto con la tropa y el segundo con los oficiales. El proceso fue interesantísimo, un gran aprendizaje para todos.
Yo no podía filmar horas extras así que necesitaba que los actores llegaran al set con los personajes metidos en su ADN. Y así fue. Debíamos filmar ocho semanas y logramos terminar en siete semanas y media”.
Raúl confiesa que una de las satisfacciones más grande que le ha dado el rodaje de El Desertor ha sido la gran armonía que se estableció entre todos los que allí trabajaron.
“Quise que me acompañara gente muy capaz, personas en las cuales confiaba y con las cuales me sentía a gusto. Yo funciono así, me gusta trabajar en armonía, quiero que todo el mundo sienta que la película le pertenece tanto como me pertenece a mi. Todos recibieron un guión, todos en absoluto, porque el cine es una obra colectiva. Lo que me alegra enormemente es que entre nosotros ha quedado una entrañable amistad”.
En El Desertor no solamente vemos reflejado el tema del poder y de su abuso, sino también el de la importancia de las mujeres y de los mitos en la familia venezolana, sobre todo en las zonas rurales de los Andes.
“En los Andes, en esa época, las mujeres estaban mucho más dominadas por los varones. Sin embargo yo creo que la sociedad venezolana es tradicionalmente matriarcal. La vida de Julián gira entorno a la abuela y a su novia. La madre es su alter ego, recuerda las historias de aparecidos tan frecuentes en esas zonas, pero en realidad es una añoranza, una gran nostalgia”.
El Desertor se realizó completamente con fondos del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía Venezolano, Cenac. “La reforma de ley y la atenta y profesional gerencia de Juan Carlos Lozada han permitido a muchos cineastas venezolanos contar con los recursos para realizar sus películas”.
¿Es esa la razón del éxito del cine venezolano?
Sin duda es una de las razones. Gracias a la reforma del cine, que ahora quisiéramos mejorar ulteriormente, toda la industria del cine ha tenido la posibilidad de crecer. La otra razón reside en una nueva generación de cineastas profesionalmente preparados quienes están desarrollando temáticas diversas.
Pareciera que en un país con fuertes divisiones internas el cine fuera una isla de paz-.
Es verdad. A pesar de las diferencias políticas de cada quien estamos todos decididos a defender nuestro cine y a lograr siempre mejores películas. El cine es una poderosísima herramienta de transformación y estamos todos decididos a asumir la responsabilidad de hacerlo de la mejor manera posible. Como bien sabes el cine es patrimonio cultural de las naciones y todos queremos que el nuestro sea plural, libre e independiente, que cada cineasta pueda contar el país a su manera”.
¿Y cómo ha sido tu experiencia neoyorquina?
Muy positiva. Le estamos realmente agradecidos a Irene Yibirin y a todos lo organizadores del Festival porque nos dieron una oportunidad de mostrar nuestro cine fuera de Venezuela. Fue también un momento propicio para intercambiar información con los otros directores, productores y actores. Los organizadores nos dijeron además que la intención de ellos es la de transformar el Festival en una oportunidad de mercado para el cine venezolano en Estados Unidos y eso sería muy importante porque necesitamos que nuestro cine salga de Venezuela, que lo conozcan en otros países.
Raúl Chamorro ha trabajado largo tiempo para realizar su primer largo y ahora no quiere parar. Ya está metido de lleno en otros proyectos mientras El Desertor sigue su camino hacia los Festivales internacionales.
“Quiero llevar al cine historias humanas, que le gusten a la gente, historias que atrapen a los espectadores, que logren emocionarlos, entretenerlos”.
Historias, diríamos nosotros, como las que un día cambiaron la vida de un muchacho de 21 años que dejó los estudios de economía para aventurarse a descubrir el mundo detrás de un lente y atreverse a compartirlo con nosotros.