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“¿Quién ha visto negro como yo?…”

Son tantos los temas que se acumulan apenas amanece, en la mesa de noche el teléfono, las noticias tan al alcance, surgen más mujeres denunciando la misoginia y abusos de Trump, el gobierno venezolano está a punto de fujimorazo de la Asamblea Nacional, Cover Girl apuesta por un muchacho de 17 años para vender rimel y labial, ya nadie se acuerda de los muertos en Haiti, todo pasa rápido, apenas si rinde el pensamiento propio para hacerse de alguna opinión.

Pero esta mañana una noticia sobresale a todas, porque cambia de manera definitiva la escala de valores de lo que se ha asumido hasta ahora como respetable y sobresaliente: el Premio Nobel a Bob Dylan.

En tiempos en que las palabras, cada vez más, desmerecen la fe de quien las escucha, tiempos en que es difícil creerle a un candidato a la presidencia de cualquier país, o darle fe a cualquiera de las campañas humanistas, cuando ya es sabido que muchas esconden la ambición comercial de los que simplemente quieren vender sus productos, ¿cómo es que el Nobel de Literatura honra las letras de unas canciones? ¡El Nobel es el Nobel! … ¿A pesar de la Menchú?

Perdonen el desvío de hablar de la historia de Rigoberta Menchú, cuando lo que quiero es celebrar a Dylan. Pero me parece importante tratar de recomponer la credibilidad del premio antes de celebrarlo.

Menchú fue convertida en emblema de los pueblos indígenas desposeídos en su intento por rebelarse contra la opresión, ícono de la cultura revolucionaria y justiciera, mito marxista clásico, de lectura obligatoria para estudiantes de Stanford y demás universidades norteamericanas aun hoy, Premio Nobel de la Paz. Aunque luego David Stroll encontró irrefutables pruebas que mostraban que todo había sido una fabricación propagandística del contrapoder de izquierda, y exhibió la mentira delante del mundo entero. Menchú sigue siendo tema de tesis académicas, (se han escrito ya más de 15.000 tesis sobre ella en el mundo entero), ha sido receptora de 14 doctorados honoris causa de prestigiosas universidades… ¿qué importa que nunca haya sido pobre, sino hija de terratenientes, que no le negaron la escuela sino que se educó en dos prestigiosos internados privados católicos, que tampoco vio morir al hermano de hambre, sino que sigue vivo? La mentira monumental sigue rindiendo beneficios, pues la Menchú preside la “Fundación Rigoberta Menchú Tum de Derechos Humanos” por la «justicia social y la paz», como si aquí no ha pasado nada. Y el Nobel, callado.

¿No importa que todo fue un invento? ¿Vale como excusa que “incluso aunque miente, dice la verdad”, como acuñaron en su defensa algunos editores cómplices? ¿Con decir «no tengo nada que declarar», o negar que ella tuviera algo que ver con el libro, le bastó a Menchú para limpiar su nombre y credibilidad? ¿O fue suficiente que la escritora del libro dijera que a ella se lo dictaron todo para salvar su pellejo ético? Eso sí, cuando llegó el Nobel, Rigoberta no negó la autoría del libro.

Haciendo honor a la verdad, es difícil olvidar este episodio a la hora de entretenerse con el Nobel. Pero ¿cómo no alegrarse de que por primera vez la Academia sueca reconozca la literatura que hay en las canciones que pusieron a cantar a más de a una generación, a toda una cultura y más allá de su tiempo… “por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción«…?

Un premio Nobel de Literatura para un escritor de una única novela -“Tarántula”-, que nadie quiso leer… Pero ¡dímelo cantando!, y te doy el Nobel. Dylan, trovador que despierta pasiones, nunca deja indiferente, verbo y gracia, algunos twits:

“Después del Nobel de la Paz a Obama, y el de Literatura a Bob Dylan, falta el de medicina para Anatomía de Grey y cantamos bingo”; “Si os dicen que a Bob Dylan no se le puede dar el Nobel porque las canciones no son literatura, les recordáis que Homero era un rapsoda”. “Me parece bien que le den el Nobel a Bob Dylan, pero decirle que deje de llamar ya a las puertas del cielo que me va a quemar el timbre”; “Decidle a Murakami que no se venga abajo que aún quedan los premios Telva” (premio de moda española). “Sólo le veo un fallo al Nobel de Bob Dylan, que Murakami se pueda poner a componer canciones de un momento a otro”

Se entiende que cercenados como estamos dentro de los límites de la cultura de la especialización, los dueños de la verdad dentro de las academias y museos, instituciones y premios, no sepan cómo clasificar los espíritus libres que después del Renacimiento se figuran como sospechosos. Lo que pasa es que son muchos los que cantan, desde los 60, la poesía de Dylan. Y no hablo de los Beatles o los Rolling Stones, sino de cualquier hijo de vecino que todavía se atreve a pensar distinto a partir de las canciones de Dylan. Como alguna vez dijera Bruce Springsteen: «Si Elvis Presley liberaba tu cuerpo, Bob Dylan liberaba tu mente».

Cuando la poesía alcanza, no el Nobel sino a la gente, cuando merece ser cantada, cuando se nos instala en el cotidiano alimentándonos el alma, es porque logra la trascendencia a la que toda obra de arte se debe, aunque los rigores de los gestionadores de cultura lo desdigan. No hay que olvidar que son justamente esos dueños de la verdad institucionalizada, los que se equivocan como con la Menchú. Son ellos los que definen y defienden las fronteras que separan la farándula del arte dramático, o el escritor tan profundo e indescifrable que nadie lee, del escritor de best sellers… y nos imponen así una estratificación de la realidad, que sólo sirve para mantener la injusticia que sobreviene a la segregación. Los “cultos” de un lado, los “populares” del otro. ¿No será por eso que vivimos cada vez más incrédulos, solos y tristes, de ambos lados?

Que la poesía, el pensamiento libre, se vuelvan canciones y más aún, que las cante mucha gente, deja sin argumentos a los entendidos. Es complicado acallar el clamor cuando son muchos. Por eso, cuando un poeta pone a cantar a todo un pueblo, no es fácil eludir el reconocimiento. Y es así que los poetas que nos ponen a cantar, aunque no hayan ido a la escuela, ni se hayan puesto el traje que debían, bien merecen el reconocimiento de Nobeles, novelados y noveleros todos. Me contenta el reconocimiento a Bob Dylan, y me sirvo de la reflexión para rendir justo homenaje a Jesús Rosas Marcano, el poeta margariteño que puso a cantar a toda Venezuela. Por las dudas, se le puede preguntar a cualquiera: ¿quién ha visto negro como él?

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