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¿Qué es el autor?

Esta pregunta se vuelve sumamente pertinente en nuestra contemporaneidad, a la vista del papel de la palabra hoy, muy distinto a su poder para alterar el curso de las sociedades tal cual ocurrió en el pasado. De hecho, hasta finales de la segunda guerra mundial, el autor contó con una voz capaz de resonar más allá de los círculos intelectuales y llegar al corazón de la gente. Escritores como Emile Zola, Virginia Woolf, Italo Calvino, Octavio Paz, Kurt Vonnegut, se convirtieron en abanderados de los cambios y portavoces de las inquietudes del ciudadano, desplegando un poder que fue perdiéndose en la postmodernidad y se ha desintegrado desde el advenimiento de la revolución tecnológica. Ello no significa, claro está, que se haya dejado de escribir, pero la celeridad con la cual se historizan e histerizan los procesos hoy hace que su voz se pierda, arrastrada por una marea de información donde priva la cantidad sobre la calidad.

De hecho fue Roland Barthes, en su ensayo “La muerte del autor”, quien predijo la emergencia, en su doble acepción, de la encrucijada donde nos encontramos. Ya el año de su publicación, 1968, habla volúmenes: la primavera de Praga, el asesinato de Martin Luther King Jr. y Robert F. Kennedy, la masacre de Tlatelolco, el mayo francés, la formación del Khemer Rouge, las protestas estudiantiles contra la guerra de Vietnam, el ascenso de Richard Nixon y Saddam Hussein al poder, son algunos de los eventos que lo marcaron.

El ensayo de Barthes se publicó además en el punto álgido del nouveau roman, al cual pertenecían también Philippe Sollers, Julia Kristeva, Alain Robbe-Grillet y Severo Sarduy, y cuyo objetivo era descentrar la crítica. Ello, como reflejo de un deseo generalizado por acabar con un humanismo burgués, que había quedado petrificado y se iba deteriorando a marchas forzadas. Para Barthes, la negación de la autoría y su consecuente originalidad, crearía una zona neutra donde la escritura consignaría su elusivo objeto de una manera descentralizada, lo cual daría a la crítica la libertad de construir múltiples discursos desde los márgenes, subvertir códigos y fronteras, y constituir un nuevo lenguaje.

Casi medio siglo después, y habiendo la crítica pasado por el constructivismo, el desconstructivismo, la narratología, el nuevo historicismo, el feminismo, el postcolonialismo y muchos otros ismos que afloraron a partir de los años setenta, “La muerte del autor” sigue manteniendo su espíritu transgresor, como se verá en la sección siguiente, donde he buscado reflexionar acerca de este tema partiendo de algunas citas textuales del ensayo.

“La escritura es la destrucción de toda voz, todo punto de origen”.

Ello conlleva a que el autor desaparezca en el lenguaje, tal cual preconizó André Breton y el movimiento surrealista, mediante las experiencias de escritura colectiva realizadas por los años veinte del pasado siglo. A partir de ellas, la voz del autor dejó de ser una y de estar unificada en torno a un objeto específico, generándose una pluralidad de discursos que le permitió acercarse a su objeto de estudio desde una miríada de perspectivas.

De hecho, estas experiencias fueron fundamentales, no solo para la novela moderna, sino para la creación de una literatura de la resistencia, puesta a denunciar los fascismos y nazismos que desencadenaron la segunda gran conflagración bélica y sus consecuencias, en obras como The Lyon and the Unicorn (1941) y Nineteen Eighty-Four (1949) de George Orwell, y L’Étranger (1942) y Le mythe de Sisyphe (1942) de Albert Camus.

En este apartado Barthes pone como ejemplo la novela Sarrasine (1830) de Honoré de Balzac, por su acercamiento, insólito para la época, a temas como la castración y la homosexualidad, si bien el significado de un film, una obra de teatro, un cuadro, un juguete, el vino y la leche, el bistec y las papas fritas, tal cual se observa en sus Mythologies (1957), podrían igualmente servir de ejemplo para mostrar el modo como la desaparición del “Yo soy la voz del autor”, liberó la escritura de los constreñimientos del pasado, al deshacerse de sus raíces y asociaciones con ideologías que privilegiaban una voz unívoca.

Se abogó desde entonces por un pluralismo que, para los poderes centrales del sistema, ha resultado siempre revolucionario y peligroso, pues le da voz a las minorías raciales y sexuales, a la mujer y a quienes no comulgan con una visión monolítica del mundo preconizada por los que deciden, e imponen desde lo político, lo social y lo económico sus posiciones, en detrimento de las necesidades de la gran mayoría, condenada a permanecer subyugada a sus designios.

“La explicación de una obra se busca siempre en quien la produce, tal cual si fuese la voz de una persona única, es decir el autor, confiándonos sus problemas desde una más o menos transparente y ficcionalizada alegoría”.

En la hipermodernidad, la obra ya no es el espejo de quien la produce, pues descentrar la literatura, el arte, el cine, de la persona, deseos y gustos del autor conlleva un proceso donde la originalidad de la misma está en otra parte. Igualmente, el crítico no observa a través de la obra sino desde ella, cuando busca abordar ese elusivo objeto, que permanece suspendido en un espacio neutro, y deslastrado de los vicios y virtudes de su hacedor.

Roland Barthes aborda esta idea acudiendo a la obra de Charles Baudelaire, Vincent Van Gogh y P.I. Tchaikovsky para ejemplificar el concepto del Yo unido al objeto, y criticar lo que de autorreferencial hay en la obra. Asimismo, apunta a la obra de Stéphane Mallarmé, Paul Valéry y Marcel Proust como modelos de una escritura descentrada.

Por una parte, Mallarmé comparte con el simbolismo de Valéry la búsqueda de un ser fragmentado contenido en un lenguaje libre de formas fijas de versificación, porque solo la pureza del lenguaje conduce a la pureza de la poesía. Ambos artistas privilegian entonces la armonía musical dentro de la escritura, por encima del significado concreto, buscando así crear un discurso poético enfocado en el lenguaje per se. Por otra parte, Proust al transformar a su narrador en ausencia y escribir su vida siguiendo el cronograma de su novela, deviene el modelo de su propia narración, desde una polifonía de voces e impresiones que ilustran detalladamente a la sociedad de su tiempo.

Susan Sontag, quizás la última gran pensadora del siglo XX, a través de sus novelas, ensayos y artículos nos enfrentó con la existencia, la enfermedad y la violencia desde una polifonía similar, denunciando los males que aquejan a nuestras sociedades. La guerra de Vietnam (“Trip to Hanoi”. Styles of Radical Will, 1969), el terrorismo (“The Talk of the Town”. The New Yorker, 2001), las pandemias (Regarding the Pain of Others, 2003), el abuso contra los presos políticos (“Regarding the Torture of Others”. The New York Times, 2004) son algunos de los temas que encontraron enorme resonancia en su momento, potenciando la voz del escritor como un arma efectiva a la hora de sacudir el conformismo de los colectivos.

“Todo texto se escribe infinitamente aquí y ahora”.

Esta es una apreciación que ya Jorge Luis Borges había consignado en su “Biblioteca de Babel”, cuando señaló la existencia de un libro que se rehace eternamente, y al cual cada autor añade otro capítulo o lo vuelve a escribir, tal como hizo el mismo Borges cuando le dio a Pierre Menard la tarea de reescribir el Quijote. La escritura es entonces un ejercicio gimnástico que moviliza y actúa dentro del texto, definido, al decir de Barthes, como un “espacio multidimensional” donde el lenguaje danza, se combina y choca, en el aquí y el ahora, para crear significados otros, hasta constituir una “red significativa” (Kristeva. Recherches pour une sémanalyse, 1969). Una red que atrae al autor hacia un intercambio verbal con su objeto, que puede a veces convertirse en una contienda o en un match de boxeo.

En tal sentido Mario Vargas Llosa, con sus ocho décadas a cuestas, sigue imbatible en el ring por donde han pasado innumerables contrincantes, a fin de producir una obra entendida desde una militancia para con el objeto escogido. Ello puede ser su propia obra ensayística, como lo demuestra la polémica que sostuvo con Ángel Rama, en las páginas del semanario Marcha en 1972, y publicada al año siguiente bajo el título García Márquez y la problemática de la novela. Su defensa de José María Arguedas, consignada en el texto José María Arguedas, entre sapos y halcones (1978). O su lucha en pro de los derechos humanos, desarrollada en los ensayos de, por ejemplo, Contra viento y marea (1986) y, muy recientemente, mediante sus artículos para El País sobre los territorios ocupados por Israel en Cisjordania.

“Asignarle un autor al texto implica imponer límites a ese texto, fijar un significado definitivo, clausurar el proceso de escritura”.

Ello conlleva percibir el texto como un “anónimo” objeto de placer, lo cual le permite al autor manipularlo como un cuerpo abierto, es decir, sin referentes, tal cual se observa en la obra de otros pensadores como Gilles Deleuze y Jacques Derrida, para quienes la crítica no explica el texto sino que repasa su estructura y el autor queda definido por ausencia. Algo que Deleuze desarrolló en los años setenta y ochenta en sus estudios sobre Spinoza (Spinoza. Philosophie pratique, 1970), Bacon (Francis Bacon. Logique de la sensation, 1981) y Michel Foucault (Foucault, 1986). Y Derrida consignó en sus textos sobre la cultura popular (L’archéologie du frivole, 1973), el arte (La Vérité en peinture, 1978) y el género epistolar (La carte postale. De Socrate à Freud et au-delà, 1980).

En este sentido, los Testimonios y la Autobiografía de Victoria Ocampo, se constituyen en documentos invalorables para seguirle el pulso al siglo XX, de la mano de una autora que conoció de primera mano a sus hacedores. De hecho la misma Virginia Woolf la había imaginado sobre la cubierta de un barco jugando tenis con alguien parecido al rey de España, José Ortega y Gasset la llamó “la Gioconda Austral”, André Malraux “reina de ningún país” y Ernest Ansermet “el Ritz de la inteligencia”.

La revista Sur, que en un continente donde la continuidad no existe, Ocampo fundó y se editó durante seis décadas, así como sus escritos, condensan la Historia con una inmediatez donde el lector atraviesa por las dos guerras mundiales, está con ella y Rabindranath Tagore tomando el té en su casa de San Isidro, caminando al lado de Paul Valéry mientras le muestra a este los vitrales de Notre-Dame, o compartiendo con presas comunes las cárceles del peronismo. El mismo Camus le aseguró que “sus mémoires constituyen una especie de monumento a todo lo que hubo de grande en nuestro tiempo”. Una verdad que, a la distancia de los años y el modo como parece haberse empequeñecido ese mismo tiempo, nos conmina a reflexionar sobre nuestro papel en él y sobre el futuro del autor, en este mundo de simulaciones controladas donde sobrevivimos.

 

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