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Jeronimo Alayon

¿Qué elegirás de mi autismo?

Los que me conocen saben que soy síndrome de Asperger, un tipo leve de autismo. Eso significa que mi cerebro se desarrolló de modo diferente al de la mayoría, por tanto, y admitiendo que —si bien todos somos diferentes y únicos— existen estándares de comportamiento, yo estoy fuera de canon. Por ejemplo, todo lo que involucre emociones y sentimientos me resulta complicado. No me percataría de que alguien se ha enamorado de mí ni estaría seguro de que determinadas expresiones sean declaraciones de amor o simples manifestaciones burocráticas y peregrinas de afecto. No tengo la capacidad de percibir esas sutilezas que otros varones de la especie cazan al vuelo.

Por si eso fuera poco, la gente puede tener la impresión de que soy poco empático porque ante determinados estímulos no reacciono como debería. Así, por ejemplo, cuando una amiga me llamó por videoconferencia para decirme que ya no era ella, sino él, y me dio su nuevo nombre masculino, respondí: «OK. Déjame actualizar mi libreta de contactos». Mi esposa, que estaba al lado y oyó todo, ¡puso ojos de merluzo! ¡Era la sobrina de una querida amiga! Ahora bien, ¿qué pasó conmigo? ¿No me impresioné? Pues sí, y mucho, pero no supe cómo reaccionar. Dentro de mí había un enjambre de emociones todas chocando entre sí, de modo que opté por lo más lógico y racional: anotar el nuevo nombre.

Alguna vez, también, en una funeraria le he dado al deudo una charla filosófica sobre la trascendencia y no se me ha ocurrido que la persona solo requería de mí un abrazo. Eso puede ser muy frustrante, pero en esos momentos entro en cortocircuito y todo es confuso. Admiro a las personas que pueden hablar de sus emociones como si fueran productos de un supermercado. Las mías son lo más parecido a un preescolar de sombras mutantes. Quiero decir en mi defensa que sí soy empático: puedo sentir en forma muy aguda el dolor o la alegría de otras personas e imaginar perfectamente cómo se sienten, pero solo con un inmenso esfuerzo logro ordenar eso en una casi tartamuda oración o en una acción coherentemente responsiva. Eso no me hace poco empático, sino torpe entendiéndome y comunicándome.

Y ahora que hablo de entenderme, prefiero francamente explicar Ser y tiempo, de Heidegger, o la Crítica de la razón pura, de Kant, antes de explicar un solo centímetro de mi alma. Soy el primer extraño que me consigo cada mañana al salir de la cama. A veces puedo tardar semanas sumido en un silencioso bache introspectivo antes de comprender finalmente qué me sucede. Nunca habría sido un corredor de bolsa porque habría arruinado a todos. No puedo tomar decisiones ipso facto. Necesito entender antes de hablar o actuar. En la universidad siempre fui el último en entregar los exámenes, pero el segundo de mi promoción.

Tampoco soy bueno con las instrucciones y los doble sentidos. Ambas cosas por mi literalidad. En la universidad, mi profesora de Literatura Francesa me pidió que escribiera un ensayo sobre Lancelot, de Chrétien de Troyes, y yo entendí que era sobre el personaje Lancelot, no sobre la obra de Troyes. Al cabo me colocó la máxima calificación y me dijo aquello de que «a fin de cuentas, las anfibologías existen, ¿verdad?». Yo estaba que rompía a llorar por la vergüenza. Y no digamos de la vez que solté una carcajada en plena misa porque fue cuando entendí un chiste de doble sentido que alguien había contado dos horas antes. No parecen cosas de alguien con un percentil de inteligencia de 95 %. A veces, ser inteligente solo es un accesorio inútil. Por eso he aprendido a valorar a las personas más por su corazón.

Ahora, cuál es la cara amable de mi autismo. Pues bien, si necesitas a alguien con habilidades abstractivas lógico-espaciales, estoy a la orden. Me encantan las filigranas de la abstracción filosófica y ordenar el equipaje en el maletero del auto. Yo sería feliz si un día pudiera atrapar en un frasco de formol un noúmeno (cosa imposible) o si lograra meter toda mi casa en una caja de zapatos. Por eso será que me fascinan Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, ambas de Lewis Carroll, y me apasionan los juegos de disrupciones lógicas en los que se rompen las seguridades de tiempo y espacio.

Como tengo trastorno sensorial, puedo oír, ver, oler, sentir y degustar sensaciones que los demás usualmente no pueden. Así que cuando estudiaba electrónica, siendo adolescente, en una práctica de laboratorio el tubo de rayos catódicos de un televisor no encendía, pero yo pude asegurar que la falla no provenía de un flyback dañado porque podía oír nítidamente el zumbido de sus 15.625 Hz. El profesor no me creyó y metió un destornillador debajo del chupón del conector. ¡Pobrecito! Ese día supo lo que son aproximadamente 30.000 voltios de descarga. Puedo escuchar cosas maravillosas como el sonido de una bombilla incandescente, el canto más agudo del colibrí, un espectro de ocho a diez cantos distintos de grillos, el caminar de una cucaracha sobre la alfombra, y conectar todo eso con Novalis, Einstein o Platón.

También puedo sentir cuando un mosquito se posa sobre mi brazo, distinguir dos o tres aromas o sabores distintos en un helado de chocolate o ver sin dificultad en la más cerrada noche. Mi piel puede parecer a veces estar en carne viva de lo sensible que es, pues puedo sentir una etiqueta como si fuera un bisturí. Nunca he podido resistir las cosquillas. Todo eso puede ser bueno en unos casos, pero también favorece mi colapso sensorial, y entonces las cosas se pueden poner algo difíciles, pero si empleo toda esa hipersensibilidad sensorial para dirigirla hacia mi sensibilidad espiritual, puedo entonces escribir poesía.

Yo podría pasar horas embelesado escuchándote si consigues cautivar mi atención o hablar hasta por los codos de cosas insólitas. Si necesitas a alguien para ordenar algo, soy muy bueno identificando patrones. Y si tienes un problema y quieres hablar, casi nunca te diré que no. Soy feliz ayudando. Eso sí, no sé mentir (me parece estúpido y complicado). Odio las mentiras y a los embusteros. Por tanto, si me preguntas algo, callaré o diré la verdad, pero nunca seré diplomático. Así que es mejor que no me preguntes qué me parece tu espantosa camisa ocre.

Y si quieres ser mi amigo, seré un amigo fiel durante décadas, solo si eres buena persona y no me haces daño. Claro, tendrás que aceptar que sea distante porque así funciono en mi justo equilibrio. Pero, a pesar de mi distancia, que solo busca protegerte de mis saturaciones y colapsos, te querré inmensamente…

Ahora, ¿qué elegirás de mi autismo? Solo te pediré una cosa: no me juzgues ni quieras que actúes como lo harías tú ni me mires con miedo o lástima. Estoy cansado de eso. Solo acéptame con inteligencia y, si puedes, con amor…

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