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El pulso de la actualidad desde el teatro neoyorkino

Nada como el teatro para seguirle el pulso a los acontecimientos que marcaron el devenir de la nación durante el año electoral. Y quizás el episodio más distintivo resultó ser la intervención de Brandon Victor Dixon, el actor afroamericano que interpretó al tercer vicepresidente de los Estados Unidos, Aaron Burr, en el musical Hamilton de Lin-Manuel Miranda, conminando al actual vicepresidente, Mike Pence, sentado esa noche entre el público, a reconocer la importancia de la diversidad racial y de los inmigrantes en el desarrollo del país.

Esta ha sido una preocupación haciéndose también eco en otras salas de la ciudad, de la mano de actores, autores y directores, como Ivo van Hove —The Crucible de Arthur Miller y Kings of War de William Shakespeare—, Richard Nelson —The Gabriels del mismo Nelson— y Declan Donnellan —The Winter’s Tale también de Shakespeare. Obras todas donde la pregunta es, justamente, cómo lidiar con la ignorancia, el miedo y el resentimiento, que los populismos y absolutismos explotan a su favor para hacerse con el poder e imponer sus dogmas.

Lo divisivo de las últimas elecciones, donde el nuevo presidente ha obtenido dicho poder explotando el discurso del odio para enfrentar a la población, espejea las arengas tristemente célebres de otros gobernantes que solo dejaron a su paso ruina y destrucción. Kings of War, visto en el Harvey Theater como parte del Next Wave Festival de la Brooklyn Academy of Music (BAM), resultó ser en este sentido premonitorio y un extraordinario tour de force del Toneelgroep Amsterdam, para revisitar la trilogía del terror inglés compuesta por  Henry V, Henry VI y Richard III.

Desde la Guerra de los Cien Años con Francia, pasando por la Guerra de las Rosas y la multitud de rebeliones y conspiraciones, en una época de gran violencia para Inglaterra y el resto de Europa, la versión de Van Hove trasladó la acción a nuestra contemporaneidad, en un guiño a los eventos que van a marcar los destinos de la cultura anglosajona a ambos lados del Atlántico en el tiempo por venir: la ruptura del Reino Unido con la Comunidad Económica Europea y el ascenso de Donald Trump a la Casa Blanca.

El uso de grandes pantallas dables de amplificar los gestos en primer plano de los protagonistas, vestidos como soldados del mundo corporativo, permitió al espectador detallar la inextricable simbiosis entre poder político y económico, en su afán por mantener subyugados a quienes se hallan marginados de ambos discursos. Una certeza que se agudizó con el performance de los intérpretes de aquellos reyes, sin remordimientos a la hora de falsear la realidad y asesinar a sus rivales para legitimar su soberanía.

Formas más sutiles pero igualmente peligrosas de proceder, se desprendieron a su vez de la acertada dirección, donde Van Hove hizo excelente uso de la doble arena, la de la guerra y la de la escena misma, creando un espacio claustrofóbico, como un bunker, donde se desenvolvía la acción ante el espectador, y una serie de pasillos del otro lado de la escena donde se acumulaban las víctimas del horror, y a los cuales solo podía accederse desde la pantalla. Con ello Van Hove construyó una alegoría de lo público y lo privado, de lo que se ve y lo que se esconde, propio de las épocas turbias del devenir histórico de las naciones. En sus palabras: “Quería traer a la escena los pormenores de una sociedad gobernada por el miedo, y cómo ese miedo afecta a la gente hasta llevarla a culpar al otro de su infelicidad, tal cual ha ocurrido en la reciente elección estadounidense”.

Dentro de esta tónica, The Gabriels, para el Public Theater ha sido una obra visionaria, en su seguimiento en tiempo real de una familia típica del suburbio neoyorkino durante el año electoral. Aquí sus problemas familiares, sociales y económicos fueron observados bajo la óptica de la carrera presidencial, llevando a sus integrantes a identificarse con los candidatos, dependiendo de sus propios temores y ansiedades con respecto al futuro. Ello cual alegoría de la profunda escisión de la sociedad norteamericana expuesta a lo largo de la campaña, donde se han revelado en toda su miseria las divisiones aparentemente irreconciliables entre liberales y conservadores, ciudadanos y campesinos, educados e ignorantes, privilegiados y desclasados.

La obra acudió a la nostalgia, propia de la generación que hoy frisa la setentena, por épocas anteriores cuando la sociedad norteamericana parecía ser mucho más simple y directa. Esto, obviamente, para la población blanca que entonces ocupaba todos los espacios y no se sentía “amenazada” por la inmigración proveniente de áreas menos favorecidas del planeta. Acudir al viejo recetario de Betty Crocker con el cual crecieron, a los primeros logros del movimiento feminista de los años sesenta, a los discursos de “buenos” contra “malos” propio de la Guerra Fría, resultaron ser algunas de las estrategias utilizadas por el grupo para cobijarse contra la maquinaria republicana dirigida por un presidente que parece llevar al país, cual “Titanic”, directo al iceberg.

El “esto también pasará”, reiterado por los personajes, apuntó consecuentemente hacia un conformismo, intrínseco a las colectividades viviendo en estado de emergencia permanente, que está infiltrándose también en la norteamericana, hasta ahora creyéndose a salvo de los absolutismos estigmatizando a gran parte del mundo. La preocupación de los distintos caracteres, en cuanto a la resistencia de las instituciones democráticas contra los embates del populismo corporativo perfilándose para los cuatro años siguientes, igualmente condensó el desasosiego percibido en las discusiones de café, las salas de estar, los medios de comunicación y las aulas académicas de los sectores liberales de la nación.

The Winter’s Tale, por su parte, bajo la aparente ligereza del argumento, denunció los peligros que las fuerzas perniciosas e intrigantes tienen para los colectivos, tergiversando la realidad, esparciendo falsedades y aprovechándose del atraso de los más relegados para alcanzar sus objetivos. En la producción del Cheek by Jowl londinense, la acción también se transpuso al momento presente, trayendo resonancias de las preocupaciones contemporáneas, donde tales peligros se han vuelto cada vez más apremiantes.

La iluminación privilegió los colores fríos para acentuar la aridez del entorno, y una minimalista puesta en escena utilizó paneles móviles, cajas y cajones que contenían, ocultaban o exponían indistintamente, la intemperie emocional de caracteres buscando en sus gobernantes una protección inútil, pues tras las tormentas y decepciones quedarían todavía más desasistidos. “Comprendo el negocio: mantener el oído atento, la vista rápida y la mano ágil para vaciar los bolsillos de la gente. Un buen olfato es igualmente necesario para oler el botín. Veo que esta es la época donde quien triunfe será el hombre más injusto”, apunta uno de los personajes, haciendo aún más punzantes las conjunciones con el momento presente.

Battlefield en producción del Théâtre des Bouffes du Nord de París bajo la dirección de Peter Brook, trajo a las tablas neoyorkinas la pluralidad de voces otras, que tan amenazadoras resultan para los fascismos del siglo XXI, a partir de las leyendas épicas del Mahabharata, basadas en la guerra a muerte entre dos clanes enemigos que no solo destruyen a ambas familias, sino sumergen en el oscurantismo al territorio entero. Una épica para esta contemporaneidad entonces realizada con gran economía de recursos, a diferencia del mismo Mahabharata, presentado por Brook en Nueva York a fines de los ochenta, donde a lo largo de siete horas numerosos actores dieron vida a los personajes de las leyendas.

Aquí cuatro caracteres y un músico hicieron uso de muy pocos elementos, pero utilizados con gran efectividad, para reflexionar acerca de las extremas consecuencias del odio, implantado por los poderosos en la memoria de los pueblos, arruinándolos en el largo plazo, pues renace con mayor virulencia en cada generación; una certeza aceptada con más resignación que combatividad por la gran mayoría, lo cual impide romper el ciclo de injusticias y desafueros donde se hallan inmersos. De la mano de este director, maderas y tejidos cobraron vida como alegorías de la existencia y la muerte con solo volcarlos sobre la escena, extenderlos ante los personajes o cubrirse con ellos para buscar refugio ante tanta intemperie.

No extraña entonces que lo cíclico de las catástrofes se mantenga inamovible al paso del tiempo, dada la reiteración con la cual el ser humano cae en los mismos vicios y repite idénticos errores, negándose a aprender de ellos, cual si solo existiese un ilimitado presente. Una certeza, que Peter Brook reiteró con esta pieza, pues para él “lo que importa es que todo esté en el presente. Uno no mira hacia atrás con nostalgia, porque el pasado, para bien o para mal, vuelve a renacer con cada nuevo presente”.

Memory Rings de Jessica Grindstaff para el Phantom Limb Company neoyorkino, condensó algunas de estas preocupaciones, acudiendo a la naturaleza y, dentro de ella, a la reflexión sobre el papel del individuo en el ecosistema, tomando como referencia uno de los árboles más longevos del mundo: un pino californiano de 5000 años de antigüedad. A partir de los círculos concéntricos dibujados en su tronco, los personajes, representados por actores y marionetas, fueron desbrozando el camino, limpiando impurezas y despejando claros en la vegetación, que pareciera cerrarse sobre nosotros impidiéndonos ver más allá de nuestras más apremiantes urgencias.

Paralelamente, la pieza buscó crear conciencia en torno a la destrucción del medio ambiente, el calentamiento global y la contaminación marina, utilizando proyecciones digitales superpuestas a las figuras, a fin de acentuar los males que aquejan al planeta y recaen en sus habitantes. El escenario, donde actores metamorfoseados en animales y muñecos personificando leyendas populares dialogaban, le permitió a la directora repasar algunas de las catástrofes climatológicas recientes y crear un tapiz de la biodiversidad, recreando lugares hoy amenazados por la extinción. Ello con la idea de generar conciencia y llevarnos a escuchar al entorno, a pesar de los oídos sordos de tantos gobernantes, entre ellos el nuevo presidente norteamericano, que no creen en el amenazador cataclismo cerniéndose sobre la Tierra.

El director canadiense Robert Lepage, quien en producciones multimedia como The Seven Streams of the River Ota, Tectonic Plates y The Far Side of the Moon ya había abordado estos asuntos, presentó en el Metropolitan Opera su versión de L’Amour de loin de la dramaturga y compositora finlandesa Kaija Saariaho. Para ello creó una superficie, constituida por luces electromagnéticas formando un enorme tapiz puesto a cubrir la escena y parte del foso de la orquesta, con la intención de simular un océano en movimiento del cual emergían los coros, y sobre el que los cantantes, actores y bailarines recrearon leyendas medievales de trovadores y juglares. Las luchas durante el tiempo de las cruzadas aludieron a la relación entre Oriente y Occidente, pudiendo perfectamente trasvasarse a las tensiones contemporáneas producto de las guerras, el terrorismo y las migraciones masivas.

El cambiante registro de colores y movimientos del tapiz marino hechizó a la audiencia, provocando un efecto relajante que concentró la atención sobre los caracteres, igualmente sumergidos en los juegos de luces del montaje, en tanto deshilaban enfrentamientos, encuentros y desencuentros. Según el director: “El montaje dramático es muy lento y contemplativo. Mi meta era hipnotizar al espectador utilizando una tecnología sumamente envolvente”.

Efectivamente, las particularidades del montaje fueron fundamentales en la percepción de la producción en su conjunto. Algo que Lepage, junto con Robert Wilson, ha llevado a niveles de gran excelsitud, influenciando la manera de ver y percibir de los espectáculos donde estos dos geniales artistas se han involucrado.

De hecho Wilson, en colaboración con el legendario bailarín y coreógrafo Mikhail Baryshnikov, le dio vida a los Diarios del también legendario Vaslav Nijinsky, quien revolucionó la danza moderna desde su debut con los Ballets Rusos en París a principios del pasado siglo, hasta su realización de “Le Sacre du Printemps” con música de Igor Stravinsky. Poco después, sin embargo, caería en la esquizofrenia que lo confinó en un sanatorio de por vida.

Fue justamente en aquel encierro donde escribió los Diarios, extractos de los cuales Wilson y Baryshnikov seleccionaron en el espectáculo unipersonal Letter to a Man para BAM. Aquí el diálogo entre estas dos grandes figuras de la danza, tuvo en la mise-en-scène de Wilson su expresión más certera. Esto sin olvidar la importancia del empresario Serge Diaghilev, a quien va dirigida la “carta”, descubridor y amante de Nijinsky, hasta que este lo abandonó por quien sería su esposa y lo cuidaría por el resto de sus días.

El maquillaje blanco de Baryshnikov como una máscara de payaso o arlequín, espejeando probablemente el ballet “Petrushka” compuesto para Nijinsky, creó la conexión temporal entre ambos artistas, además de espejear el efecto dramático del texto. Un texto a todas vistas inconexo, dado el estado de delirio en el cual fue escrito, pero que guarda chispazos geniales de sentido de los cuales su hacedor no debía estar consciente, y que calca el estilo de escritura automática preconizado por el movimiento surrealista.

Recriminaciones, declaraciones, amenazas, agonías, visibles en el lenguaje escrito, fueron trasladadas con gran verosimilitud al lenguaje de la danza y el teatro por el binomio Wilson-Baryshnikov. La escena simulando un teatro de variedades al estilo de los de la Belle Époque, y una iluminación privilegiando los colores fríos, contribuyeron a crear la sensación de desmoralización e impotencia que debió sentir Nijinsky en sus momentos de lucidez, mostrando una vez más el poder del arte para enfrentar las adversidades, tanto personales e íntimas como universales y públicas, que esta y otras obras de la cartelera neoyorkina han brindado al público asistente.

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