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Psicoanálisis y totalitarismo

Como paralelas que chocan, como una furiosa expansión de aquella combinación surrealista de máquina de coser en la mesa de disección, los términos más alejados se cruzan en esta cultura que ha movido todos los archivos. Sabíamos que la honda reflexión freudiana no era compatible con pasiones sociales absolutistas, psicoanálisis y totalitarismo proceden de orbes distintos. Vale la pena indagar si son antinómicos, como habían presumido sus orígenes.

Las visiones ideológicas procuran la síntesis, la unificación cerrada de sus delirios, mientras el psicoanálisis procura el análisis, la dispersión de fragmentos en el abismo del inconsciente. No era solamente pasional la adherencia de Jung al nazismo y la confrontación con Freud, el enfoque teórico era organizador fundamental de la diferencia. Se trataba en un caso de atravesar la libre asociación con la atención flotante, en el otro de encontrar siluetas preformadas afines a la mística y los viajes espirituales. Aquel tiempo promovía esas encrucijadas, derroteros con distintos “adentros” para un afuera en radical conflicto. Esa exaltación subjetiva es afín a otras, de ahí que grandes poetas hayan sido atraídos por la reciedumbre fascista o estalinista y no pocos pensadores de fuste hayan gravitado sobre similares atmósferas embriagantes. Esas posiciones, incluso abstractas, no eran ajenas a la lucha política. En varias décadas del pasado siglo, un sobrino de Freud, residente en EEUU, usó sus ideas para asesoramientos económicos y políticos (fue considerado el inventor de las relaciones públicas y la publicidad moderna). Había implementado categorías freudianas para sostener muchas de sus estrategias manipuladoras del mercado, pero paradójicamente fue Goebbels quien tomo provecho de estas. La práctica freudiana estaba alejada de esa aplicación utilitaria, pero su influencia no era desconocida. Los estudios de G Bateson durante la Segunda Guerra ilustraron que el cine nazi empleaba en su propaganda apelaciones al inconsciente basadas en la psicología profunda, con muchas premisas de Freud y Jung, mientras el cine complementario norteamericano se desplegaba sobre un enfoque asociativo que adjetivaba con claridad dicotómica (ropa, rostro, lenguaje, ideas, modales que apuntaban a japoneses sinuosos y alemanes estrafalarios). El primer método era mucho más eficiente y complejo, como lo prueba el poder simbólico del cine de Lenny Riefensthal.

La necesidad de manejar grandes masas, con la carga detonante del imaginario íntimo, hizo de las ciencias de la mente un recurso ineludible de los procesos totalitarios. Desde acusar de “locos” a los desviados ideológicos, hasta el uso de propaganda subliminal o torturas psicológicas, la dimensión psíquica siempre estuvo presente en estos regímenes. Al contrario, la práctica del psicoanálisis, orientada al análisis en vez de la síntesis, su tendencia a remover identidades y cristalizaciones imaginarias, no es compatible con el anhelo de certeza que requieren las pasiones colectivas. No obstante, la demanda de un alma acompañante de ficciones embanderadas siempre había reclamado el uso de adivinos y hechiceros, augures que estudiasen la ceniza y la bosta del búfalo de los políticos. Y en especial que exorcicen el buen sentido y legitimen las crueldades. Un psiquiatra fue el lucido y eficaz verdugo mayor de los Balcanes, también lo fue el maquiavélico secuestrador del pueblo venezolano, Jorge Rodríguez, émulo del espiritual terapeuta de Chávez, psicólogo rector de la universidad, Edmundo Chirinos (galante violador, candidato a presidente y asesino) ; con pasión y destreza similar, pero sin título, otro de esos trujamanes del alma fue el “brujo” López Rega, asesor afectivo de Perón. Oportunamente, estos corsarios del espíritu suelen aletear por las grandes hecatombes sociales, como si adivinasen que las manipulaciones colectivas siempre precisan un andamiaje para la interioridad: el susurro malévolo de Lopez Rega, con órdenes de aniquilación, la exculpación de la limpieza étnica por la sabiduría de un psiquiatra criminal, la justificación patológica de los trucos infames, dictada por el odio cultivado del psiquiatra Rodríguez y su hermana desalmada, son testimonios de esta tarea.

En plena confrontación de la guerrilla argentina con el régimen militar, a pesar de la cantidad de psicoanalistas de izquierda, y del ataque de la católica dictadura al “disolvente” psicoanálisis, no hubo tratamientos de pacientes militantes. La razón era simple, el tratamiento psicoanalítico interroga, precisa resquebrajar las certezas, licuar ilusiones y permitir el flujo de dudas que un militante no puede permitirse. Excepto en formulaciones ideológicas de algunos psicoanalistas, el psicoanálisis en su práctica rigurosa parece inmune a las alianzas políticas mediante su práctica. Esclarecer no es adoctrinar.

La tentación de todas las tendencias totalitarias es envolver la subjetividad con “sentidos”, capturar el capital sentimental privado en las redes de la pasión pública. Pero pese a los aportes teóricos para fundir las especulaciones ideológicas con las psicoanalíticas, la práctica resiste esa deformación. La escucha y la información de la sesión requieren un delicado tercer oído y una presencia no compatible con ninguna partitura discursiva previa. Los notables trabajos de León Rozitchner para fundir marxismo y psicoanálisis no tienen derivaciones clínicas, las observaciones Lacanianas de Laclau con respecto al populismo, tienen peso para los que ya siguen esas pasiones, pero carecen de todo fundamento psicoanalítico riguroso. El psicoanálisis marxista es un invento argentino, como el dulce de leche, y tiene su misma relevancia. Los intentos franceses al respecto tampoco fueron más lejos ni mejor que las torsiones de Sartre. La diferencia no se puede surcar si el psicoanálisis mantiene clínicamente su definición esencial de escuchar la infinita particularidad.

Los estudios de Bernstein o de Reich, en tiempos clásicos del psicoanálisis, persuadieron del potencial libertario de las pulsiones, pero no previeron su dimensión destructiva. Por su parte, el análisis de Erich Fromm sobre el carácter totalitario, que tiene tanta afinidad con el de Sartre, indica las secuelas del debate político en el dilema existencial, pero no indica fuera de ese análisis ninguna incidencia clínica sobre el tema. La mayor comprensión de la sociedad no ayuda necesariamente a administrarla, ya que su funcionamiento e instituciones requieren mitos y construcciones imaginarias que consoliden la conducta colectiva de cualquier tipo. El psicoanálisis si es riguroso, solamente puede dar un paso al costado. Probablemente, esta imposibilidad de la clínica psicoanalítica es su mayor virtud. La constante reinvención para destrancar el juego imaginario es una apertura a lo desconocido de cada sujeto. Esa vocación es anti totalitaria.

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