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A propósito de la crónica latinoamericana actual y Darío Jaramillo

Nuestro querido y denostado Diccionario de la Real Academia Española define la crónica como: “Del lat. chronĭca, y este del gr. χρονικά [βιβλία], [libros] en que se refieren los sucesos por orden del tiempo. 1. f. Historia en que se observa el orden de los tiempos. 2. f. Artículo periodístico o información radiofónica o televisiva sobre temas de actualidad”. Lo que nos interesa según nuestros amigos de la Academia, es que es un artículo periodístico. Ese artículo, ese ensayo trabaja con la palabra y sus formas pero no puede traicionar lo que sí traiciona la literatura que es el apego a la realidad.  Un cronista puede tener un estilo escritural determinado, puede encantar o aburrir a sus lectores, puede convertirse en un autor de culto y que sus artículos pasen de mano en mano, o que mismos artículos logren abultar el número de seguidores en twitter. Lo que nunca podrá hacer ese cronista es desvincularse de la realidad.

Hoy en día, entre los lectores hispanohablantes se ha puesto muy de moda la crónica.  Parece ser un oficio especial. Le pasa lo que le sucede a los chefs o a los diyéis. Hace algunos años alguien que se declarase diyéi de profesión era mirado como un aspirante a John Travolta de discoteca o un simple acomodador de fiestas, una figura como ese ejemplar pasado de moda que tocaba el órgano en los bailes y empeñaba desde un vals, un joropo o un breakdance. Nuestros días le otorgan a esta profesión una importancia raigal y ecuménica: los diyéis aspiran secularmente a ser tan renombrados como Paris Hilton o Lady Gaga y a aparecer en las primeras planas de los diarios. Los chefs han saltado de los fogones a encartados de de lujo con hojas perfumadas. Hay quienes sostienen que el oficio del cronista apareja una epifanía, una revelación especial.  Se me ocurre nombrar a dos escritores estadounidenses que han cultivado la crónica: Irving Wallace y Tom Wolfe. Los dos han escrito en el New Yorker, una de las revistas más emblemáticas del reportaje inteligente. Ambos son autores literarios pero han visto su carrera desde la integralidad de la escritura: en unos casos en clave de ficción y en otros de no ficción. Tienen esos compartimientos muy definidos porque la crónica, la no ficción, trabaja con el tiempo, establece un elemento de vinculación con lo real, se somete a lo actual, o por lo menos con lo que guarda relaciones con lo actual. Cuando han escrito literatura, lo pueden hacer pactando con la realidad o subvirtiéndola, haciéndola añicos porque la ficción es una invención, algo distinto de la realidad aunque parta de ella. Nuestros amigos Wallace y Wolfe, no han hecho de sus crónicas un pasaporte para que se los privilegie por algo en particular.  No solicitan incienso ni bengalas para el altar. Mi amigo el escritor Armando Coll ha dicho en algún otro trabajo que la única obra literaria de no ficción que agota el género, es A sangre fría de Truman Capote, por cierto a partir de la cual a Capote se le secaron las tintas. Podemos seguir o no a Coll en su apreciación pero lo cierto es que vincular la literatura, el hecho literario, a la no ficción estrictamente es un hecho sumamente difícil por no decir imposible ya que a la literatura le molesta, no le ciñe el corsé de la realidad y por eso se dedica a inventar con o sin pudores. Nuevamente quiero definir los planos discursivos de este ensayo, para que no nos perdamos en estos resbalosos reductos de la ficción y la no ficción: la literatura es la literatura y la crónica es la crónica, lo que equivale a decir que la primera habita su realidad no real mientras que la crónica tiene su domicilio en su realidad real. Se trata en estos dos casos de realizaciones escriturales adelantadas por escritores.

Acaba de ser publicada una antología de crónica latinoamericana actual. Lleva el sello de Alfaguara. Es la Antología de crónica latinoamericana actual. El antólogo es el escritor y académico colombiano Darío Jaramillo Agudelo. La misma incluye una serie de cronistas o escritores como Jaime Bedoya, Martín Caparrós, Leila Guerriero, Juan Villoro, Mario Jursich, Alberto Salcedo Ramos, entre muchos otros. A Venezuela la representan Boris Muñoz, Liza López y Sergio Dahbar. La primera parte, “Los cronistas escriben sus crónicas”, es de lectura más que recomendable, por sus extraordinarios y amenísimos textos. El aburrimiento no figura ni como colado. La selección es inobjetable. El problema de este libro es su prólogo y algunas posiciones de los propios cronistas al definir su oficio. La bofetada que recibimos es la frase inicial del editor: “La crónica periodística es la prosa narrativa de más apasionante lectura y mejor escrita hoy en día en Latinoamérica”. La bruja de Blancanieves al menos le preguntaba al espejo quién era la más bella. Nuestro antólogo es quien le da instrucciones al espejo. Como plato de entrada, es intolerable una afirmación de esta desproporción. Pero, superado ese subjetivismo aleccionador continuamos la lectura y su autor nos dice que esta crónica, que se apoya en lo Nuevo, como quien abjura de todo pasado, representa “un nuevo auge”, “cambia el modelo de lector”, el “arquetipo de lectura”, “las técnicas de los escritores”. Pero toda esa novedad de definiciones teóricas termina abollada cuando avecinda esta frase: “Los cronistas latinoamericanos de hoy encontraron la manera de hacer arte sin necesidad de inventar nada”. Entonces si no se inventó nada, ¿cómo quedan el “nuevo auge, el nuevo modelo de lector, la técnica diferente, el arquetipo de lectura”? De allí Jaramillo comienza a buscarle pleito a los escritores de ficción y parangona que literatura y crónica sean una sola familia. Citando a Albert Chillón hace suya la frase de que “el confinamiento de la literatura al ámbito exclusivo de la ficción es insostenible”.  Enseguida volvemos a la frase latigada del principio en que se refiere a la crónica periodística y nos preguntamos: ¿Finalmente es literatura o es periodismo? A este respecto, Papa Hemingway, quien pasó por la redacción del Toronto Star decía que un escritor debía trabajar por un tiempo en la redacción de un periódico para luego olvidarla. Pero entonces Jaramillo Agudelo nos habla de un curioso injerto: el periodismo literario, que es el de la crónica, que es el nuevo periodismo que abjura de eso tan detestable, fatigoso y castrante que es el periodismo de todos los días. También coincide con una frase de Mark Kramer por la que “los periodistas literarios son más fidedignos que los periodistas de noticias”. De modo que estos periodistas literarios según defiende Jaramillo son mucho más apegados a la realidad con lo que subvierte el espíritu de la literatura y su aventurerismo ficcional. Enfila su batería de municiones contra los diarios y sitúa a estos cronistas o periodistas literarios a salvo de las urgencias del tiempo, a pesar de ser cronistas, encerrados en una suerte de Yasnaia Poliana personal, un vanguardista bateau-lavoir redactando unos textos muy fidedignos a los que llama literatura y que tardan semanas o meses en poderse escribir.

Esto constituye uno de sus mejores argumentos para despreciar al periodismo convencional, al que equipara a una cárcel, y dentro de cuyos barrotes hay que ceñirse a la prisa de la entrega. Cita a muchos para apoyar su prédica, entre ellos a Julio Villanueva Chang cuando generaliza que “el trabajo de un reportero de diario suele ser un tour sin tiempo para el azar ni la reflexión…No hay noticias, sólo comunicados”. Esta afirmación no puede ser más que una irritante nadería. Para mayores señas, concluye que la crónica es política y sobra decir que entonces esta nueva literatura de los cronistas resulta un arte comprometido. Y no obstante que Jaramillo se refiere a la crónica como la mejor de las artes escriturales, fidedigna y realista, cae en su propia trampa cuando expresa que “el arquetipo ya no es la noticia sino lo asombroso”.  Algunos de los cronistas de Indias se dejaban atropellar también por el asombro y se dedicaban a la pura invención. Hoy habrían trabajado para los diarios amarillistas o para Hollywood. Los cronistas según Jaramillo son unos tipos especiales, héroes de su tiempo, una suerte de cools, de vaqueros perdonavidas con su nueva narrativa periodística latinoamericana que curiosamente desprecian el periodismo rutinario y se refugian en las playas exclusivas de las revistas del género como El malpensante, Etiqueta Negra, Gatopardo y otros clubes de entrada restringida y socios VIP.  En su artículo de definición del oficio, Alberto Salcedo Ramos comete esta frase: “Hay todavía muchos escritores de ficción convencidos que quienes escriben no ficción son indignos del calificativo de escritores”. La pelea sigue, como vemos, y es estéril, carente de interés y bastante aburrida por cierto, ya que a Jaramillo le acosa el tema del aburrimiento. No dejo de recomendar sin embargo esta magnífica compilación a pesar de su muy poco asombroso prólogo. A veces no hay peor consejero que el intérprete, el defensor.  Traigo a colación a Pau Arenós, un rabioso catalán que como abogado defensor de  la cocina de Ferrán Adriá habla de un renacimiento gastronómico, de una edad de oro,  y en medio de su tirria irracional tilda a los extranjeros de bárbaros especialmente a los franceses que “ahora pagan los destrozos”. No me defiendas, compadre o Con amigos así, para que enemigos, afirman los refranes de nuestra hispanidad.

La mayor parte de los escritores que cultivan la ficción también lo hacen con la no ficción en forma de ensayos, crónicas, artículos periodísticos. Uno de los escritores más ficcionales de la España del siglo XX, Álvaro Cunqueiro, se asomaba semanalmente al periódico El Faro de Vigo y nunca elevó esa caprichosa acusación que menciona Salcedo. Qué decir de Mario Vargas Llosa, inventor de notables mentiras literarias y articulista de El País de España. Del lado de los escritores de ficción no existe ese problema, visto en su generalidad. Los escritores de No Ficción son tan escritores como los de Ficción, y de acuerdo a Jaramillo hasta más escritores son. Se trata de escritores asomados a diferentes abismos. Lo que no podemos admitir, o al menos yo no puedo admitir, dicho así en primera persona como alardea Jaramillo de la primera persona, es que a la literatura la integren forzosa y exclusivamente al circuito de la realidad porque ninguna crónica por “más apasionante lectura y mejor escrita” de que disponga,  puede tener la capacidad y mucho menos la arrogancia de reducirla a un asunto meramente fidedigno.

 

 

 

 

 

 

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