El Evangelio de San Juan comienza afirmando que, en el principio, era el Verbo. Es una paráfrasis de los primeros capítulos del Génesis. La afirmación joánica es susceptible de entenderse en un sentido no teológico si se la considera al modo de Benjamin: aprovechando la imagen bíblica como un lugar que, “en la medida en la que se la considera como Revelación, debe necesariamente desarrollar los hechos lingüísticos elementales”. La Escritura es escena en la que se busca “indagar lo que resulta del texto bíblico en relación con la naturaleza de la lengua misma ”, como explica el autor en Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los hombres. Sin embargo, el hecho de que la palabra Revelación suene familiar no quiere decir que, anexa a esta familiaridad, coexista una capacidad para definir el significado de la palabra .
La dificultad primera, señala Agamben, estriba en la heterogeneidad entre razón y Revelación: si la revelación ha de entenderse como la transmisión de algún contenido en particular, el lenguaje y la razón humana podrían aún alcanzarlo por su propio brazo. Lo que la Revelación ha de mostrar, luego, ha de ser un algo “no sólo que no podamos conocer sin la Revelación, sino que condicione la misma posibilidad del conocimiento en general ”. Cuando los teólogos cristianos señalan que la Revelación no es algo distinto a la persona misma de Cristo –el Verbo divino en tanto encarnación-, o los teólogos judíos afirman que la revelación de Dios es Su Nombre, se entiende que el misterio que la Revelación descubre no es un evento lingüístico determinado, ni un metalenguaje primero. Si las tradiciones teológicas tienen razón al señalar que la heterogeneidad acusada entre el ámbito que es propio de la Revelación y la esfera de acción de la razón imposibilita entender la primera como una serie de proposiciones lingüísticas acerca del hombre, del mundo o de Dios, entonces la verdad de la Revelación, continúa Agamben, es, “en cambio, una verdad que concierne al lenguaje en sí mismo, el mismo hecho de que el lenguaje (y, por consiguiente, el conocimiento) existe ”. Lo revelado es el hecho de que los hombres ven el mundo en el lenguaje, pero no pueden ver al lenguaje mismo: “en verdad eres un Dios escondido”, comenta el profeta Isaías después de la teofanía. Imaginar un afuera del lenguaje sólo puede estar referido, con mucho, al hecho de que el lenguaje existe, de que existe tal cosa como una plena potencialidad lingüística sin actualización de contenidos específicos. Esto no es, en absoluto, un afuera. En todo caso, ese afuera debe entenderse como un como si: como si hubiese un afuera del lenguaje, en tanto entendido exclusivamente como transmisión de contenidos. Agamben cita a Wittgenstein, en este caso: “no dice nada de cómo es el mundo, pero en cambio revela que el mundo es, que el lenguaje existe ”. Este Verbo que está al principio, como condición de posibilidad de toda actualización de significado (y por el que todo fue hecho), no es él mismo un evento del lenguaje portador de significado particular alguno. Esta absoluta presuposición no presupone nada salvo a sí misma; se revela como paradoja: carente de significaciones, por una parte, y como potencia absoluta, contentiva de todo significado, por la otra. Las teorías expresivistas del lenguaje –Heidegger, Benjamin- aparecen ahora dotadas no de un horizonte teológico, sino plenamente lingüístico. Esta perspectiva puede contenerse, quizá con toda fidelidad, en la frase de Wittgenstein que señala que el hombre está enclavado en el universo lingüístico como un ojo en su campo visual (una formulación posterior a lo que Hume diría, precisamente, sobre la fe: aquello que no puede verse pero que hace posible la vista). Allí donde calla la palabra no se levanta el espacio de lo indecible, sino que palpita la plena potencia de lo que puede ser dicho. El fundamento del lenguaje, lo revelado, funciona paradojalmente. No es ni horizonte –al modo de los hermeneutas- ni metalenguaje –al modo del positivismo lógico-.
No advertir la paradoja es desconocer un plano del lenguaje heterogéneo al de la sola significación. Sin embargo, cabe la pregunta: ¿qué tipo de praxis puede desprenderse de la idea de un lenguaje no significativo? ¿qué tipo de hábito lingüístico implica? Más aún: ¿puede, en todo caso, haber praxis de un lenguaje no consistente en eventos determinados de significado? Aquí las respuestas funcionan también paradójicamente, de haber alguna. Entender el lenguaje como representación –como desdoblamiento de lo viviente en una instancia distinta a la del viviente mismo- desatiende la posibilidad de que el lenguaje sea, más bien, presencia lingüística de las cosas, que el hombre advierte en tanto ser semántico, y que las cosas mantengan también entre ellas una comunidad independiente del hombre, un sistema de analogías fundadas en el hecho de que proceden del mismo lugar –el mundo en tanto naturaleza, el mundo en tanto acción del hombre sobre la naturaleza-.