La primera novela de este escritor catalán, publicada en 1975, constituye una excepción singular y asombrosa dentro del panorama literario español de su época. Más adelante se convertirá en la novela emblemática de la transición cultural española por tratarse del primer y máximo ejemplo de postmodernidad literaria en lengua castellana. Y ahora, hace nada, Mendoza ha recibido el premio Cervantes, muy merecidamente. ¿Qué hace de La verdad sobre el caso Savolta una novela para asombrarse?
Tres puntos clave coinciden en ella para hacerla merecedora de esos títulos: la visión irónica del pasado que lo desacraliza y lo presenta desprovisto de toda heroicidad; la apertura temática y estilística a públicos mayoritarios, gracias a la presencia del melodrama más “kitch” que pueda imaginarse; y la composición de “collage” conseguida por la mescolanza de un conjunto de parodias que versionan la realidad inatrapable y gaseosa que hace trampa durante toda la novela.
El título es en sí mismo un juego de evasiones: no hay ninguna verdad sólida y contundente en torno a un hecho que de “caso” no tiene nada, porque no hay un “caso”; hay una cantidad de “casos” que se solapan, tropiezan, atropellan , se encaraman y dan codazos uno sobre otro hasta formar un panorama difícil de entender si se le aplica la lógica fundamental. Aquella de Sherlock a Watson. Aquí, brilla por su ausencia. Máxime cuando el guiño definitivo lo firma la pretensión de género policial que exhibe impúdicamente la historia. Y que nos engaña, como lo hace todo lo que se da cita en esta narración exuberante y pasmosa.
Desde la perspectiva histórica, la novela recrea para la ficción los hechos turbulentos que azotaron a Barcelona entre 1917 y 1919, cuando se produjeron una serie de estallidos sociales en torno a las siempre conflictivas relaciones obrero-patronales, y que fueron achacados a los simpatizantes del anarco-terrorismo del momento. Lejos de describir este escenario político con las marcas de la epopeya proletaria al uso, Mendoza pinta el enfrentamiento entre clases con una burla despiadada que no deja títere con cabeza. El concierto de lugares comunes, de imágenes rocambolescas, de discursos previsibles que etiquetan a todos los bandos con la señal de costumbre, sella una mirada poderosamente irrespetuosa sobre la pugna entre burguesía y proletariado urbano que siembra dudas al por mayor al atacarlos a todos con premeditación y alevosía.
La novela está compuesta de dos partes. La primera, constituida por documentos variopintos que recorren desde testimonios judiciales hasta cartas personales, juega a recoger la versión “oficial” del caso con la pretensión de legitimar la “verdad” de lo sucedido en torno al asesinato del empresario Savolta y sus infinitas derivaciones. Está compuesta de cinco capítulos distribuidos en 111 secuencias narrativas, rápidas, vertiginosas donde vamos leyendo a saltos el enigma que se cocina tras una cortina de artimañas casi incomprensibles. La segunda, explica a la primera y le da coherencia. Diez capítulos con 73 secuencias nos habla de otro ritmo: más discursivo y pausado , repasa la historia desde la memoria del narrador principal, Javier Miranda, que la recuerda a su manera y en una primera persona de la que hay que desconfiar. El caos temporal, el intercalado de tiempos, la aparición de una tercera voz narrativa para los capítulos colectivos, va exigiendo un lector hambriento de verdades, cuanto más inalcanzables van apareciendo los hechos y las perspectivas. La segunda parte nos pretende convencer de la veracidad de la primera al complementarla y ordenarla. Y apunta a su propia misión de exponerla. Nada más falso.
El carácter experimental y postmoderno de esta novela se verifica en una serie de elementos adicionales a los ya comentadas. Uno de ellos es la ambientación melodramática que sirve para descubrirle al lector ( si lo atrapa) la distancia burlona y desprestigiada de los hechos históricos narrados. Una novela pretendidamente histórica y, además, supuestamente policial, no podía (hasta el momento) darse el lujo de introducir la exageración sentimental lacrimosa con escaso valor estético, propia de la novela de folletín. Y esta se da ese lujo y más. Con ello, convoca al gusto de las masas y rompe esquemas caducos que trazan la frontera entre la gran literatura y la literatura mediocre de entretenimiento. La subliteratura prefabricada y comercial, de mal gusto, se emperifolla y pasa a codearse con la primera línea artística. Y no desmerece. Todos queremos saber con quién se queda María Coral, y de quién es hijo Lepprince. El que diga que no, miente cual bellaco. Corín Tellado ataca de nuevo.
Pero no le basta a Mendoza saltarse la norma en cuanto a subir de nivel el patetismo melodramático. Introducirá a la par el esperpento por su interés en desfigurar el panorama social de la época que describe y hacerlo funcionar como causa del oculto panorama de violencia y odio escondido tras el orden impuesto por los 40 años de dictadura franquista. El esperpento es un término acuñado por Valle-Inclán ( escrito gallego, 1886-1936) en torno a la pintura grotesca, deformada y desgarradora de la realidad. Funciona como una caricatura que destaca la fealdad, el absurdo y la degradación de valores en una sociedad que aparenta funcionar inmaculadamente. Varias escenas de La verdad sobre el caso Savolta acusan esta influencia, principalmente, las que ocurren en los antros de perdición de los bajos fondos donde se contorsiona la peor calaña humana.
La presencia de una picaresca actualizada cierra el núcleo de los atrevimientos de la novela. El pícaro es un cínico que va dando lecciones de amoralidad a diestra y siniestra con la excusa de comprobar que la humanidad es irremediablemente corrupta. En el siglo XVII cuando se estrena el género con el Lazarillo de Tormes, la moraleja quedaba claramente expuesta: “esto es lo que no se debe hacer”. En los albores del siglo XXI y con toda la decepción a cuestas del XX, Mendoza refuerza el “Todo vale” de nuestros tiempos de inoperancia moral. La relación del hombre con la verdad ha sido siempre tortuosa y ahora ya no existe.
La verdad sobre el caso Savolta es una novela de falsificadores profesionales, que se instalan en la vida asegurando que “ser es fingir”. Lepprince, Nemesio, Pajarito, Ma. Coral, Savolta, Cortabanyes, Claudedeu, Perells, Max, Serramadriles, y demás especímenes transitan por la novela tal como dice Lepprince de un cuadro de la biblioteca de su suegro: genuinas reproducciones de un Monet. En quien encaja mejor la descripción es en el narrador-protagonista, nuestro Javier Miranda, quien gracias a su primera persona hablante nos cuenta lo que quiere, como quiere, y le creemos, o casi.
Alguien dijo alguna vez que hay que ir tras la verdad porque la verdad nos conviene a todos. Estamos de acuerdo en que nos conviene pero no nos ponemos de acuerdo acerca de cuál, cuándo y dónde. Eduardo Mendoza en los estertores del régimen franquista, nos presenta la imposibilidad de transmitir una verdad única, sobre todo cuando se trata de que la verdad sea lo que el poder quiere que sea. La novela asegura que no hay manera de unificar verdades en una sola. La verdad es siempre insuficiente y sospechosa. Con eso hay que vivir.