Las generalizaciones procuran todo lo necesario para caer, en el mejor de los casos, en los malos entendidos. Porque acarrean prejuicios que imprevisible y fácilmente conducen al error. Simple. Entiendo que es verdad y trato de curarme en salud cada vez que me provoca decir que los chinos siempre…, los alemanes nunca…, los venezolanos sabemos…, los franceses son… … pero también es verdad que cada vez que conozco a alguien nacido en Canadá, hable inglés o francés, me deja una grata impresión de simpatía y alegre frescura.
La aparente inofensiva recepcionista de una firma de abogados, de aspecto “Banana Republic”, -no he dicho nada, ella misma adjetivó su forma de vestir sin riesgos-, sonrisa presta y mirada breve, parecía no matar una mosca. Pero empezó por hacerse de un puesto en mi memoria apenas intercambiamos las primeras frases obligadas… ¿De dónde eres, originalmente? De Canadá. ¿Y tú? De Venezuela. ¡Ay! … con sonrisa de cachete a cachete, y una emoción que no pude entender. Porque ahora cuando uno dice “de Venezuela”, nadie se emociona ni sonríe. Por el contrario, la gente se compadece, cuando no se aleja por la sospecha de que a lo mejor este venezolano lo que está es buscando casa, trabajo, ayuda… el conflicto y la carestía no son atractivas, mejor es huir del apestoso.
Pues esta canadiense, es la primera persona en la vida que cuando le dije que era venezolana, se apuró en contarme con mucha excitación, que había probado las arepas en un restaurant de Queens, y que le habían parecido un manjar. Nada de Chávez, mucho menos Maduro, crisis, muertos ni presos… sin petróleo, mises y ni hablar de telenovelas. La arepa es la que lleva ahora nuestra emblemática alegría hasta otras tierras. Y esta canadiense me ofreció la oportunidad de ese reconocimiento, y así de entrada dispuso mi alma a la simpatía de por vida.
Aun no contenta con eso, a la pregunta que encadenó naturalmente el primer diálogo, ¿por qué Nueva York? ¿desde cuándo Nueva York?, sacó de debajo de su manga, la historia más bonita… de esas historias que se quedan para siempre.
– Recién llegada de Canadá, apenas me bajé del autobús hace veinte años, quise conocer Times Square, claro. Y lo primero que vi fue a un hombre que llevaba, atada a una correa, una oveja, en medio de la locura de Time Square. Quedé fascinada ante esa imagen. Pensé que solo en Nueva York era posible.
– Sí, es verdad. Sólo en Nueva York…
– No, pero eso no es nada. Pocos días después pude leer un artículo en el New Yorker, donde la periodista decía que lo mejor de Nueva York, no era su teatro, ni su ópera, ni sus restaurantes… sino la posibilidad de ver a un hombre paseando a su oveja en Time Square.
– Increíble, ¡que coincidencia! La periodista había visto al mismo hombre.
– Y no solo eso, sino que le había merecido la pena describir la escena del hombre paseando a su oveja en Time Square, como una de las razones por las que valía la pena quedarse en esta ciudad.
– ¡Insólito!
– Noooo. Pero el cuento no termina ahí. Unos años después conocí a un hombre… un hombre… (suspira) … que fue mi novio por unos años. Y por supuesto, en la primera cita, rápidamente llegamos a la cuestión de por qué yo vivía en Nueva York. Le conté el cuento que siempre contaba, el cuento del hombre de la oveja. Y entonces él me confesó, que el hombre de la oveja ¡era él!
– ¡No te lo puedo creer! ¡Pero qué maravilla de cuento! ¿Y todavía están juntos? – siempre sedienta de final feliz, bien entrenada en el consumo de comedias románticas…-
– Bueno… a veces no hace falta estar juntos para que una historia te siga dando razones para estar. Incluso, cuando eres oveja negra.
Ahí les dejo eso… a ver si se les olvida.