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Política de altura… y estornudos

Hablemos de alergias.

Aunque suele citarse la comunicación —el paper—, publicado en 1819, del médico y geólogo británico John Bostock (1773-1846), que describe muy atinada y claramente la fiebre del heno (hay fever) como el inicio de la historia escrita de las alergias humanas, en realidad existen otras referencias, literarias y políticas, mucho más antiguas que pueden resultarnos de interés para comprender algunas actitudes de los seres humanos relacionadas con estas condiciones, por demás tan comunes, y de paso, reconocer que los cuadros alérgicos nos han acompañado desde siempre.

Revisemos unas pocas de esas referencias.

Egipto fue, desde aproximadamente el año 4500 ANE, una teocracia absolutista gobernada por un faraón. Un faraón que era casi un Dios, un Dios rodeado por sus más cercanos sacerdotes, en muchas ocasiones el verdadero poder detrás del trono y la muralla humana que lo aislaba del mundo real.

La estabilidad del imperio egipcio, por tanto, dependía de la continuidad del mando y de la fluidez y tranquilidad con que se llevaran a cabo los cambios, nada muy diferente a los tiempos que corren. En el denominado período predinástico —anterior al 2181 ANE— esta estabilidad era aún más importante pues no se habían establecido con claridad las líneas sucesorias y como todos los que leemos periódicos sabemos, la confusión es una grave enfermedad del mando centralizado.

Piénsese entonces en el desorden ocurrido cuando el faraón Menes (alrededor de 3000 ANE), en plenitud de facultades y ejerciendo el poder real con mano firme y sabio criterio, falleció repentinamente a causa de un shock anafiláctico —el diagnóstico es retrospectivo y moderno, por supuesto— producido por la picadura de una avispa.

¿Cuántas intrigas, conspiraciones y puñaladas por la espalda desencadenaron los anticuerpos descontrolados —que eso es más o menos lo que produce en el cuerpo humano el fluido tóxico de una avispa— del desafortunado Menes?

Por cierto, el filósofo y escritor romano Lucrecio (99-55 ANE) comenta en uno de sus tratados que, dejando de lado el tósigo —los venenos eran muy utilizados entonces con fines políticos y hereditarios—, algunos alimentos, los mismos, se entiende, caen bien a muchas personas y no tan bien a otras:

¿Se refería acaso Lucrecio a las alergias alimentarias, pongamos por caso el glúten o la lactosa?

¡Ah!, y veneno, quien sabe si la cicuta, no alimentos, fue lo que empleó Lucrecio para matarse, aparentemente por una cuita de amor. Pero dejemos en paz al enamoradizo de Lucrecio, aunque sigamos por ahora, en Roma.

El joven Tiberio Claudio Britannicus era el hijo mayor, y por algún tiempo el preferido, del emperador Claudio. Por tanto, era el sucesor legal de Claudio, pero… esos peros de la historia, Britannicus, cada vez que montaba a caballo, y cabalgar era muy importante para un noble romano, desarrollaba un rash (una erupción) muy feo en la piel, un picor extremo y estornudaba y lagrimeaba constantemente, al extremo que uno de sus contemporáneos contaba que cuando llevaba algún tiempo cabalgando —el pobre Brittanicus ya ni sabía a dónde iba—, tan grande era su desazón y sufrimiento. Obviamente el joven Brittanicus era alérgico, muy alérgico, al pelo de los caballos, lo que no resulta nada infrecuente y sería de relativamente fácil tratamiento con antihistamínicos… hoy en día.

Pero Claudio, el emperador, no lo veía de esa forma; para él, y ÉL era la única y suprema ley romana, Brittanicus no era más que un jovenzuelo flojo y falto de acometividad que había frustrado sus esperanzas sucesorias. Por eso Claudio decidió que Nerón, hijo adoptivo suyo, sustituyera al pobre Brittanicus al frente de la importante —por muchas razones, entre otras la propia sucesión imperial— y esperada cabalgata anual de jóvenes patricios. Brittanicus, que no se caracterizaba por sus luces, sintió un gran alivio al ser relevado de una función que lo obligaba sin remedio a montar a caballo y a padecer.

¡Ya vendrían mejores tiempos, claro que sí!

Y vinieron.

Con el tiempo, Nerón reemplazó a Claudio como emperador de los romanos y una de sus primeras medidas fue… matar a Brittanicus, por supuesto. Un caso de alergia mortal, sin dudas.

Pero no siempre una enfermedad alérgica, por muy seria que sea, resulta ser tan contraproducente para el que la padece, como le ocurrió al buenazo de Brittanicus. Algunas veces resulta de muy mal pronóstico no para el enfermo sino para otros que tienen la desdicha de conocer al enfermo, y aquí tenemos un caso muy ilustrativo.

El rey Ricardo III de Inglaterra (1452-1485), el alérgico del cuento, tiene una fama pésima entre los historiadores.

Quizás tan mala reputación sea un poco injusta, pues no hizo nada que no hayan hecho otros muchos desde el poder absoluto —y no tan absoluto—, asesinar a sus rivales, perjurar, violar mujeres, ser ingrato, infiel y desleal, robar, traicionar la palabra empeñada, despojar a sus enemigos de la hacienda y de la honra, en fin, lo de siempre, pero repasemos una anécdota que lo define bastante bien.

Ricardo sufría de una alergia a las fresas que le ocasionaba, al comerlas e incluso al estar cerca de ellas, rubor en la cara, picor en los ojos, edemas y una severa erupción con escozor en casi toda la piel del cuello, el pecho, la espalda y los brazos. «Se ponía como un sapo» dicen las crónicas de la época.

En una ocasión —nada extraño en un tipo tan perverso como él— deseaba eliminar a Lord William Hastings, noble rico y poderoso, aunque legalmente vasallo, en el que Ricardo veía, quizás con razón, a un posible retador de su reinado.

Pues bien, Ricardo invitó amigablemente a almorzar y a compartir una copa de buen vino, de caballero a caballero, a Lord Hastings, pero antes, muy poco antes de encontrarse ambos, se escondió en la soledad de su tienda de campaña y se atiborró de fresas frescas.

Como pueden ver, Ricardo era taimado, pero valiente —lo de valiente lo demostró plenamente en la batalla de Bosworth, en la que peleó como un león, hasta que lo mataron—, si de lograr un propósito se trataba.

Cuando Hastings, fiero guerrero en el campo de batalla, pero poco ducho en las lides diplomáticas, un simple, se sentó tranquilamente frente al rey, éste le tendió la mano e inmediatamente comenzó a desarrollar, delante de innumerables testigos, los séquitos de ambos, su consabido cuadro de urticaria alérgica.

¡Y qué urticaria!

Ni corto ni perezoso el rey Ricardo se puso de pie, mostró a todos los presentes su monstruosa reacción alérgica, y furioso, acusó al perplejo y paralizado Hastings de brujería. Hastings, que no hizo nada por defenderse, fue detenido inmediatamente por la escolta del rey, llevado en andas a una «corte» de caballeros reunida a toda prisa, juzgado sin defensa y condenado «legalmente» por intentar —y lograr, bastaba ver la cara y el cuerpo hinchado y enrojecido de Ricardo— maldecir y hechizar al rey, su señor.

A pesar de sus protestas en contrario —reaccionó cuando ya era tarde—, el Lord fue arrastrado sin contemplaciones por un grupo de guerreros fieles al rey hasta un tocón y decapitado con un solo golpe de hacha.

Lavada por la sangre de Hastings, la maldición (la crisis alérgica, ¿no?) de Ricardo fue desvaneciéndose poco a poco hasta desaparecer, tal y como desapareció el peligro, real o imaginario, da igual, de rebelión de Hastings.

Una crisis de alergia alimentaria sumamente grave, mortal en realidad…

Para el pobre William Hastings.

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