Observaciones:
Ángel Poisot ha sido, por años, el encuadernador al que gran parte de los estudiantes, artistas, maestros, escritores, libreros y editores poblanos, han acudido para llevar a cabo sus proezas gráficas y literarias: lo mismo ha salvado ancestrales recetarios familiares del desempaste inexorable, que impreso ediciones numeradas que viajan hasta los rincones más improbables del mundo; ha hecho tesis que morirán junto a otras miles en el polvo de una biblioteca, ha construido cajas, diseñado sobres, remendado sellos y haikus.
Su secreto no es secreto: es sólo papel.
No hay más.
Pero él sí es uno, un secreto, el mejor de los que pretende guardar el mundillo literario, editorial y artístico que gesta, muere y luego nace otra vez eternamente en la zona conurbada de Puebla y las Cholulas.
Porque su nombre sale apenas a modo de pincelada tenue durante una conversación de café, o en la postrimería de una clase, cuando alguien pregunta: ¿sabes de algún buen empastador?, ¿sabes quién puede hacerme una carpeta?, ¿sabes quién puede hacerme un libro?
Porque Poisot es el preludio de cualquier artista: si dice que se puede, seguramente se podrá, de eso hay duda, y entonces el papel va tomando forma mientras sufre cortes, pliegues y jaloneos despiadados dentro de su taller-oficina-casa. Un guillotinazo aquí, otro allá, luego la prensa, que baja y presiona al girar un timón horizontal y con la que Poisot forza al papel a tomar la forma deseada.
Otro guillotinazo.
Otro doblez.
Y después otra vez la prensa.
Después de esos minutos de artesanía intensiva en los que Poisot nunca dejó de ver los ojos del interlocutor que ese día ha acudido a él, contándole quizá sobre su infancia en Veracruz o sobre alguna teoría psiquiátrica, con otro golpe de timón hace que el papel se libere de la fuerza de la prensa: ahora el papel ha tomado la forma que su creador tan solo podía imaginar en fantasías y dice “Ya está, maestro”, y el interlocutor, acaso un estudiante novato o un artista del establishment, aturdido por pensar que Poisot arruinaría todo, ahora sostiene una pieza única entre sus manos, un poemario, un certificado, un sello, lo que sea, y no puede creer cómo aquello ha podido ser, si Poisot nunca miró lo que sus manos estaban haciendo.
A su personalidad le asiste un encanto locuaz, a veces prosaico.
Se cocina él mismo, duerme poco y ama a sus perras.
Perla, Gorda y Pelusa.
O en diminutivo: Perlita, Gordita y Pelusita.
Pelusa llora, exige amor, se para en dos patas y apoya las otras dos sobre el muslo de su amo. A modo de reflejo, Poisot se agacha para levantarla. Ahora la carga como si fuera un bebé y pide que ella salga también en la foto.
De las tres es la más tierna y más cabrona, dice, mientras Gordita, la otra caniche, come de un plato que no es suyo en un rincón del taller.
Luego habla de Perla, la Perli o Perlita, cuyo recuerdo ya tiene la forma de una caja de madera en cuya superficie hay una huellita metálica impregnada y que descansa en un estante en la cocina. Pero su recuerdo es tan fresco que él y los que la conocimos, aún hablamos como si estuviera en algún rincón o debajo de la cama.
Ángel Poisot no es sólo un empastador o hacedor de sellos.
Ángel Poisot es cómplice de nuestra imaginación y de nuestros proyectos más inverosímiles.
Ángel Poisot es un artista, lo sabe, sólo que no lo dice muy a menudo