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Una poética de lo inmediato: La enseñanza de la poesía (Parte I)

El móvil íntimo de la escritura

Escribir poesía es un ejercicio relativamente sencillo en el que intervienen las ganas de hacerlo, la necesidad de traducirse a lenguaje que experimenta cada individuo, la “visión” interior del que escribe e intenta comunicar “algo” al mundo y el deseo, consciente o inconsciente, de forjar una imagen que nos represente y hable por nosotros a la mirada de los demás.

En años recientes ha cobrado un nuevo y vigoroso impulso el estudio y conocimiento de la poesía, desde perspectivas que iluminan su importancia histórica y la necesidad de su ejercicio en travesías de crisis y en épocas de oscuridad. A fines del siglo XX algún autor latinoamericano se preguntó si la poesía era entonces un arte en agonía; al despuntar el siglo XXI se organizaron coloquios y encuentros internacionales con el propósito de estimular nuevos acercamientos críticos a su ejercicio e investigación, a su lectura y cultivo por la primera generación del siglo; más tarde, Ethel Krauze publicó un libro esclarecedor (Cómo acercarse a la poesía, México; 2002) que ayuda a despejar los caminos habituales del lector y a darle una significación distinta a la lectura y al interés por la poesía de todos los tiempos. A su manera, cada uno de estos eventos, ejercicios y ensayos contribuyó a una tarea esencial: la de construir puentes de comprensión y entendimiento mutuo para crear un territorio común entre el autor, la obra y el lector.

El ser humano es un signo entre los seres y las cosas del mundo y, a su vez, los seres y las cosas del mundo son sistemas de signos en los que respira, habla, sufre, camina, sueña, sangra, vuela, llora e imagina el hombre, “el Prometeo de sí mismo” según Michelet.

¿Para qué escribimos? ¿Qué es ese vacío o hambre de plenitud que nos lleva a escribir? ¿Qué lugar ocupa la poesía en el oficio de escribir? ¿Qué es lo que está detrás o debajo de la palabra, como materia prima latente o refulgente, cuando tomamos o “alguien” toma en nuestras manos el acto de escribir? ¿Cuál es el móvil profundo del arte de escribir poesía? Las preguntas son las mismas desde hace siglos y las respuestas varían según la tradición histórica, la cultura, la época, el discurso literario y el o los autores de que se trate.

La pregunta por el ser de la creación, de la escritura y del acto de escribir, no es asunto menor cuando se trata de saber si se puede o no enseñar a escribir poesía. Al acto de escribir -y, específicamente, al de escribir poesía- se puede llegar por varias vías: por una disposición de ánimo que no sabemos cómo surge o de qué manera nace en el interior de la persona; por un impulso del corazón cuya motivación es un misterio que han intentado explicar filósofos, místicos, poetas, literatos, teólogos, hermeneutas y filólogos de casi todas las lenguas; por la descarga repentina de una fuerza o energía “sin nombre” (el “trance” de Coleridge, el “duende” de García Lorca, el “erizo” poemático de Jacques Derrida, etcétera) que nos pone en contacto con cierto descubrimiento o revelación cuyo enigma necesita ser dicho; o bien, porque se cae en cuenta de que se tiene una predisposición innata a ser el traductor de los motivos del corazón, o el “médium” dispuesto a trasladar sustancias de una realidad a otra, pues, como escribió Novalis: “El camino misterioso va hacia el interior”.

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