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Alejandro Varderi

Poetas venezolanas frente al espejo

Dado que Julia Kristeva niega categóricamente la existencia de una escritura femenina, y Virginia Woolf pedía al escritor una mente andrógina para poder escribir desde el “lo”, es preferible hablar de textos hechos por mujeres desde lo femenino —que tampoco es de su exclusividad, como lo demuestra, por ejemplo, la obra narrativa de Jorge Amado, Manuel Puig y Severo Sarduy— y más precisamente poesía. Una poesía que en Hispanoamérica se enraíza con Sor Juana Inés de la Cruz y, tras un vacío de casi dos siglos, se retoma en las obras de Delmira Agustini y Juana Borrero.

La incomunicación que fortalece las fronteras y aísla a los países de Hispanoamérica, fue una razón en la ausencia de todo vínculo entre las autoras de entonces. Si a ello se añade la dependencia a la cual ha sido reducida históricamente la mujer, no es extraño constatar que hasta fechas recientes su obra no haya empezado a circular entre el público y la crítica. Volviendo a Delmira Agustini puede observarse que lo subversivo de su poesía fue un exceso para la sociedad de la época, pues ella había: “cantado a las fiebres del amor sin pacatos disimulos, y había sido condenada por quienes castigan en las mujeres lo que en los hombres aplauden, porque la castidad es un deber femenino y el deseo, como la razón, un privilegio masculino”.

El desconocimiento de la obra escrita por las latinoamericanas se agudiza al abordar el caso venezolano al ser esta literatura, salvo contadas excepciones, poco conocida fuera de las fronteras nacionales, por ese inoperante mecanismo editorial que se ha encargado de conservarla en la clandestinidad y al margen de los mercados internacionales de traducción y venta. Venezuela no cuenta con editoriales de gran proyección y los autores, hasta la instauración de la dictadura, fueron por lo general reacios a vivir fuera de un país con una estabilidad política y económica, que hasta finales del pasado siglo lo hizo más bien receptor de escritores, provenientes de zonas más conflictivas del continente, como Gabriel García Márquez, Gonzalo Rojas, Tomás Eloy Martínez, Ángel Rama, Marta Traba e Isabel Allende.

La falta de agentes literarios de prestigio internacional y de distribuidoras poderosas, igualmente ha agudizado el desconocimiento; y apenas en los últimos años especialistas extranjeros se han interesado en la traducción de figuras nacionales como Vicente Gerbasi, Ana Teresa Torres y Rafael Cadenas. Sería de esperar que en la era digital tales barreras hubieran sido finalmente superadas, si bien a nivel comparativo Venezuela sigue a la zaga de países como México, Colombia, Brasil, Perú, Chile y Argentina.

Partiendo de tal precariedad podría decirse que la poesía escrita por mujeres venezolanas contemporáneas cobra cuerpo desde la expresión propia de autoras, generacionalmente ubicadas en las primeras décadas del pasado siglo y hasta mediados de los años ochenta, tales como Enriqueta Arvelo Larriva y Ana Enriqueta Terán cuya obra, íntegramente desarrollada en el interior del país bajo circunstancias y en fechas semejantes a las de Agustini y Borrero, empezaron a ser conocidas entonces gracias a los estudios de algunos críticos locales.

Igualmente podría citarse a Ida Gramcko y a Elizabeth Schön quienes desde los años cuarenta desarrollaron consistentemente una obra ajena también a las antologías de poesía hispanoamericana. Entre las autoras que empiezan a publicar en los años setenta y ochenta se encuentran: Edda Armas (Roto todo silencio, 1975), María Helena Huizi (Libro de intervalos, 1976), Cecilia Ortiz (Trébol de la memoria, 1978), Mariela Álvarez (Textos de anatomía comparada, 1978), Márgara Russotto (Brasa, 1979), Yolanda Pantin (Casa o lobo, 1981), Laura Cracco (Mustia memoria, 1983) y Sonia González (De un mismo pájaro lanzada, 1984); autores estas ligadas a la expresión de temática femenina y editadas principalmente en Caracas por el sello Fundarte.

A partir de 1985 empieza a darse a conocer en el país, gracias a Fundarte y a una serie de esfuerzos independientes, una poesía distinta signada por la exploración cada vez más interna del tema femenino, entendido como lo propio biológicamente hablando de quien escribe; y desde la proyección interior del cuerpo, ya no como objeto del placer del otro, sino como sujeto de impresiones físicas y psicológicas particularmente femeninas. Aquí Maritza Jiménez con Hago la muerte abordó el aborto y lo irremediable de haberse perdido en la muerte de lo que habría podido darle vida: “se seca mi seno/ ya no alimenta esta sangre/ muero dos veces/ crepito sin sombra (…) de mí/ ni siquiera el barro/ mi hijo es una oquedad/ un vértigo/ alguna Muerte/ que en mi lengua enciende rastrojos”.

En tanto que Patricia Guzmán con De mí, lo oscuro hablaba desde la fractura que el cuerpo del otro ocasiona en el suyo propio; un cuerpo que, aún con su consentimiento, al entrar en ella no deja sin embargo de invadirla y violentarla: “Llevo la espalda herida/ el lamento de un último arbusto/ viene amarrado a mi cintura/ Tu boca en mi seno (23) (…) Respiras/ por mi orificio oscuro/ me adiestras/ Te levantas/ húmedo en cenizas”.

Ellas, como las españolas de su misma generación, mostraron al mundo lo más privado de sí, haciendo finalmente públicas las palabras con que Marguerite Yourcenar anotó su memoria en la de Adriano: “La vida de las mujeres es más limitada o demasiado secreta. Basta que una mujer cuente sobre sí misma para que de inmediato se le reproche el que ya no sea mujer. Y ya bastante difícil es poner una verdad en boca de un hombre”.

Y es que si todas estas autoras pusieron al descubierto esa zona de la intimidad que compete a su relación con el otro, a partir de entonces dieron un paso adelante y comenzaron a escribir acerca de su propia intimidad: “¡Escribe! Escribir es para ti, tú eres para ti; tu cuerpo es tuyo, tómalo. Yo sé por qué no has escrito (y por qué yo no escribí hasta los veintisiete años), porque escribir (…) está reservado para los grandes, es decir, para el ‘gran’ hombre”, pide Hélène Cixous, al tiempo que se une a Yourcenar en la concientización femenina del peso histórico del hombre en la literatura.

Pero ese lastre no las toca a ellas más, y si lo hace es justamente como motor movilizador de una reflexión profunda en torno a su sexo y a la palabra que lo devela revelándolo. En Venezuela, Yolanda Pantin, María Auxiliadora Álvarez y Alicia Torres son algunas de las iniciadoras de esta corriente que, a nivel continental, se enlaza al trabajo de autoras como Reina María Rodríguez en Cuba, Elizabeth Veiga en Brasil, Cristina Piña en Argentina y la nicaragüense Yolanda Blanco desde Nueva York. Escritoras, todas, que abrieron la senda por donde avanzan con paso seguro muchas de las poetas que se han dado a conocer en el nuevo milenio, en circunstancias muy distintas a las que determinaron la formación y producción de las autoras del pasado siglo. De hecho, muchas de ellas realizan su obra fuera de las fronteras nacionales, si bien siguen unidas estética y afectivamente al país.

En tal sentido, Natasha Tiniacos radicada en Estados Unidos, se caracteriza por una poesía de corte experimental recogida en colecciones como Mujer a fuego lento (2004) e Historia privada de un etcétera (2011). Camila Ríos Armas, por su parte, reside en Francia y en libros como Muralla intermedia (2008) y Ecos (2012), se devuelve al recuerdo y la memoria para recobrar instantes vividos o soñados que la distancia hace mucho más presentes. Y Raquel Abend van Dalen, viviendo hoy en Estados Unidos, en Lengua mundana (2012), Sobre las fábricas (2014) y La beata de las locas (2021) se abre al deseo y la experimentación con el lenguaje, consignando experiencias, como producto de un desarraigo personal y geográfico que marca la escritura con sus terrores, amores y humores.

Realidades todas que se crecen en el nuevo milenio, dada la radicalización y polarización de las sociedades, en entornos cada vez más precarios y autoritarios; si bien el espejo donde las escritoras se reflejan tiene la nitidez necesaria para permitirles reflexionar y realizar una obra sugerente, en la cual el lector encontrará puntos de contacto con sus propios miedos y ansiedades, al interior de esta contemporaneidad de grandes incertidumbres y difíciles retos en que nos hallamos sumergidos.

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