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Gabriel Jaime Caro

El poeta cubano, Noel Jardines, y su libro Intervalos

Un canto desquesado avinado vuelto al horno de las dichas, unas calvas, otras de oro, en fin…hasta neobarroso.

Si la belleza de los presocráticos perpleja a la poesía sus intereses desmilitarizados, la música puede ser de tarro o conguero, aunque Bach, el inmortal nos invita a la mesa, a la musa, concelebrando, adivinando el culto.

Opulencia de una lengua, a celebraciones que dan la vuelta al mundo como Magallanes, la ola, el signo que va a quitar de su espejo al narciso, todo esto es Intervalos, de Noel Jardines, 2016, de la colección H poesía 01, Montevideo, Uruguay.

Deconstruyendo un camino, un sendero, los bellos caminantes, por el que deambula la rima disonante, la prosa de la porqueriza, el ruido de la luz más que ella misma. La aceituna de la fisicidad cuando hay conexiones dentro del poema… Ante el otro que le clava agujas, y él responde con dulzura, y con una mandolina del valle del rastrero: vaya usted con esa pica.

Lectura en librería MacNally Jackson Books

Viernes 21 de octubre, 2016. 6 PM.

52 Prince st. New York, N.Y.

Presentador, Jesús Blas Comas.


Al desnudo la fijeza

1

Anoche bicarbonato, salvo las hierbas, últimas, de la ginebra
helada. Soplaba el viento. Y desde la banqueta pronunciaba,
desierto, su peso, la entrega. Ah, qué descuelgue el trébol en
el trío, la mar en la langosta, los inciensos, el intestino bravo
en el metano, su testarudez, dicho empuje, empuje sobrado,
inminente peso, oro viejo en el momento de la entrega su
carpa, volumen, en el instante de un desnudo.

 

2

El yodo. El faro vetusto en blanco y pirulí, entabacada hoja,
sobre esa piel en desuso la brisa. La marisma zurcida de
turbas se agarra, puntada a puntada, de los espartanales. En
la distancia. Y la espuma, enana, hasta la butaquilla se
desmarca a la luz de los ruidos. Y la mano, también ella, su
estranguladora premura, cuenta la derruida quietud, en
aquellas volantes barajas.

 

3

Los parasoles de Long Beach Island. Los inclinados parchos
reemplazan las dunas. Por ejemplo. El amarillo contra el
rojo zahiere. El verde amortigua a alguien que desenvaina
por estribor los aromas de una croqueta. Olores añiles. Y
recortado dicho rencor, un maestro (Ming Lin), reclinado,
pasea las hojas de un libro (Frankenstein). Tal vez piense
Ahí ese asunto de las sierras, pues uno tras otro, los hijos de
la Parálisis, irían por la arena a buscar su origen. ¿Y si
alguien aprobara esta exquisita gelatina, la tarde, y el
estupor con una canción de Patsy Cline?

 

4

Grosso modo, mate a rosicler. En ello baja hacia Newark un
helicóptero seguido de algodones mordidos. Varias manchas
requieren partidas y regresos, y sin saberlo, una sospecha que
además de esconderse en los brazos de gres, menina de cintura,
vacilante, se acerca, campanea débil, y concede. Esta mujer de
exuberante tetas y encerado culo, los intervalos ya celulitis,
un viaje amable frente a todos, su cuerpo elíptico, en un deseo
(todavía) resbala en el quimbombó de aquellos partos.

 

5

Ruedan. Encallan. Detritos, vidrios, bufalinos esquemas para
hacerle el amor a una botella. Va y viene el agua. Todas las
aguas. Infantas, lamentables. Y cómo será que subían tales
guantes y repollos a la arena. Que allí cercanas a las enaguas,
vivitas, muengas, a lo absurdo enredarse, en el menú de esas
tenazas se sostienen, superiores, a un lado, pillando a la masa
bajo el sol.

 

6

Y de a poco la arteria de la playa, desinflada, urdimbre. Ese
suflé en la concha descompuesta. La aridez muestra que los
desamparos tienen una sobrepelliz nula. El rígido espectáculo
en el blanco reguarda el mismo recelo con que esa mujer gorda
mira a sus hijos frente a las olas hacer gestos dementes. ¿No es
el blanco el color de la humillación? Y sin plan —allá Sorolla—
al desnudo la fijeza, las cosas con sus arpegios se aferran, a lo
sumo, al canturreo de dos o tres líneas.

 

Antoni Tàpies (Cruces)

Una arenilla desciende. Se puede pensar hasta en un reloj. Y.
O. Un entierro. Una conexión de metilenos y anillos de madera,
zumos de una vuelta ágil en el color de las eles catalanas. La
pena y su estrategia de penitencia gradual. El ventrículo de una
derecha con sus naranjas perforadas por olas. Amagar y no dar.
Una renta que tiene el brochazo que se da como venda. Para que
por ahí se vayan los ciegos a coger por el culo. Algo de dulzura
en todo ello. Para qué. Para qué insistir dentro del cuadrilátero.
Tápies. Insiste. Antoni. Se amordazan algunas sedes de la
materia y él se deja caer. Padece vermicular, tenderse, poner en
orden el café la noche el abuso la histeria una caja de cerillas.
Sin irse se adhiere. Esa es la magia. Y no hay luego. Como rostro
trocado en un tren que cruza se vuelve a repetir. A repartir. El
Gólgota. La suma. La bronca. {a} intervalo degenerado. Una
deuda donde la playa se enrolla en el gusano blanco. Y se
desparrama.

 

Las mañanitas

Ya no. Ni tábano recogiendo miel del ojo en la última luz. Ni
furcias ni marucas. O. Un palabrón de tamaño tamañudo, de
extremaduros jamones en sal, y curtido de la mejor bacteria.
Tampoco. Se escapa la mañana. O. Y. La rumba del café en las
evacuaciones alvinas. Esta mañana en griego, en puterías, y
los pleitos a espaldas de la lectura de Mario Montalbetti. Un
rasguño en la verruga y este pus (morado) de pruritos e {a}
intervalos degenerados. La sumas tul en la garganta. Las
postrimerías que nunca salieron a desnudarse con el
desnudo. Una lista breve. Ya veré, en el color Luis XV de mi
tacita de Limoges, a sus degollados.

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