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Plinio Apuleyo Mendoza

Plinio Apuleyo Mendoza, crónicas desde Macondo

NUEVA YORK: Conocí a Plinio Apuleyo Mendoza hace muchos años, cuando yo era casi un adolescente en Lima, a mediados de los 90. Visitaba mi ciudad por un congreso literario o político –ya no lo recuerdo- y lo entrevisté para las páginas culturales del diario en el cual trabajaba entonces. De su presentación o la entrevista en sí no recuerdo mucho –queda pendiente encontrarla- pero sí de una frase que me dijo y que me machacó, me desveló, me inspiró, me afligió y me ha acompañado desde entonces como una tormenta de culpa o un ángel de la guarda: “Gabo tenía terror a los aviones, Gabo tenía terror a morir, ¿sabes por qué?, porque él sabía que tenía la obra adentro, él sabía que no se podía morir hasta haberla sacado”.      

Yo sé que a la mayoría le parece súper ingenuo que recuerde esto, y, seguramente, hasta un poco tonto. Y tonto también, que lo recuerde Plinio. Me lo han dicho, pero no me importa. Y me veo también, tratando de regresar a ser aquel joven limeño de los años de Fujimori o incluso el adulto neoyorquino de la era Obama que soy ahora. Es claro porque la frase me golpea tanto, porque sentía –y siento- que yo también tengo la obra adentro, como todos nosotros.

Al tiempo le conté la anécdota a mi amigo Fernando Obregón en el viejo bar Superba de Lima, famoso por sus tacu tacus, sus cervezas baratas y porque de tanto en tanto, entonces, caían en sus mesas escritores y artistas, algunos célebres como Alfredo Bryce Echenique y Julio Ramón Ribeyro. Estábamos completamente borrachos ambos, y como suele suceder cuando dos cándidos escritores se agarran a botellazos, hablábamos de libros que casi nunca escribimos, de musas que casi nunca enamoramos, de proyectos literarios y periodísticos que casi nunca emprendimos. Y recuerdo la expresión de Fernando, pero sobretodo su profundo silencio, justo después de terminar de contar mi historia con Plinio Apuleyo Mendoza, cuando intentaba saltar a mi siguiente anécdota literaria de la noche. ¡Cállate! me gritó, ¡cállate!, gritó más fuerte, como si quisiera asimilar plenamente lo que le había contado. Fernando también sabía que tenía la obra adentro. Su propia obra entre tropezones, alcoholes y la angustia de la noche.

Pero no todos han recibido tan “severamente” esta anécdota. Sin embargo, creo que incluso aquellos para quienes no pasa de ser un anécdota superficial e incluso algo presumida, también llevan la obra adentro. Todos la llevamos, todos tenemos algo que contar, escritores o no, una obra que no se realiza ni siquiera con el mero hecho de la publicación de un libro, porque muchas veces no hay peor enemigo de una buena historia que publicarla a medias y mal corregida.

Buena parte de la obra de Apuleyo Mendoza –se supone, para lo que vino a este mundo- fue acompañar la vida y carrera literaria de Gabriel García Márquez, con libros como: El olor de la Guayaba (1982), Aquellos tiempos con Gabo (2000), Un García Márquez desconocido (2009) y Gabo, cartas y recuerdos (2013); entre una enorme cantidad de artículos, crónicas, retratos y entrevistas sobre el Nobel colombiano. A la muerte de García Márquez nadie, después de su viuda Mercedes, fue tan solicitado para escribir algo, dedicarle algunas palabras, rendirle un homenaje a través de los medios. Pero la obra de Plinio Apuleyo Mendoza va mucho más allá de haber escrito varias obras sobre el Gabo. Es co/autor de los best seller: Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), Fabricantes de miseria (1998), El regreso del idiota (2007) y Últimas noticias del nuevo idiota iberoamericano (2014), junto a Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, y más de veinte libros entre cuentos, novelas, reportajes y estudios, entre los que destaca la novela Años de fuga (1979), que ganó el Premio de Novela Plaza y Janés el mismo año de su publicación. Asimismo, por décadas ha sido uno de los grandes periodistas críticos del narcotráfico y la corrupción política en Colombia, por lo que fue amenazado de muerte e intentado asesinar.

Más de veinte años después de nuestra primera entrevista lo volví a ver, esta vez en Madrid, en uno de los descansos del seminario “Iberoamérica de cara al futuro: desafíos institucionales, políticos y económicos”, organizado por la Fundación Internacional para la Libertad Mario Vargas Llosa, en julio del 2013. Había llegado ese mismo día de Paris, a gatas, y como buen latinoamericano afrancesado no me había bañado en tres días.

Me acerqué, lleno de dudas, tratando de disimular en algo mi experiencia parisina, lo saludé y le pregunté si me recordaba y me dijo que no. Le dije que lo había entrevistado hace veinte años en Lima y me dijo que debía de haber sido un niño entonces, le di las gracias y le recordé su frase: “Gabo tenía terror a los aviones, Gabo tenía terror a morir, ¿sabes por qué?, porque él sabía que tenía la obra adentro”. Cambió su cara y me respondió: “Sí, es verdad, yo tenía que haber dicho esa frase, pero después se le pasó, cuando publicó Cien años de soledad”. Vargas Llosa pasaba por ahí, Corina Machado también, y buena parte del liberalismo latinoamericano que tanto detestaba a García Márquez. Él estaba ocupado y yo también. Me dio su email y diez meses después murió el Gabo. A los pocos días lo entrevisté.         

Cuando conoció a Gabriel García Márquez era un adolescente. Tengo entendido que los amigos y los conocidos de él no daban un céntimo por el Gabo. Yo sé que es fácil ser profeta del pasado, pero ¿usted vio algo especial en él? ¿Algo que le hiciera creer que estaba frente a alguien que iba a pasar a la historia de la literatura universal; determinación, pasión, una capacidad inquebrantable de trabajo por la literatura? ¿O todas estas cualidades fueron producto del tiempo, cualidades que Gabo supo cultivar y pulir?

Cuando lo conocí en un café de Bogotá yo tenía, en efecto, quince años de edad y él veinte. Como lo escribí en mi libro Gabo, cartas y recuerdos, no vi en él nada que mostrara su pasión por la literatura. Era para mí el típico muchacho llegado de Bogotá desde nuestra costa del Caribe, desenvuelto, vestido con colores claros, capaz de pedir una cerveza sin pagarla y de hacerle propuestas a la camarera poniéndole su mano en el trasero. Pero recuerdo, sí, que el amigo común que nos presentó me dijo que Gabo era un pésimo estudiante pero que escribía buenos cuentos, dos de los cuales habían sido publicados en un diario local.

¿Soñaba Gabo con ser un gran escritor entonces, le contaba de sus proyectos literarios?

Nada de eso lo supe entonces. Cuando nos hicimos amigos en París, siete años después, descubrí sus ambiciosos proyectos literarios.

¿Es cierto que hasta Cien años de soledad era un escritor desconocido en Colombia y Latinoamérica, o eso es parte de la leyenda?

No, no era un escritor desconocido en Colombia. Desde La Hojarasca  (1955, publicada cuando GGM tenía 27 años) era visto en su país como una promesa.

García Márquez ha contado que no acostumbraba a tomar notas, que más bien creía que si una historia sobrevivía a través del tiempo, que pasaba la prueba del tiempo, es que merecía ser escrita. Por eso Cien años de soledad lo acompañó veinte años antes de ser escrita, originalmente, creo, se llamaba La casa. Cuando eran jóvenes, ¿a usted le contaba un poco sobre el universo de Macondo, sobre los personajes, las historias que ahí se contarían, la atmósfera, la geografía?

Sí, claro, me hablaba a veces de su infancia en Aracataca, el Macondo de Cien años de soledad, y de su abuela, que hablaba con los muertos.

Lo ha escrito, lo ha comentado pero sobre todo se lo ha preguntado al mismo García Márquez. ¿Todavía cree que Gabo sentía cierta distancia o hasta resentimiento con su novela más celebre, Cien años de soledad?

No, no creo que tuviese resentimientos con Cien años de soledad. Simplemente no consideraba que fuese su mejor libro. Prefería, primero, El otoño del patriarca, y más tarde El amor en los tiempos del cólera. Creo que no solo Cien años de soledad sino toda su obra le va a sobrevivir.

Recuerdo que me contó que Gabo sentía pavor por los aviones, porque sabía que tenía la obra adentro. ¿En qué momento perdió ese terror?

Sí, el pavor a los aviones se le acabó cuando escribió Cien años de soledad.

Esa sensación de “tener la obra adentro”, usted que ha sido íntimo del Gabo, creo, hasta padrino de su boda, ¿cómo la describiría? ¿Cómo una necesidad imperiosa, una angustia, un sueño delirante? ¿La expresaba con frecuencia?

No fui padrino de su boda, sino del bautizo de su hijo Rodrigo. No le vi nunca angustia, solo inquietud por llevar su obra adentro. Lo he escrito también en Gabo, cartas y recuerdos: «No sabía hasta donde podía llegar- me dijo -. Simplemente empujaba todos los días el carro buscando llevarlo lo más lejos posible. Pero la verdad es que antes vivía cagado de miedo por lo que podía ocurrirme y ahora vivo cagado de miedo por lo que me ocurrió». (Es decir, la fama).

Don Plinio usted, casi por casualidad, ha sido íntimo amigo de dos de los más grandes escritores hispanoamericanos de todos los tiempos: Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. ¿Cómo los describiría? ¿En sus personalidades literarias, públicas, políticas, humanas?

Sí, he sido amigo de los dos. Vi en ellos una vocación que no les daba descanso. Comparto las ideas políticas de Vargas Llosa, que es también un gran ensayista. Con Gabo tuve grandes diferencias relacionadas con la Cuba de Castro. Pero las manejamos con humor como amigos. «Te has vuelto de derechas», me decía. Y yo, con humor, le preguntaba: «¿Tu andas todavía con ese fatídico barbuchas cubano?».

Ambos escritores, además, han mostrado una fuerza titánica en literatura. No sólo escribiendo fabulosos libros, sino también creando escuelas, fundaciones, etc. En el caso de García Márquez, a veces me pregunto si la cinematografía y la prensa no fueron para él tan importantes como la literatura. Si de alguna manera no fue un cineasta frustrado o un periodista con menos notas de las que le hubiera gustado.  

No, la cinematografía y el periodismo fueron grandes aficiones suyas, pero jamás comparables a su vocación de escritor.

Cuando le encomendaron fundar Prensa Latina en Bogotá, usted invitó al Gabo a trabajar en la agencia. Aunque usted era el jefe, ganaban el mismo sueldo, por su propio pedido. ¿Cómo fueron aquellos años de reportero, de periodismo político y revolucionario? Tengo entendido que Gabo viajó luego a Cuba, por varios meses, para poder fundar una agencia en Canadá. ¿Se escribían por esos años?

Claro, compartimos nuestro oficio de periodistas y reporteros en Prensa Latina. Y cuando se fue a Nueva York nos escribíamos. Guardo muchas cartas suyas.

¿Fue testigo, entonces, de su experiencia neoyorquina?

Sí, fui testigo de sus meses neoyorquinos. Tenía un apartamento muy agradable. Pero en su oficina recibía constantes amenazas de los anticastristas. Vivía con una barra de metal al alcance de su mano. Cuando renunció, como yo, a su puesto en Prensa Latina, los comunistas de la isla lo calificaron – como a mí- de «contrarrevolucionario».

Finalmente, si tuviera que escoger tres momentos que compartió con García Márquez. Tres momentos que expresaran el amor, la felicidad y la pena entre ustedes, ¿cuáles serían?

En toda una vida como amigos, no puedo seleccionar tres momentos. Tal vez sólo uno. Cuando hallándome en París recibí por teléfono la noticia de que había ganado el Nobel, vi de pronto que el luminoso paisaje de la ciudad en la ventana estaba temblando. Tenía lágrimas en los ojos. De alegría, claro.

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